Los movimientos sociales desde la perspectiva feminista: pistas metodológicas para un análisis no androcéntrico de la acción social

 

Social Movements From the Feminist Perspective: Methodological Tracks For a Non-Androcentric Analysis of Social Action

 

Ramón Cortés[1] y Emma Zapata Martelo[2]

 

Resumen:

Los movimientos sociales tienen un papel determinante en el espacio político. Son agentes de cambio que cuestionan y sacan a la luz los cotos de poder que el sistema no expresa por sí mismo; sin embargo, como el poder opera de manera reticular, los movimientos sociales no están exentos de albergar relaciones de dominación y poder. En este contexto, a partir de la metodología feminista y del empleo de las categorías de género como dispositivo de poder, división sexual del trabajo, acceso al espacio público y toma de decisiones, el objetivo de este trabajo es aportar elementos metodológicos para el análisis de los movimientos sociales no separatistas o mixtos, cuyo principal fin no está relacionado con romper las relaciones de poder a partir del dispositivo de género. El análisis feminista posibilita evidenciar elementos que desde la teoría androcéntrica del estudio de los movimientos sociales no habían sido considerados relevantes. Obviar estos aspectos produce y reproduce, en la mayoría de los casos, violencia política hacia las mujeres; no obstante, en otros casos abona a invisibilizar el acoso y la violencia sexual experimentados por las mujeres activistas.

 

Palabras clave: género y movimientos sociales, división sexual del trabajo y movimientos sociales, violencia de género y movimientos sociales

 

Abstract:

Social movements have a determining role in the political landscape. They are agents of change that question and bring to light the power structures that the system does not express by itself. However, as power operates as a network, social movements are not exempt from harboring relations of domination and power. In this context, based on a feminist methodology and the use of gender categories as a device of power, sexual division of labor, access to the public space, and decision-making, the objective of this work is to provide methodological elements for the analysis of non-separatist or mixed social movements, whose main purpose is not related to breaking power relations based on the gender device. The feminist analysis makes it possible to show elements that, from the androcentric theory of the study of social movements, had not been considered as relevant. Ignoring these aspects produces and reproduces, in most cases, political violence against women. Nevertheless, in other cases, it contributes to making the sexual harassment and violence experienced by women activists invisible.

 

Keywords: gender and social movements, sexual division of labor and social movements, gender violence and social movements

 

Recepción: 29 de noviembre de 2020/Aceptación: 25 de febrero de 2021

 

Introducción

Los movimientos sociales pueden entenderse, de acuerdo con Touraine (2006, p. 255), como “la conducta colectiva organizada de un actor luchando contra su adversario por la dirección social de la historicidad en una colectividad concreta”. Su función principal es sacar a la luz lo que el sistema no dice: los cotos de silencio, violencia e injusticia siempre latentes en los poderes hegemónicos, cuyo papel redunda en ser mediadores entre las disyuntivas del sistema y la vida cotidiana de las personas; y se manifiestan principalmente en lo que hacen: existir y actuar. Éstos se encuentran constituidos por tres elementos: la identidad, el adversario y el objetivo social. La primera hace referencia a la autodefinición del movimiento, lo que es y en nombre de quién habla; el adversario representa el enemigo principal del movimiento y es identificado de forma abierta y explícita; mientras que el objetivo constituye lo que en el horizonte histórico busca obtener (Castells, 1999, p. 93; Melucci, 1999, p. 51).

Almeida (2020, pp. 17-18) señala que el estudio de los movimientos sociales se ha incrementado de manera importante en los últimos 20 años, debido a los avances teóricos y empíricos de la sociología y otras ciencias sociales, así como al aumento de la acción colectiva en diferentes partes del mundo. El autor menciona que el estudio de los movimientos sociales implica distintos conceptos, niveles de análisis y una clasificación de sus actividades, las cuales van del nivel micro hasta el nivel macro. Sin embargo, los estudios realizados sobre la acción colectiva centran su objeto de estudio en los espacios formales y directivos, es decir, en el espacio público, lo que ha llevado a las teorías de los movimientos sociales a mantener un carácter androcentrista (Alfama, 2009, p. 128; Florez, 2014, pp. 77-78).

Como movimiento social, el feminismo ha devenido en un tsunami, provocado por la cuarta ola del feminismo, como un fenómeno que refleja el hartazgo de millones de mujeres ante la opresión y discriminación históricas (Varela, 2020, p. 286), pero, sobre todo, ante la violencia sexual (Cobo, 2019, p. 138); el feminismo recorre el mundo reconociendo y enfrentando la crisis del capitalismo heteropatriarcal en su versión neoliberal (García, 2018, p. 17). Este empuje es la potencia feminista o el deseo de cambiarlo todo, la cual se devela como una teoría alternativa del poder. Consiste en reivindicar la indeterminación de lo que se puede, es decir, el desplazamiento de los límites impuestos. Se trata de la invención común contra la expropiación, disfrute colectivo contra la privatización y ampliación de lo que se desea como posible aquí y ahora (Gago, 2019, pp. 13-14).

Respecto a la presencia de las mujeres en los movimientos sociales, Alfama (2009, pp. 127-128) comenta que ésta se considera escasa, excepto en aquellos que se declaran abiertamente feministas. Pero el problema no reside en su baja participación, sino en la forma que ésta ocurre. Los estudios realizados sobre la acción colectiva se centran en los espacios formales y directivos, por lo que los aportes realizados por las mujeres se invisibilizan en gran medida. Un enfoque más amplio ha revelado que aun cuando las mujeres son mayoría y tienen una labor activa e importante, su presencia es insuficiente en espacios visibles y formalizados.

Teniendo como punto de referencia la movilización multitudinaria en la Ciudad de México el 8 de marzo, Día Internacional de las Mujeres, y el llamado al Paro del trabajo productivo y reproductivo bajo la consiga “Un día sin mujeres” del 9 de marzo, ambos de 2020 (Portillo y Beltrán, 2021, p. 8), y de la exploración realizada sobre trabajos que analizan diferentes movilizaciones sociales desde la perspectiva feminista, entre los que destacan Alfama (2009), Cortés, Zapata, Ayala y Rosas (2018), Dunezat (2017) y Palacios (2012), entre otros, en donde la lucha de las mujeres es determinante ante el ejercicio del poder extractivista (Navarro, 2019), o en el que se hace frente mediante la resistencia feminista negra-afromexicana a las políticas de invisibilización y despojo por parte del Estado (Varela, 2019), el propósito de este artículo, mediante metodología feminista, es aportar elementos metodológicos para el análisis de los movimientos sociales no separatistas o mixtos, cuyo principal propósito no está relacionado con romper las relaciones de poder de género ¾trasladadas mayormente a la arena política de lo público por mujeres u otras identidades disidentes de los procesos de binarización de los géneros¾ y sus objetivos están encaminados a resolver problemas ambientales, sindicales, estudiantiles, de ciudadanía, derechos humanos, luchas campesinas e indígenas y autonomía, entre otros.

Particularmente, la metodología feminista es una perspectiva que pone en el centro a las mujeres, quienes hasta hace poco eran invisibles como actoras sociales. Tiene la peculiaridad de que se aboca al estudio y rescate de los eventos del pasado de las mujeres, que se consideran feministas o no, hayan o no dedicado su trabajo y energía a la emancipación de las mujeres; y también permite hacer investigación no androcéntrica, es decir, que los enfoques y métodos que las invisiblizan son eliminados (Bartra, 2012, p. 68; Comesaña, 2004). En este sentido, las variables metodológicas que se utilizarán, siguiendo la propuesta de Salazar (2017, p. 52), son i) género como dispositivo de poder entre hombres y mujeres, ii) división sexual del trabajo y iii) acceso al espacio público y toma de decisiones.

Utilizar el enfoque feminista en el estudio de los movimientos sociales, como señala Chávez (2017, p. 43), permite una interpretación diferente y una mirada por, para y desde las mujeres, que recurrentemente han sido invisiblizadas y sus voces silenciadas en estos procesos. No incorporar esta perspectiva al estudiar la acción colectiva, perpetúa la reproducción de los patrones de la cultura patriarcal y el poder androcéntrico.

Así, con base en las ideas anteriores y en las categorías mencionadas, se busca dilucidar las conexiones que permiten producir y reproducir las desigualdades de género intra movimientos sociales, además de desromantizarlos y pensarlos como formas que persiguen alternativas/otras al futuro, siempre y cuando se mantengan miradas autocríticas en ellos.

 

El género como dispositivo de poder

Para pensar el poder al interior de los movimientos sociales y su despliegue entre hombres y mujeres, recurrimos a la noción foucaultiana de las relaciones de poder: un poder que circula transversalmente en todas las relaciones sociales y opera de manera reticular. Tal como advierte García (2017), las relaciones de poder son inmanentes a cualquier relación existente en el orden de lo social; desencadenan escisiones, particiones y desigualdades entre los sujetos, al tiempo que son efecto inmediato de esas particiones.

El poder, según Foucault, es “una vasta tecnología que atraviesa el conjunto de relaciones sociales; una maquinaria que produce efectos de dominación a partir de cierto tipo peculiar de estrategias y tácticas específicas” (Ceballos, 1994, p. 31). No es algo que se adquiera, arranque o comparta, algo que se conserve o deje escapar; el poder es ejercido desde innumerables puntos, y en el juego de relaciones móviles y no igualitarias (Foucault, 2007, p. 114).

Aunque el género no aparece como determinante de las relaciones de poder en el análisis de Foucault, su propuesta del poder es sugerente porque contempla aspectos que van de lo micro (visión microfísica del poder) a lo macro (instituciones, normas, valores y estructuras, entre otros), lo cual permite identificar diferentes aspectos al momento de hacer un análisis de género (Piedra, 2004, p. 135). A través de este tipo de reflexiones, desde el análisis feminista se ha buscado comprender el poder que se apuntala en los privilegios de los varones como grupo, a partir de la subordinación de las mujeres como colectivo y/o de la preeminencia de lo masculino sobre lo femenino (Santa Cruz, 2010, p. 120).

Siguiendo con el análisis foucaultiano, pensamos el género como un dispositivo del poder, que en palabras de Foucault es un:

 

[…] conjunto decididamente heterogéneo, que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas; en resumen: los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red que puede establecerse entre estos elementos. (1985, p. 128)

 

El género como dispositivo, explican Amigot y Pujal (2009, p. 122), realiza dos operaciones fundamentales e interrelacionadas: por un lado, produce la dicotomía del sexo y de las subjetividades que se vinculan a ella; y por otro, genera y regula las relaciones de poder entre hombres y mujeres. Esta noción permite comprender que a pesar de que el poder circula en todas las relaciones sociales, el dispositivo de género opera de diferentes maneras subordinando a las mujeres, hecho que se soslaya en algunos análisis del poder. Al respecto, Scott (2013) menciona que el género es una forma primaria de las relaciones significantes de poder; y Townsend (2002) señala que el poder lo ejercen particularmente los hombres y los grupos de hombres sobre las mujeres. El poder es el motor a través del cual se continúa subordinando y excluyendo a las mujeres en una gran cantidad de sociedades, y en ocasiones se establece por medio de la fuerza o de amenazas, pero en otras es más sutil.

Esta forma de dominación se ha hecho posible a través del sistema patriarcal que prevalece en el mundo. Es la forma de poder históricamente más antigua, geográficamente más abarcadora e ideológicamente más ocultadora y menos reconocida, cuyo agente ocasional fue el orden biológico, y elevado más tarde a la esfera económica y política, que trasciende de lo público a lo privado. El patriarcado se sustenta en un conjunto de instituciones políticas, económicas, sociales, ideológicas y afectivas que se producen y reproducen en prácticas cotidianas colectivas e individuales (Carosio, 2017, p. 28; Sau, 2000, pp. 237-238). En el mismo sentido, Segato (2016, p. 91) apunta que el patriarcado es el pilar de todos los poderes ¾económico, político, intelectual, artístico, entre muchos otros¾, y mientras no se agriete definitivamente su estructura, no habrá ningún cambio relevante en la estructura de la sociedad.

Esta forma de subordinación a través del género como dispositivo del poder, también se produce, reproduce y circula al interior de los movimientos sociales, y es posible entenderla por medio de la categoría división sexual del trabajo.

 

División sexual del trabajo: una mirada para desnaturalizar los roles de género

Siguiendo a Brito (2017, p. 63), a través del concepto división sexual del trabajo se explica la asignación diferenciada de tareas, papeles, prácticas, funciones y normas sociales a hombres y mujeres. Está basada en el sexo de las personas, bajo supuestas características naturales/biológicas y “diferentes”, atribuidas a cada uno de estos grupos sociales. La división no es inocua ni aleatoria, produce graves y profundas desigualdades e injusticias, pues contribuye a crear las condiciones para la subordinación de las mujeres, lo cual dista de ser algo natural; forma parte de complejos fenómenos sociales, culturales, políticos y económicos asociados a ideales regulatorios de cómo deben ser mujeres y hombres y las relaciones que deben acontecer entre ellas y ellos.

La división sexual del trabajo produce un conjunto de actividades necesarias para la reproducción social de la vida, no obstante, hay una distinción entre actividades consideradas como prestigiosas y otras carentes de valor e invisibilizadas. Las primeras son realizadas por los hombres y se consideran productivas, mientras las segundas son desempeñadas por las mujeres y otros seres de la desigualdad, y se reconocen como no productivas. En nuestra sociedad moderna, el valor que se atribuye al trabajo productivo hace que la configuración de la identidad femenina se encuentre ligada mayoritariamente a ser ama de casa, madre o esposa (Serret, 2008, p. 105).

Cada movimiento social implica tareas sin las cuales no podría existir, tanto material como simbólicamente, cuya producción es el reparto específico del trabajo militante y, en consecuencia, de las y los militantes. Este reparto ocurre por la dominación masculina, dinámica que estructura los movimientos y obliga a las personas movilizadas a adoptar maneras particulares de participación (Dunezat, 2017, p. 402).

La división sexual del trabajo lleva a que los hombres desempeñen, mayoritariamente, actividades consideradas como valiosas en los movimientos sociales, entre ellas el pronunciamiento de discursos como líderes y portavoces de la acción colectiva. Son ellos quienes dirigen el rumbo de la protesta y las acciones a emprender; y aun cuando se discuta de manera grupal, tienen la última decisión. El hecho de que sus caras y voces sean las visibles, los hace ver como el movimiento mismo, además de que las demandas que suelen plantear las mujeres no adquieren el carácter de urgentes, ni son consideradas necesarias para la reproducción social del movimiento. Al ocurrir esto, las mujeres viven un proceso de minorización, que de acuerdo con Segato (2016, p. 91) es un proceso donde a ellas se les trata como menores y sus intereses son confinados al ámbito íntimo, de lo privado, especialmente como tema de minorías y, en consecuencia, como tema minoritario.

De manera paralela, las mujeres que forman parte de la acción colectiva llevan a cabo actividades relacionadas con el trabajo de cuidados, que incluyen la preparación de alimentos y todo lo que ello implica (desde la adquisición de insumos y materias primas hasta la limpieza de utensilios), la crianza de los hijos e hijas, actividades de logística, incluso apoyo emocional y otras tantas que sostienen un movimiento social.

Estas actividades son fundamentales porque permiten la reproducción de los movimientos sociales y su continuidad en el horizonte histórico; sin embargo, son invisibilizadas en gran medida y el enfoque tradicional de estudio de la acción colectiva lo ha pasado por alto. Alfama (2009, p. 121) indica que, en el campo de la participación política, un hecho por demás relevante es la manera en que se distribuyen las tareas para el funcionamiento diario de la protesta social, la cual se realiza según el género de los y las activistas, y del cruce con otras categorías (la edad, la educación y la trayectoria activista previa, como elementos importantes). Observar las diferencias en la asignación de las tareas, ayuda a identificar cuáles son las responsabilidades asumidas por mujeres y hombres, y qué posiciones de poder, reconocimiento y prestigio ocupan en la estructura de la organización.

Dos elementos importantes que se formaron y aún prevalecen en las sociedades occidentales en torno a la división sexual del trabajo son la ficción doméstica y la conformación de espacios sociales. La primera alude a un discurso que genera el imaginario de que todas las mujeres, a lo largo de la historia, siempre han sido esposas, madres y amas de casa, a partir del modelo de la mujer doméstica. La segunda son los tres espacios conformados con base en la división sexual del trabajo: público, privado y doméstico (Brito, 2017, p. 70).

 

Acceso a la toma de decisiones: lo público, lo privado y lo doméstico

El género ha sido medular en la configuración de espacios. Los límites impuestos culturalmente a las mujeres guardan una correlación espacial: el lugar de las mujeres históricamente se ha ubicado en la casa, la cocina, la iglesia, en el mercado, en las casas de prostitución y otros; y la principal característica de estos lugares es la reclusión, la invisibilidad y el silencio (Soto, 2017, p. 77).

Lo público es el espacio social en donde se ejerce la ciudadanía, la discusión de los asuntos colectivos y la articulación y funcionamiento del Estado; el espacio público es el del reconocimiento y se halla íntimamente ligado al poder. Sin embargo, este poder tiene que ser repartido, constituye un pacto, un sistema de relaciones de poder, una red de distribución (Amorós, 1994; Brito, 2017, p. 73). Lo que esconde la centralidad de las relaciones de género en la historia es justamente el carácter binario de la estructura que torna la esfera de lo público como englobante, totalizante, subordinando su otro residual: el dominio privado, personal; es decir, la relación entre vida política y extra-política. Esa estructura binaria establece la existencia de un universo y sus prácticas, saberes y verdades que son provistos de valor universal e interés general, cuya enunciación es imaginada como dimanado del sujeto masculino, y sus otros, pensados como dotados de importancia particular, marginal o minoritaria (Segato, 2016, p. 23).

Lo privado posee distintos sentidos cuando se aplica a hombres y mujeres; lo privado remite a la privacidad, al resguardo de la intimidad, a lo propio del individuo que no puede ni debe ser limitado por la sociedad: es el ámbito de la reflexividad y de la intersubjetividad personales, y también el espacio del trabajo formal y reconocido. No obstante, el concepto de privado tiene una connotación distinta para las mujeres, pues no alude a privacidad, sino a privación. Ellas son privadas de su autonomía, de intimidad, de un espacio que les sea propio como personas, por lo que no son consideradas individuos, sino seres domésticos: esposas, madres y amas de casa, sujetas a la autoridad masculina del padre/cabeza de familia/esposo (Brito, 2017, p. 73; Serret, 2008, pp. 111-112).

Si bien en los movimientos sociales la figura del padre/cabeza de familia/esposo no permea de manera determinante como figura de autoridad en sus espacios, dado que en la acción colectiva confluyen personas con diferentes trayectorias de vida, parentesco, posiciones socioeconómicas y diversos capitales culturales, sí está presente una a la que se apela como figura moral: el líder social. Este liderazgo encarnado es lo que Weber (2002, p. 193) llama dominación carismática, se produce en virtud de la devoción afectiva a la persona del señor y sus dotes sobrenaturales o carisma y, en particular, a su poder intelectual u oratorio. Lo inusual, lo nunca visto y la entrega emotiva que provocan, constituyen la fuente de la devoción personal. La autoridad carismática es uno de los mayores poderes revolucionarios de la historia, sin embargo, en su forma absolutamente pura es autoritaria y dominadora.

La figura del líder se encuentra ligada a valores que dentro de la cultura occidental están asociados a la masculinidad: capacidad de control y mando, imposiciones, racionalidad, lo masculino como medida del mundo, entre otros. Estos ideales normativos y regulatorios de lo que se considera ser un hombre, permean en los líderes y construyen sus marcos de interpretación, además de delinear sus imaginarios particulares, en los que se evocan figuras míticas de la lucha social como la del guerrillero heroico o el “hombre nuevo”, popularizado en los primeros años de la segunda década del siglo xx por Ernesto “Che” Guevara. Esta figura, como menciona Groosses (2001, p. 216-219), mantiene ideas patriarcales porque no propaga un ser humano nuevo, más bien, encarna ideales de masculinidad disciplinados, militares, y cualidades del guerrillero como formalidad y honor, represión al miedo, control de sí mismo y héroe ejemplar y combatiente.

El liderazgo político, expresado de manera carismática y autoritaria, y sus diferentes matices encuadrados en la cultura propiamente patriarcal, han restringido las posibilidades de acción de las mujeres, ya que la preponderancia de lo masculino se evidencia también respecto de quiénes sustentan la autoridad de las organizaciones, mayoritariamente hombres (Cortés, Parra y Domínguez, 2008, p. 41; Vidaurrázaga, 2015, p. 15). En virtud de este tipo de liderazgo, se produce la invisibilización y violencia política contra las mujeres.

Para ser reconocidas como líderes al interior de la acción colectiva, las mujeres suelen encontrar numerosos obstáculos para acceder a estos puestos de representación política: la escasa o nula participación de sus parejas varones en las actividades reproductivas, las jornadas dobles o triples de trabajo, desacreditación por parte de sus propios compañeros ¾basada en prejuicios y estereotipos para acceder a los puestos de dirección¾, así como impedimentos internos que disuaden su inserción en el espacio de discusión política, entre otros.

Jiménez (2012) refiere que los hombres suelen tener mayor intervención en las asambleas y la duración de sus participaciones es más extendida en comparación con la de sus compañeras; se infravaloran las intervenciones de las mujeres en las discusiones y son recurrentes las interrupciones a sus discursos, además de que sus propuestas no tienen el mismo resueno que las de sus compañeros; existen inequidades en los roles de portavocía y representación; las tareas que se asignan reproducen roles de género estereotipados; se cosifica a las mujeres y se fomenta un ideal de belleza patriarcal[3].

Estas desigualdades encontradas en los movimientos sociales van unidas a una visión sesgada de sus propios integrantes, quienes no pueden percibir otras formas de injusticia a las practicadas dentro de sus filas. Su sentido de rectitud sobre su principal objetivo, usualmente los lleva a tener una visión limitada, miope y excluyente, ya que la propia causa que origina al movimiento resulta perentoria sobre cualquier otra. Esta característica es evidente en el contexto de las relaciones de género, porque la posición subordinada de las mujeres, la división sexual del trabajo, los privilegios en la toma de decisiones y el liderazgo, están profundamente arraigados y normalizados en el tejido de la vida cotidiana, y salen a la luz únicamente cuando son buscados de manera consciente (Batliwala, 2013, p. 3).

 

Violencia sexual contra las mujeres activistas

La violencia contra las mujeres tiene dimensiones económicas, psicológicas, simbólicas, físicas y sexuales; y presenta varias formas de coerción, prácticas que van desde lo más capilar e imperceptible hasta violencias extremas como el feminicidio. Organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas reconocen la violencia de género como una pandemia a nivel global; y México ha sido catalogado como uno de los peores lugares para ser mujer en América Latina y en el mundo, al registrar una media diaria de 10 mujeres asesinadas por el simple hecho de ser mujeres.

Esta violencia, ejercida mayoritariamente por hombres o grupos de hombres, se funda en tres supuestos: disponibilidad de los seres humanos para descargar su irritabilidad y frustración; afirmación de la autoridad masculina sobre las mujeres como objeto de uso; y afirmación del deseo y derecho de propiedad masculina sobre el cuerpo de las mujeres (Juliano, 2006, p. 70; Sau, 1993, p. 106).

En el caso de la violencia sexual, el uso y abuso del cuerpo de la otra sin que participe con consentimiento y deseo compatibles, apunta a la destrucción de su propia voluntad, cuya reducción es justamente significada por el quebranto del control sobre el comportamiento de su cuerpo y el agenciamiento y la apropiación del mismo por la voluntad del agresor. La víctima es despojada del control sobre su cuerpo-espacio. Las agresiones contra las corporalidades femeninas, y en particular las del tipo sexual, no son crímenes que obedezcan a móviles sexuales, sino a perpetraciones ejercidas por medios sexuales (Segato, 2012; 2013, p. 20).

La violencia sexual contra las mujeres ha sido una de las armas represivas utilizadas por el Estado, a través de sus cuerpos de seguridad, para desmovilizar la acción colectiva. Esta lógica se sustenta en que el cuerpo de las mujeres representa un territorio de disputa, controlable y epicentro del honor masculino; han sido utilizados como campo de batalla y vehículos para los mensajes patriarcales (Hernández, 2015, pp. 81-82). Tal fue el caso del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) en San Salvador Atenco, Estado de México, donde las mujeres y sus cuerpos pertenecientes a este movimiento contra la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (cuya cancelación fue decretada por el Ejecutivo Federal en enero de 2019), se convirtieron en botín de guerra y fueron violentadas sexualmente. En este conflicto, de las 217 personas detenidas por las fuerzas de seguridad pública, 47 fueron mujeres, de las cuales 27 denunciaron violación sexual y tortura sexualizada (Carrillo, 2010, p. 85).

Sin embargo, la violencia sexual no siempre proviene del exterior ¾a través del Estado y sus cuerpos represivos¾, también es ejercida por parte de sus compañeros activistas en forma de insultos, mensajes vía dispositivos tecnológicos, miradas lascivas, insinuaciones, tocamientos sin consentimiento y violación. Algunas de estas agresiones fueron encontradas en el trabajo de Cortés, Zapata, Ayala y Rosas (2018, p. 42-44), sucedidas en el Frente Amplio Opositor a Minera San Xavier[4], donde las mujeres activistas experimentaron situaciones de acoso mediante correos electrónicos, incomodidad por insinuaciones corporales e incluso una agresión pederasta hacia la hija de una activista. Algo similar aborda el trabajo de Jiménez (2012), donde los testimonios relatan que en este tipo de espacios no se pensaría encontrar agresiones y acoso; sin embargo, se han presentado violaciones en casas okupas, agresiones verbales sexistas y vejatorias contra las mujeres, así como la permisividad de las agresiones en espacios considerados como antifascistas.

Pensar que intra movimientos sociales el acoso y las agresiones no ocurren, es desestimar la manera en que circula el poder en las relaciones sociales y tener una mirada acrítica, además de romantizar este tipo de espacios y figuras como la de los líderes sociales. Respecto al imaginario colectivo construido en torno al acosador o violador, Biglia y San Martín (2009, p. 9) y Pichot (2014, párr. 3) señalan que se piensa que los agresores o violadores son seres con problemas de drogas o alcohol, con baja escolaridad, ignorantes, groseros, fracasados, que en su niñez sufrieron maltrato: sujetos más allá de la bienpensante normalidad. Pero un hombre que comete este tipo de agresiones no es alguien con problemas mentales, y tampoco debe ser comparado con un paria o un psicótico que vive fuera de las normas sociales, no es un hijo enfermo del mundo, sino un hijo sano del patriarcado. La cultura en que vivimos avala las actitudes misóginas y de dominación sobre el cuerpo de las mujeres.

Por otro lado, estas prácticas violentas no suelen hacerse públicas al interior de la acción colectiva por miedo, vergüenza y sobre todo por la desacreditación y falta de credibilidad a la palabra de las mujeres, lo que conlleva un proceso de revictimización de las agredidas. Torres (2004, p. 17) menciona que la denuncia de violencia contra las mujeres, particularmente cuando es de tipo sexual, enfrenta diversas dificultades. Existe una actitud generalizada, a partir de diferentes mitos sobre la violencia sexual contra las mujeres, que tiende a culpar a las víctimas, sea por su forma de vestir, por el lugar o la hora en que ocurrió la agresión, por la relación previa con el agresor, entre otras. En el mismo sentido, Juliano (2006, p. 68) advierte que las estructuras patriarcales llegan a culpabilizarlas tanto, que ellas mismas tienden a desconfiar de su autopercepción del problema, temerosas de tener un mal juicio sobre las intenciones del agresor. Ante los hechos de acoso, violencia o agresión, son ellas quienes deben asumir la carga de probar y comprobar los hechos, dificultando la toma de medidas necesarias para su defensa.

Otro elemento que imposibilita la denuncia de estas prácticas de violencia, es la amenaza exterior a la acción colectiva por parte de sus adversarios. Es posible que haya resistencia a reconocer el maltrato por parte de un activista, que posteriormente pueda convertir al grupo en blanco de críticas y desacreditaciones desde otros espacios hacia el movimiento social. El maltratador puede ampararse y justificarse bajo el supuesto de amenaza de peligro, real o imaginaria, que conlleva su activismo, de la represión que está recibiendo, ha recibido o podría vivir, o del estrés de su posición de superhéroe (Biglia y San Martín, 2009, p. 12).

Las violencias señaladas anteriormente, como la violencia simbólica, psicológica o sexual, conforman violencia política contra las mujeres, pues están encaminadas a desmovilizar su participación en los espacios de representación y toma de decisiones al irrumpir en el espacio público; de ahí que su participación no se da en condiciones similares a las de sus compañeros activistas. Este tipo de violencia, afirma Cerva (2014, p. 122), es posible ubicarla tanto en relaciones interpersonales como en las dinámicas colectivas que sostienen estereotipos y reproducen subordinación en función del género, que se disfrazan bajo relaciones naturales cotidianas y son un obstáculo que difícilmente se identifica y se nombra como tal.

A medida que se incrementa la participación de las mujeres en la esfera política, aumenta el riesgo de que experimenten diversos tipos de violencia, pues su incursión desafía el status quo y obliga a la redistribución del poder (Organización de las Naciones Unidas, 2012).

Cabe destacar el propósito de las reflexiones aquí vertidas, éstas no pretenden desestimar o desacreditar la lucha de los movimientos sociales, sino contribuir, mediante un análisis crítico, a visibilizar y desmontar las estructuras de poder que se urden al interior de éstos; así como ofrecer un horizonte de lucha menos injusto desde una mirada feminista.

Coincidimos con Castells (1999, p. 93) cuando menciona que los movimientos sociales no son buenos ni malos, y que deben entenderse como parte de la sintomatología social. Por tanto, afirmamos que al encontrarse en un mundo patriarcal y al ser el dispositivo de género un constitutivo de las relaciones de poder, los movimientos sociales no pueden escapar a esta lógica que construye el mundo social como lo conocemos. Además, creemos y proponemos que las personas que forman parte de la acción colectiva, y sobre todo los hombres, deben empezar a mirar sus prácticas cotidianas de poder y dominación, ya que, como menciona Palacios (2012, p. 64), buena parte de los movimientos sociales han considerado la dimensión económica y política como eje de análisis, pasando por alto la dimensión cultural, y dentro de ella, la variable de género como eje estructurante de la desigualdad social. Asimismo, no queremos ofrecer una óptica victimista de la participación de las mujeres, pues históricamente han demostrado agencia y capacidad de rebelión ante las estructuras micro y macro del poder. Para muestra, enseguida hacemos mención del desarrollo de capacidades mostradas por las mujeres al ser partícipes de la acción colectiva.

 

Activismo y empoderamiento: subvertir los órdenes de género

Como refiere Foucault (2007, p. 116), donde hay poder, hay resistencia. En este sentido, la participación de las mujeres en los movimientos sociales también ha implicado la ruptura de las imposiciones de género, como la transgresión de los espacios público y doméstico, lo cual podemos traducir como capacidad de agencia y empoderamiento. Este último, de acuerdo con Batliwala (1997, p. 195), consiste en desafiar la ideología patriarcal, fundada en la dominación masculina y en la subordinación de las mujeres, para transformar las estructuras e instituciones que refuerzan y perpetúan la discriminación de género y la desigualdad social.

Entre las acciones realizadas por mujeres para agrietar y subvertir los ordenamientos de género, destaca su participación cada vez más visible, aunque todavía exigua, como portavoces de discursos al frente de los movimientos sociales e interlocutoras ante representantes de los Estados, tanto a nivel nacional como internacional. Otros cambios no menos significativos es posible encontrarlos en actividades intra movimientos, como la ejecución de actividades que desafían los estereotipos de género y los resignifican ¾actividades estereotipadas que involucran esfuerzo físico como la albañilería o plomería¾ e incluso a nivel personal, como tomar conciencia y percibir la desigualdad social que antes de ingresar al activismo no alcanzaba a vislumbrarse.

Resultan interesantes estos sucesos, pues no sólo se adquieren otras experiencias y las relaciones personales se ven ampliadas, sino que las hace trascender del papel tradicional de mujeres esposas o amas de casa, pasar del espacio doméstico al espacio público y reivindicarse como sujetas políticas y capaces de desarrollar agencia en el proceso de la lucha social. Al respecto, Vidaurrázaga (2015, p. 10) menciona que se transgreden los mandatos del sistema sexo-género hegemónico social y se produce la participación de las mujeres en asuntos políticos, que guardan estrecha relación con el espacio público tradicionalmente considerado como masculino.

Por último, es importante señalar que mirar las relaciones de poder hegemónicas que suceden al interior de los movimientos sociales, implica evidenciar si éstos reflexionan o se autoevalúan respecto de sus acciones y su capacidad de cuestionar y transformar sus prácticas. Asimismo, lleva a reconocer que, al estar dentro de un sistema de poder hegemónico, pueden contribuir a reproducir y perpetuar las relaciones de desigualdad y opresión al interior de las organizaciones y fuera de ellas. Identificar los obstáculos, resultados y avances que los movimientos han tenido, abona a la transformación de sus propias estructuras, con el propósito de que resulte útil para su propia autorreflexión y la de los otros colectivos, en la búsqueda de dar saltos cualitativos en su accionar (Santa Cruz, 2010, p. 120).

 

Conclusiones           

En este artículo se expuso que, mediante las variables de género como dispositivo de poder, división sexual del trabajo, acceso al espacio público y toma de decisiones, es posible realizar un análisis feminista de los movimientos sociales, a través de las cuales se develan las lógicas y mecanismos del poder patriarcal que desde un abordaje tradicional y androcéntrico no es posible percibir. Dichos mecanismos y lógicas producen invisiblización, silenciamiento y omisión de los aportes y participación de las mujeres a la acción colectiva, además de ocultar las violencias que intra movimientos sociales han experimentado.

Las variables de género como dispositivo de poder, división sexual del trabajo y acceso al espacio público y toma de decisiones, son elementos metodológicos que aportan luces al estudio de la acción colectiva, al poner de manifiesto que el patriarcado como el sistema de dominio geográficamente más extendido, el más antiguo y más sutil y normalizado, atraviesa todas las estructuras de los movimientos sociales: espacios, acciones y, sobre todo, relaciones sociales.

También fue posible mostrar que, persigan el objetivo que persigan, los movimientos sociales no están exentos de reproducir en su interior y en el horizonte histórico, ejercicios del poder al que cotidianamente se enfrentan, ya sea por parte del Estado o de entidades privadas y mercenarias. Con esto, no se pretende descalificar a la acción colectiva, sino que se hace énfasis en que las relaciones de poder están presentes en todas las relaciones y espacios sociales. Al mismo tiempo, consideramos que los movimientos sociales son alternativas viables para construir un futuro posible y menos distópico, siempre y cuando se mantengan miradas autocríticas por parte de sus integrantes, especialmente los hombres.

El género como dispositivo del poder configura prácticas y espacios definidos al interior de los movimientos sociales; es un ordenador social que produce y reproduce intra movimientos de diferentes tipos de desigualdades. Al tiempo que en estos espacios también se ejerce el poder, donde las mujeres han enfrentado episodios de violencia por parte de sus propios compañeros, han servido como una plataforma que les ha permitido romper con el dispositivo de género que actúa como regulador del espacio social, llevándolas al plano de lo púbico; es ahí en donde han reivindicado su agencia como sujetas, pues las mujeres que convergen en los movimientos sociales cuentan con diversos capitales sociales, económicos y culturales, que producen efectos heterogéneos sobre ellas y también les han servido para pervivir y resistir. En ese sentido, el dispositivo de género es un regulador, pero al mismo tiempo, es un campo en el que se pueden disputar los roles tradicionales de género, resignificándolos y subvirtiéndolos, y así agrietar y no dejar incólume el sistema patriarcal.

Por medio de la división sexual del trabajo, es posible poner en evidencia que en los movimientos sociales se realizan un conjunto de actividades que se consideran naturales y propias, tanto de hombres como de mujeres. Esta categoría de análisis nos muestra que en la acción colectiva se reproduce una lógica sexista que considera históricamente a los hombres como líderes “naturales” y a las mujeres como cuidadoras y encargadas del trabajo reproductivo. Cabe señalar que, sin éstos últimos, los movimientos sociales en sí mismos no podrían existir.

En lo que respecta a la violencia sexual y política contra las mujeres intra movimientos sociales, son violencias que no deben minimizarse y tampoco ponerse en duda los propios testimonios de las mujeres, ya que con esto se abona a la dominación patriarcal. De este modo, las mujeres no solo se enfrentan a la violencia del Estado y de agentes privados y facinerosos, o los costos de la exclusión por parte de sus familias o de la comunidad por haber trascendido el mandato tradicional de género, sino que además deben afrontar la violencia de género proveniente de sus propios compañeros activistas. Se requiere abrir espacios para cuestionar estas prácticas a fin de hacer un análisis profundo sobre esta problemática, con el propósito de que estos espacios no recreen otras formas de opresión que pueden agregarse a las que dicen cuestionar en las distintas arenas políticas.

Continuar con un análisis androcéntrico enfocado en los espacios formales, de dirección, y en las estrategias políticas que se emprenden desde la acción colectiva, sin tomar en cuenta que los elementos culturales y sociales del poder hegemónico patriarcal también atraviesan las relaciones intra movimientos, sólo seguirá abonando a invisibilizar y silenciar la violencia política, psicológica, física y sexual experimentada por las mujeres activistas. De este modo, el compromiso político que adoptan los movimientos sociales con las reivindicaciones de justicia, debería implicar también ser capaces de mirar las violencias que se generan en sus propias filas.

Por último, es preciso señalar que quien pretenda estudiar los movimientos sociales o hacer un balance actual de la acción colectiva desde el espacio en que se encuentre, deberá considerar ¾invariablemente¾ la perspectiva feminista. De no hacerlo, omitirá los mismos elementos y factores que producen la desigualdad y la exclusión, contra los que se lucha desde estos espacios. Adoptar una perspectiva feminista por parte de los movimientos sociales es algo urgente, ya que el feminismo proporciona una batería política, metodológica y epistemológica que permite disputar el poder a los diferentes sistemas de opresión que nos atraviesan, como el patriarcado, el capitalismo, el colonialismo, el clasismo, el especismo, el capacitismo y otros.

 

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[1] Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México. Correo electrónico: ripio13@icloud.com

[2] Colegio de Postgraduados Campus Montecillo, México. Correo electrónico: emzapata@colpos.mx

[3] Un ejemplo es la frase “Mujer bonita es la que lucha”, que ha circulado mayormente en redes sociales. Bajo esta idea, se produce una dicotomía que sitúa a aquellas mujeres que luchan en la acción colectiva o en la vida diaria como deseables y admirables, y a aquellas que no luchan como indeseables o resignadas. Esta concepción dual replica nuevamente un lado válido o socialmente aceptado y otro como no válido, construyendo ideas y espacios antagonistas entre mujeres y, por consiguiente, abonando a la lógica patriarcal que las contrapone y enfrenta unas a otras.

[4] Movimiento socioambiental de oposición al proyecto extractivo de una minera canadiense en el municipio de Cerro de San Pedro, San Luis Potosí.