CLAVES ECO-FEMINISTAS Y COMUNITARIAS FRENTE AL CIERRE ESCOLAR POR COVID-19 EN MÉXICO, 2020-2021: UNA EXPERIENCIA ENCARNADA

 

ECOFEMINISTS AND COMMUNITARIAN KEYS IN FRONT OF SCHOOL CLOSURE DUE TO COVID-19 IN MEXICO, 2020-2021: AN EMBODIED EXPERIENCE

 

Alejandra Araiza Díaz[1]

Robert González García[2]

 

DOI: https://doi.org/10.32870/lv.v7i57.7520

 

Resumen

La pandemia del COVID-19 y, en particular, las medidas de mitigación tomadas por las instituciones gubernamentales en México, tales como el cierre de todas las escuelas de todos los niveles educativos, han traído fuertes consecuencias regresivas tanto en términos educativos como de igualdad de género. En el presente artículo partimos de un marco teórico de género y familia para exponer y analizar, junto con las repercusiones negativas de esta medida (especialmente para mujeres y niñes), una experiencia encarnada de crianza y educación comunitaria en México, la cual intenta preservar derechos educativos y laborales vulnerados por el cierre escolar, tales como la sociabilidad, la guardia y custodia de los menores, el derecho a una vida libre de violencia, la conciliación laboral y familiar, entre otros. A través de este recorrido, se pretende proponer algunas claves para una salida eco-feminista y comunitaria frente a la crisis de la educación en este país.

 

Palabras clave: género, familia, educación comunitaria, COVID-19, cierre escolar

 

Abstract

The COVID-19 pandemic and particularly, mitigation measures taken by government institutions in Mexico, such as the closure of all schools at all levels of education, have brought strong regressive consequences in terms of both education and gender equality. In this paper, we start from a theoretical framework of gender and family to analyze, along with the negative repercussions of this measure (especially for women and children), an embodied experience of upbringing and community education in Mexico. This experience seeks to preserve educational and labor rights violated by school closures such as sociability, guardianship and custody of minors, the right to a life free of violence, work-life balance, among others. Our aim is to suggest some keys for an ecofeminist and community solution to the education crisis in this country.

 

Keywords: gender, family, community education, COVID-19, school closure

 

Recepción: 13 de septiembre de 2021/Aceptación: 23 de febrero de 2022

 

Introducción

En 2020, la Secretaria de Educación Pública (SEP) del Gobierno de México estableció la suspensión de clases por contingencia del COVID-19 a partir del lunes 23 de marzo. Desde entonces, se produjo un cierre escolar y el cese de la educación presencial durante un año y medio en todo país y hasta casi dos años en algunas entidades[3]. Es verdad que hubo cierta y precaria continuidad de la actividad educativa mediante programas como Aprende en casa (televisivo) o la educación en línea; este último más aplicado a escuelas particulares y solamente de seguimiento en las públicas. Si bien en un primer momento hasta 150 países tomaron medidas similares, la mayoría regresaron a la educación presencial solamente unos meses después (entre junio y septiembre de 2020), debido a los evidentes problemas psicoemocionales, de socialización, de incremento de la desigualdad educativa y de conciliación laboral y familiar, que afectaban tanto a infantes como a mayores (Bonal y González, 2021; Tarabini, 2021; González, 2021). De hecho, según datos de UNICEF, en febrero de 2021 solamente 27 de esos 150 países continuaban con el cierre escolar (entre ellos México), a pesar de la abundante evidencia científica sobre la poca afectación de la enfermedad y la poca transmisibilidad en menores de 12 años (Valero y Jardón, 2021)[4].

El presente artículo no busca medir los efectos del cierre escolar sobre la educación y salud emocional de los menores, sobre lo cual ya existe abundante literatura (Bonal y González, 2021). Su objetivo es, por un lado, reflexionar ―desde una perspectiva feminista― sobre las implicaciones del cierre escolar en México para la organización familiar y sus funciones de educación y crianza; y, por otro lado, aportar algunas reflexiones de las estrategias y alternativas comunitarias que pueden generarse a través de una experiencia encarnada ―entretejida por algunas familias del centro del país― para hacer frente a estos efectos negativos y ante la ineficiencia y la irresponsabilidad de los gobiernos federal y locales.

Para ello, en el primer apartado partimos de la relación entre patriarcado, capitalismo y familia; continuamos en el segundo con algunas líneas sobre trabajo reproductivo, parentesco y sistema sexo-género. Pensamos que estos puntos ayudan a entender la lógica de fondo de estas medidas gubernamentales que atentan contra los derechos de infantes y de las mujeres. En un tercer apartado, se presentan también conceptualizaciones que, desde el eco-feminismo y la política de lo común, ofrecen salidas y respuestas a estas agresiones. Posteriormente, presentamos una experiencia encarnada, que recoge las estrategias de auto-organización, que hemos tejido algunas familias frente al cierre escolar. Creemos que la experiencia deja ver algunas alternativas educativas, de salud socio-emocional y de conciliación laboral para madres, padres y niñes. Finalmente, en las conclusiones, se presentan de forma muy breve unas últimas reflexiones que pueden ayudar ―desde un ejercicio de elaboración de teoría encarnada― a generar alternativas de educación comunitaria más allá de la situación suscitada por la respuesta de algunos gobiernos a la pandemia del COVID-19.

 

La familia en la sociedad capitalista y patriarcal

El patriarcado y el capitalismo están íntimamente ligados. Según Federici (2004/2010), todo comenzó en el proceso de acumulación originaria, que tuvo lugar en el tránsito de la Baja Edad Media a la Modernidad, cuando Occidente desposeyó al campesinado y lo expulsó de la tierra, al tiempo que esclavizaba a pueblos enteros y colonizaba América. En ese tránsito, también se produjo “la separación entre el proceso de producción y el proceso de reproducción. El primero es mayormente masculino, el segundo femenino; el primero asalariado, el segundo no asalariado” (Federici, 2018, p. 17). Esta ofensiva conjunta de capitalismo y patriarcado tuvo la violencia como su principal arma y “fundamentalmente, requirió la destrucción del poder de las mujeres que, tanto en Europa como en América, se logró por medio del exterminio de las 'brujas'” (Federici, 2004/2010, p. 90).

Federici (2004/2010) señala que las mujeres de la Edad Media tenían más control sobre su cuerpo y su reproducción, pero que a partir de este momento ―en un ejercicio totalmente biopolítico (control de los cuerpos y de las poblaciones)― tanto el Estado como la Iglesia vigilaron a las mujeres proletarias para que tuvieran más hijos. Empezaron a hablar de delitos reproductivos y a condenar a las mujeres que decidieran abortar. Ello además coincidió con una persecución de las prostitutas; única actividad a la que las mujeres sin un hombre podían dedicarse, y de las brujas, mujeres con conocimientos y cuyo poder necesitaban coartar.

Así, la división sexual del trabajo, esta diferenciación de las actividades por sexo, no se consolidó hasta que el capitalismo remplazó a la economía de subsistencia propia de las sociedades pre-capitalistas. En este proceso, se invisibilizó la importancia económica de la reproducción de la mano de obra que se realizaba en los hogares, se consideró que se trataba de una vocación natural y se designó que sería una tarea de las mujeres, a las cuales se excluyó de las ocupaciones asalariadas. Las mujeres tuvieron que depender del salario de los hombres, con lo cual se las marginó ―en una economía cada vez más monetarizada― a la pobreza y a la sumisión absoluta hacia ellos (Federici, 2004/2010). En efecto, “la discriminación que han sufrido las mujeres como mano de obra asalariada ha estado directamente vinculada a su función como trabajadoras no-asalariadas en el hogar” (Federici, 2004/2010, p. 146).

En ese sentido, la familia, en tanto célula básica de reproducción del sistema capitalista, “surgió también en el periodo de acumulación primitiva como la institución más importante para la apropiación y el ocultamiento del trabajo de las mujeres” (Federici, 2004/2010, p. 149). Por lo tanto, la familia es también un espacio de poder que sostiene la explotación capitalista y la reproducción de la vida a través del trabajo doméstico, el cual carece de remuneración y corresponde a las mujeres. En palabras de la misma Federici “tras cada fábrica, tras cada escuela, oficina o mina se encuentra oculto el trabajo de millones de mujeres que han consumido su vida, su trabajo, produciendo fuerza de trabajo” (2018, pp. 28-29).

Efectivamente, aunque el tránsito al capitalismo se dio en un periodo histórico de larga duración, su consolidación se ha mantenido durante siglos, a través de los cuales la familia es tan importante en la historia de la estructura social como lo es el Estado. Así, autoras como Victoria Orce (2015) sostienen que la familia aparece como un artefacto social producido y reproducido con la garantía del Estado. Se da como resultado o efecto de una auténtica ‘labor de institución’, encaminada a constituir la familia como entidad unida e integrada y además duradera” (Orce, 2015, p. 6).

Aunque parezca que la familia es una regla jurídica o nominal, produce ―siguiendo a Bourdieu (en Orce, 2015)― prácticas concretas con efectos concretos. Construye realidades. Al mismo tiempo, la familia se vincula a las diversas instituciones que establecen el orden social y oculta ―espacialmente en su forma familia nuclear― relaciones de poder y de sometimiento (Lenoir, 2005). A través de prescripciones culturales y religiosas consigue que las mujeres asuman su tarea como algo “natural”, que hacen por “amor” y que, por tanto, renuncian a un salario (Federici, 2018). El patriarcado del salario implica que no solamente los hombres burgueses obtienen su poder a través de la explotación de los trabajadores, sino que los mismos hombres trabajadores obtienen poder sobre las mujeres. El patriarcado del salario surgió como una política que hacía imposible que las mujeres tuvieran dinero propio y creó las condiciones para su sujeción hacia los hombres (Federici, 2018). ¿Cómo escapar de estas relaciones tan antiguas de sujeción? Es una pregunta que desgraciadamente está cobrando vigencia en el actual contexto.

Si bien ha habido algunas transformaciones que ha traído consigo el sistema capitalista a lo largo de los siglos en las instituciones (la familia y el Estado), éstas no han sido lo suficientemente fuertes como para cambiar todo el sistema. Donna Haraway (2019) habla de Capitaloceno[5], en lugar de Antropoceno, para referirse a esta era en la que la devastación de la naturaleza ―producto de la explotación capitalista― nos coloca en un paisaje distópico que trae consigo la crisis medioambiental. Frente a ese panorama la autora nos invita a “seguir con el problema”. No asumir soluciones naíf, ni actitudes apocalípticas cínicas del tipo game over. Nos invita a hacernos cargo de un planeta herido y a imaginar soluciones en colectivo.

En la era del Capitaloceno, la familia sigue siendo una célula de reproducción de la dominación, un engranaje que mueve todo un sistema económico y opresor. Para “seguir con el problema”, Haraway (2019) nos propone una suerte de subversión del sistema familiar que ella denomina parentescos raros. “¡Generen parientes, no bebés! Generar ―y reconocer― parientes es quizá lo más difícil y urgente” (Haraway, 2019, p. 157). Es difícil porque significa subvertir la familia tal y como la conocemos y es urgente porque sólo de forma colectiva podremos “seguir con el problema”. Aboguemos, entonces, por una familia resignificada que nos ayude a superar la raíz hegemónica de esta institución; generemos otro tipo de vínculos y formas comunitarias que nos permitan, efectivamente, hacernos cargo de un planeta herido (Araiza y Araiza, 2021).

 

Trabajo reproductivo, parentesco y sistema sexo-género

El trabajo reproductivo y el espacio doméstico ―en contraposición al trabajo productivo y el espacio público― es un tema que interesó profundamente a la teoría feminista y sin el cual no podría entenderse la teoría de género fraguada en los años setenta. Sin embargo, este interés no viene de esa segunda ola feminista. Como señalan Selene Aldana, Itzuri Moreno y Katya Vázquez (2020), no se han reconocido suficientemente las aportaciones que hizo Marianne Schnitger tanto a la sociología clásica como al feminismo. Schnitger fue conocida como la pareja sentimental de Weber y no tanto por su trabajo sociológico sobre la vida doméstica. Schnitger ―una feminista liberal alemana de los años veinte― estudió temáticas desestimadas por los padres fundadores de la sociología, quienes sólo prestaban atención a la esfera pública. Ella, en cambio, logró reconocer la compleja relación público/privado más allá de una simple dicotomía. Por ejemplo, hablaba de profesión y matrimonio en la vida de las mujeres. En efecto, encontró vínculos entre el ámbito público y el privado, visibilizó y valorizó el ámbito doméstico. Denunció “la exclusión de las mujeres del mundo público y su desvalorización material y simbólica cuando llegaban a participar en él” (Aldana et al., 2020, p. 206)[6].

Si bien es cierto que la primera en hablar de la categoría de género fue la psicología, desde su vertiente médica, este concepto no se complejizó hasta que la antropóloga, Gayle Rubin, propuso en 1975 el sistema sexo-género. La pregunta de la que partió fue ¿cuáles son las relaciones en las que una hembra de la especie se convierte en una mujer oprimida? Para responderla, debatió con los enfoques teóricos más importantes de ese momento.

En su debate con el marxismo, señaló que deja clara la relación binaria entre trabajo productivo/trabajo reproductivo. El segundo es un trabajo no remunerado que también produce plusvalía, pero el marxismo no explica por qué se decidió que las mujeres se encargaran del trabajo reproductivo y que éste no tuviera remuneración. Y, aunque Engels fue un poco más lejos al reconocer la opresión sexual como herencia del capitalismo, le faltó cierta contundencia. Rubin (1975/1996) prefirió hablar de sistema sexo/género, “un conjunto de disposiciones por el cual la materia prima biológica del sexo y la procreación humanas son conformadas por la intervención humana y social y satisfechas en una forma convencional” (Rubin, 1975/1996, pp. 44).

Ahora bien, en cuanto a la vertiente específica de la antropología estructuralista, Rubin (1975/1996) destacó que Lévi-Strauss se basó en la teoría de Mauss sobre el don de intercambio para hablar del parentesco por alianza como una transacción. A diferencia del parentesco por consanguinidad, en el parentesco por alianza, los hombres del grupo A intercambian mujeres con los hombres del grupo B. En efecto, los hombres son los sujetos que intercambian y las mujeres el objeto, el don de intercambio. ¿Quién decidió que esto fuera así? Evidentemente, esta teoría tampoco explica la opresión de las mujeres. El parentesco, según Rubin (1975/1996), organiza la vida social ―mediante el establecimiento de la división sexual del trabajo, la prohibición del incesto y el tabú de la homosexualidad―, por ello puede considerársele como sistema sexo-género.

Por último, en cuanto al psicoanálisis, Rubin (1975/1996) afirmó que tampoco explica a qué se debe la opresión de las mujeres. En su teoría del desarrollo psicosexual, Freud hablaba de una fase edípica que se da hacia los 3-4 años. En esta etapa, niños y niñas son ―de alguna manera― bisexuales y la madre es el objeto de deseo, lo cual es lógico pues en la primera etapa (oral) había una simbiosis entre la madre y el bebé lactante. ¿Cómo se explica, entonces, la adquisición de la feminidad y la heterosexualidad de la mujer adulta? Freud introdujo sus conceptos de complejo de castración y envidia de pene. Lacan hizo una reinterpretación de esto a la luz de una teoría del lenguaje; mejoró la idea de Freud de envidia de pene, pues puso el falo como un objeto simbólico de intercambio, pero tampoco alcanzó a explicar la cuestión de la opresión de las mujeres. Para Rubin (1975/1996), la adquisición de la “feminidad” es una brutalidad psíquica en la que las mujeres quedan resentidas. Se les roba su libido y se les obliga a practicar un erotismo masoquista. Tanto Freud como Lacan coincidieron en que los sistemas de parentesco requieren la división sexual del trabajo y la fase edípica desarrolla este proceso mediante reglas y tabúes. Por eso Rubin (1975/1996) afirmó que el feminismo debe intentar una revolución en el parentesco.

Aunque hay muchas teorizaciones posteriores a Rubin (1975/1996) que han enriquecido y complejizado el concepto, nos parece relevante detenernos en la suya por su relación con el parentesco y la economía. En ese mismo sentido, nos parece importante recuperar el concepto de cautiverios de Marcela Lagarde (1990). Son estos roles generizados bajo los cuales se encuentran vigiladas y constreñidas gran parte de las mujeres. Estos cautiverios conllevan encierro físico, al tiempo que son “definiciones estereotipadas”, que se traducen en “círculos particulares de vida”, de los cuales es muy difícil escapar. Entre los principales cautiverios para las mujeres, Lagarde (1990) reconoce los siguientes: madresposa, puta, presa, monja y loca. Si bien Rubin (1975/1996) pretendía invitarnos a explicar la opresión de las mujeres, Lagarde ―con su concepto de cautiverio― pretende dar luz sobre la dependencia vital que sujeta a las mujeres hacia las instituciones y hacia los particulares (los otros).

Sujeción y sometimiento son ideas foucaultianas que tanto Butler (1997/2001) como otras feministas retoman para explicar el género como un mecanismo de poder. Una sujeción que es al mismo tiempo sitio de subordinación y posibilidad de devenir. Por eso, la idea del género performativo, discursivo, reiterativo, interpelativo que nos ofrece Butler (1990/2007) es tan interesante. No es que el género sea una construcción discursiva sobre una esencia biológica (el sexo), sino que sexo-género es una actuación, que proviene de un discurso repetido en el tiempo, el cual nos interpela de formas determinadas y que nos somete y sujeta a actuar de maneras específicas.

Así, Patricia Amigot y Margot Pujal (2009) proponen el concepto de dispositivo de género. En su lectura de Butler, sugieren que la interrelación entre el vínculo de sometimiento y el mandato de género construye a las mujeres como un sujeto de deseo del otro, que las obliga a ser de otro en la dependencia y en la carencia. Pero no olvidemos ―advierten las autoras― que el deseo de ser sólo puede negociarse dentro de las condiciones de la vida social. “Por ello, para hacer via­ble la transformación de las relaciones de poder entre los sexos es preciso apuntar, paralelamente, a la transformación en sí, al cam­bio de las condiciones sociales: instituciones, leyes, normas y dis­cursos” (Amigot y Pujal, 2009, p. 139).

El género ―efectivamente y como intuía Rubin (1975/1996)― revela opresión a las mujeres pero, además, siempre interactúa con otros dispositivos de la desigualdad. Federici (2004/2010) considera que ―en el tránsito de la acumulación primitiva al capitalismo― las diferencias de género, de raza y de edad se hicieron constitutivas de las diferencias de clase.

Por su parte, María Lugones (2008) habla de la colonialidad del género. Siguiendo a Quijano (2000/2014), concuerda en que la colonialidad y el capitalismo guardan una estrecha relación, no obstante, sospecha que esto también está imbricado con las relaciones de género. “Concebir el alcance del sistema de género del capitalismo eurocentrado global, es entender hasta qué punto el proceso de reducción del concepto de género al control del sexo, sus recursos y productos es constitutivo de la dominación de género” (Lugones, 2008, p. 93).

Según Lugones (2008), el ordenamiento de género no existía en las sociedades precolombinas; se impuso a través de la colonialidad y la separación de la población en razas. He aquí toda una serie de elementos que nos ayudan a pensar la economía y la política en clave de género, pero no como un simple añadido, sino como un entramado complejo que nos pueda ayudar a deconstruir las relaciones de dominación actuales y a afirmar y practicar otras formas de co-habitar el mundo. Hacia allá queremos encaminar nuestra propuesta.

 

Eco-feminismos y política de lo común

Como ya vimos, el trabajo doméstico o reproductivo ha sido un importante foco de interés para la teoría feminista desde los años setenta. En ese sentido y con base en los planteamientos de Silvia Federici (1975/2013), pensamos que es importante sacarlo del halo que lo envuelve como un trabajo que se hace por “amor”; “no estamos hablando de un empleo como cualquier otro, sino que nos ocupa la manipulación más perversa y la violencia más sutil que el capitalismo ha perpetrado nunca contra cualquier segmento de la clase obrera” (Federici, 1975/2013, p. 36). Al instaurar el patriarcado del salario, se alienó a las mujeres como clase trabajadora y como agentes capaces de exigir derechos (Federici, 2004/2010). Se las obligó a realizar un trabajo trasformado en atributo natural, que debían hacer sin recibir un sueldo a cambio, e incluso, bajo la promesa de que obtendrían una realización personal. Esto les colocó en una situación de servilismo con respecto a todo el mundo masculino (Federici, 1975/2013).

En efecto, en total complicidad, el capitalismo y el patriarcado han promovido la fantasía de que hay dos tipos de personas: unas independientes que generan recursos económicos (tradicionalmente hombres) y otras dependientes que se encargan de las tareas domésticas y de cuidado sin remuneración (tradicionalmente mujeres). Con el paso del tiempo, en el contexto de las guerras mundiales del siglo xx, se ha hecho creer a las mujeres en la posibilidad de ganar independencia y autonomía si acceden al trabajo productivo del ámbito público. No obstante, escapar del cautiverio de madresposa para muchas mujeres trabajadoras es prácticamente imposible. La mayor parte de ellas debe hacerse cargo del trabajo doméstico y de cuidados en el espacio privado después de cubrir una jornada laboral fuera de casa (doble jornada). De ahí que se considere un problema el hecho de que el feminismo haya puesto demasiado el foco en el trabajo productivo: “Para las liberales el trabajo estaba revestido del glamour de la carrera profesional, para las socialistas significaba que las mujeres se 'unirían a la lucha de clases' y se beneficiarían de la experiencia de llevar a cabo 'una tarea socialmente útil, un trabajo productivo'” (Federici, 1984/2013, p. 94).

Pero esto fue una trampa que sobrecargó a las mujeres y nubló el hecho de que el trabajo reproductivo es un problema común de todas las mujeres. Es por ello que algunas feministas ―como Federici (1975/2013)― nos conminan a exigir que el trabajo doméstico tenga una remuneración justa, en lugar de demandar el acceso al mercado de trabajo. Es necesario ―dicen― que se valore realmente como trabajo.

El trabajo reproductivo mantiene a las mujeres dentro del cautiverio de madresposas, ya que “todas las mujeres por el hecho de serlo son madres y esposas” (Lagarde, 1990, p. 363). Maternidad y conyugalidad son las esferas que conforman los modelos de vida femeninos y, por tanto, es muy difícil escapar de esos marcos que nos constituyen.

Polly Young-Eisendrath (1996/2000) asegura que la maternidad ha sido idealizada y que ―a través de la historia― se ha construido una imagen de madres perfectas. Por ejemplo, estas madres burguesas del siglo xix que salen representadas en diversas obras de arte felices y vinculadas a sus hijos/as, para quienes no eran su única figura cuidadora. Las nodrizas hacían gran parte de ese trabajo. Por tanto, no se ve a esas madres cansadas. Pero interesaba construir un imaginario de madre disponible y feliz. Young-Eisendrath (1996/2000) también comenta que en el siglo xx, con la coyuntura de las guerras mundiales, en el mundo occidental las mujeres entraron al mercado laboral, pero en los años cincuenta el sistema quiso enviarlas de nuevo al confinamiento del hogar. Por tanto, hubo toda una promoción de la figura de las amas de casa. Frente a esta imagen es que se rebelan las feministas de los años setenta.

Ahora bien, el problema de las dicotomías público/privado y trabajo productivo/trabajo reproductivo es que ocultan el hecho de que uno se posiciona jerárquicamente sobre el otro cuando, en realidad, los dos son necesarios para la subsistencia y la reproducción de la vida. Para producir en el ámbito público, necesitamos reproducir nuestras vidas en el ámbito privado. Uno recibe reconocimiento y remuneración y el otro no. Eso es parte de la dominación que sufren las mujeres, la cual se erige a través de una serie de mecanismos de sujeción, como la maternidad, envuelta en un halo de romanticismo que oculta el hecho de que se trata de un trabajo. Asimismo y como dicen las economistas feministas, somos seres interdependientes. Y la dicotomía independencia/dependencia es una falacia. Por eso, nos invitan a poner la vida y los cuidados en el centro y a responsabilizarnos colectivamente de ello (Pérez-Orozco, 2011).

Para ver este trabajo como bien común, es necesario deconstruir los conceptos que ocultan el hecho de que la familia es la célula de un amplio engranaje social de relaciones de explotación, especialmente de género. Uno de estos conceptos es la maternidad. Saletti (2008) menciona que fue en los siglos xvii y xviii cuando se empezó a considerar la infancia como una etapa valiosa. Y, con ello, surgió el discurso moderno sobre la maternidad. En el siglo xix se produjo todo un saber científico del instinto materno como parte de la naturaleza femenina.

Young-Eisendrath (1996/2000) denomina maternidad-invernadero a este espacio cerrado, aparentemente bello pero artificial, donde las mujeres crían en soledad y creen que les corresponde a ellas, de forma individual, llevar a cabo esa labor. Colectivizar esta función es, precisamente, una forma de liberarnos de esa carga. Hay madres sustitutas (parientes, vecinas, amigas, niñeras, colegas) con las que una mujer puede asociarse para no llevar sola esa responsabilidad, que no le permite realizarse en otros ámbitos de su vida. O como diría Lagarde: “sabemos que es posible una maternidad cuando es decidida, con conciencia y se tienen apoyos, recursos, oportunidades y derechos” (2003/2013, p. 253).

Si entendemos los bienes comunes como aquellos que generan una utilidad funcional en el ejer­cicio de derechos humanos fundamentales (Micciarielli, 2017), una maternidad (paternidad) comunitaria, bien podría encajar en una tipolo­gía específica de los mismos, que Micciarelli (2017) denomina bienes comunes emergentes. Aunque para ello, este bien común de reproducción de la vida debería contar con un reconocimiento público que, en la mayoría de países y en específico en México, dista mucho de conseguir. Estos bienes comunes emergentes provienen en el ámbito de la gestión comunitaria “de una reclamación surgida desde 'abajo', en la que una comunidad plantea la voluntad de gestionar directamente un bien y las autoridades públicas le reconocen su capacidad autorregulatoria y lo aseguran legalmente” (Díaz, Lourés y Martínez, 2021, p. 71).

En el contexto de una fuerte contradicción en medio de una necesidad (reproductiva) que es incompatible ―dice Ezquerra (2010)― con las políticas (neo)keynesianas que se basan en la necesidad de acumulación; apostamos por una alianza feminista-anticapitalista, que estimule nuestra capacidad para soñar otras lógicas en la búsqueda del bien común.

Se trata de cuestionar las actuales nociones de ciudadanía, “bien común” y trabajo, lo que conllevaría un reordenamiento de nuestra concepción y organización del tiempo y el espacio, de las relaciones íntimas, de la vida en comunidad, de las relaciones de género, del papel del Estado, de la responsabilidad social, de lo que significa ser hombre, mujer, autónomo, interdependiente, útil, marginal, una carga, felices, indiferentes. Se requiere, pues, operativizar cambios a corto y a mediano plazo. “En definitiva, se trata de seguir identificando los puntos donde se cruzan las múltiples opresiones y estructuras que permiten la reproducción del sistema y, desde esas intersecciones, devolver el cuidado, el bienestar y la vida al lugar que les corresponde” (Ezquerra, 2010, p. 42).

De hecho, Ezquerra (2014) argumentaba que, como salida patriarcal y neoliberal a la crisis de 2008, se había producido “un aumento de la carga total de trabajo de las mujeres, así como la intensificación de sus responsabilidades reproductivas como una estrategia político-económica de privatización y re-hogarización de la reproducción” (Ezquerra, 2014, p. 30) que también denomina “cercamiento de la reproducción”. Y, en el contexto mexicano actual de la pandemia, esto se ha recrudecido aún más.

En efecto, a pesar de la falta de reconocimiento público (ni en forma de salario ni en forma de política pública), el trabajo reproductivo es una labor de la que no podemos desentendernos, porque supone el sostén de nuestras propias vidas. En ese sentido, debemos colocar la vida y los cuidados en el centro y esa es una demanda actual del movimiento feminista. Se trata, como dice Vandana Shiva (1992), de garantizar la sostenibilidad de la vida. Y sostener la vida es una ardua labor, que no puede ser mecanizada, ya que “no podemos mecanizar el cuidado infantil o el de los enfermos, o el trabajo psicológico necesario para reintegrar nuestro equilibrio físico y emocional” (Federici, 2010/2013, p. 255). Comprender que se trata de un trabajo para el bien común y que, por tanto, su quehacer y responsabilidad pueden colectivizarse es muy necesario.

Concordamos con Haraway (2019): tal vez si dejamos los enlaces a través del parentesco y la familia como institución principal del sistema capitalista-patriarcal, y apostamos por modelos de solidaridad, unidad y diversidad humana en lazos de amistad, podamos colocar el trabajo de cuidados en el centro. Entonces el cuidado no sólo redundaría en los habitantes de una casa particular, sino en los del mundo como casa común. “Dicho de otra manera, necesitamos descolonizar y despatriarcalizar la familia, para poder replantearla, lo que sería una verdadera innovación social” (Araiza y Araiza, 2021, p. 29).

 

Sobreviviendo el cierre escolar en México durante la pandemia del COVID-19. Una experiencia de crianza y educación desde lo común

Escribimos estas líneas cuando parece verse la luz al final del túnel frente a la pandemia del COVID-19 que tomó por sorpresa al mundo, pero que a muches nos obligó a parar. En México, tanto la universidad como la escuela detuvieron sus actividades presenciales. Muy al principio, a nosotres como pareja de académicos, nos sirvió para parar una carrera desenfrenada y nos dio tiempo para estar más cerca de nuestra pequeña hija de 8 años cuando empezó el confinamiento, 10 en el momento de escribir este artículo. Al poco tiempo, nuestra hija acabó el tercer año de primaria. En el sistema Montessori que ella cursa, eso significaba que cerraba un ciclo de primaria: Taller 1 y que estaba lista para el siguiente ciclo de tres años. El último mes lo hizo con incipientes conexiones de Zoom y con algunas tareas para hacer en casa. Como mapadres[7] trabajadores, comenzamos poco a poco a recibir más requerimientos burocráticos de la Universidad y, al mismo tiempo, continuábamos con nuestros compromisos docentes y de investigación: clases en línea, congresos, conferencias, artículos, capítulos de libro, participación en investigaciones con equipos nacionales o internacionales, etcétera. No nos costó adaptarnos al nuevo formato porque, por el tipo de trabajo que venimos desarrollando desde hace años, estamos muy acostumbrados a la autodisciplina. Incluso, podríamos decir que para nosotres la posibilidad de trabajar desde casa era más bien una ganancia.

Sin embargo, para nuestra pequeña hija no era lo mismo. Ella perdía la posibilidad de tener una enseñanza personalizada como la que ofrece el método Montessori; perdía el contacto directo con los materiales que fomentan “el deseo natural de aprender”; y, por supuesto, perdía la posibilidad de estar entre pares.

Después de las primeras 6 semanas de pandemia que sí fueron de confinamiento bastante estricto, decidimos vernos con tres o cuatro familias de Pachuca (donde vivimos) y de Ciudad de México (donde nació una de nosotras y conservamos grandes amistades). Lo único que priorizamos es que fuera gente con hijes; y, si eran de la edad de la nuestra, mejor. No es que dejásemos de tener miedo de enfermar o contagiar, no. Es sólo que priorizamos el contacto con otros seres humanos. Decidimos correr ese riesgo. No somos sólo biología, como los enfoques positivistas quisieran que pensáramos. Quizá porque somos científicos sociales, quizá porque somos sociables, quizá porque nos consideramos anticapitalistas o quizá solamente porque somos seres humanos, tenemos muy claro que en este mundo dependemos unes de otres. Somos seres relacionales, pues.

Cuando nuestra escuela Montessori sólo fue capaz de ofrecernos un modelo educativo mucho más homogéneo, con más horas de conexión por Zoom y mucho trabajo en la plataforma Classroom, nos sentimos profundamente decepcionados y nos pusimos a construir ―junto con otras personas― opciones más adecuadas para nuestras hijas y para nuestra familia. La escuela aceptó, aunque no muy convencida, de que dos niñas se conectaran juntas y los jueves no lo hicieran porque las llevaríamos a otro lugar donde tener actividades presenciales. Hablamos con ellas distintas veces, no llegamos a ningún acuerdo. Finalmente, una vez habiendo tejido con otra familia una relación de solidaridad y ayuda mutua, decidimos cambiarlas de colegio a otro más accesible con el mismo método.

Las relaciones familiares implican afectividad, pero también logística, mucha logística. Fue muy impactante sentir que el colegio no comprendiera que no basta con ofrecer conexiones por Zoom. Ello en sí mismo hace casi imposible garantizar una enseñanza que siga el método Montessori. Pero, independientemente de eso, nos impactó que no entendieran que, como familias, estábamos perdiendo un derecho: la guardia y custodia de las criaturas. Y que ni siquiera se hiciera una reflexión como sociedad de ese tema en términos de género era muy triste. Porque, aunque los adultos de las dos familias podíamos tele-trabajar, tener a las niñas en casa no nos exentaba de hacer trabajo de cuidados. Muchas mujeres realizan este trabajo como doble jornada. Pero las horas que están en el trabajo remunerado, no se tienen que preocupar apenas por esta responsabilidad. En la situación que trajo consigo la pandemia, eso no era posible. Tuvieron que hacer trabajo de cuidados de tiempo completo. De forma, esta vez, descarnada y evidente, el Estado, las empresas y la escuela, estaban dejando en manos de las familias ese problema. Y esperaban que lo solucionáramos discretamente, sin molestar a nadie y, sobre todo, sin dejar de rendir porque ―a estas alturas de la pandemia― la producción y la economía no podían pararse.

Hace unos años ya habíamos participado de una experiencia de cuidado compartido con nuestra pequeña hija cuando vivíamos en Barcelona e incluso habíamos escrito al respecto (Araiza y González, 2016). Se trataba de un grupo de crianza compartida, denominado la Mainada y en el que habían participado hasta 11 familias. La Mainada trataba con niñes de 1-6 años, tenía una educadora acompañante ―formada en la Xarxa d’Educació Lliure (Red de Educación Libre)― y un local de referencia. Era un proyecto autogestionado, que nos había dado muchas experiencias y muchas alegrías como personas y como familias. De las vivencias con la Mainada ya sabíamos que maternar y parternar no debiera nunca hacerse en soledad, que los proyectos colectivos son muy necesarios para contrarrestar la lógica capitalista y que se pueden construir lazos de familiaridad y comunalidad. También sabíamos lo complicado que es ponerse de acuerdo, pero que merece la pena poner nuestro ego entre paréntesis en pro del bien común.

Así es que, con esta familia, cuya particularidad fue que ―como nosotros― son binacionales (un europeo con una mexicana), creen en el sistema Montessori y están dispuestos a buscar otras maneras de hacer las cosas, fue muy fácil llegar al acuerdo de que las niñas se conectaran juntas de forma alterna en las dos casas durante 4 días y que los jueves fueran a otro espacio (CELAE), en el que se relacionarían con otras niñas y harían actividades presenciales. También nos dimos cuenta que era más cómodo y más atractivo para las pequeñas alargar la jornada en las casas. Desde entonces y hasta febrero de 2022, se conectaban y tomaban el lunch en la casa que les correspondía y tenían el resto del tiempo para jugar y para comer, una vez acabada la conexión de la jornada escolar.

Cada familia sabía que debía hacerse cargo de alimentar a las pequeñas, así como de cuidarlas cuando están bajo su custodia. Eso implicaba organización, logística, disposición y trabajo. ¿Qué ganábamos? Ver a nuestras hijas contentas y acompañadas por su par generacional, afecto, juegos compartidos y liberar tiempo de trabajo de cuidados para podernos dedicar al otro trabajo (el remunerado). Pero, sobre todo, ganamos una ampliación de los lazos familiares y la alegría de saber que eso ―consciente o inconscientemente― subvierte el orden tradicional de la familia nuclear burguesa, la cual debería hacerse cargo de los trabajos de cuidado, contando con que una mujer tendría el rol de ama de casa o externalizándolo de forma privada en otra persona (generalmente otra mujer).

CELAE quiere decir Círculo de Estudios en Logoterapia y Análisis Existencial. Es un centro de estudios especializados en psicoterapia existencial y desarrollo humano, que imparte una licenciatura, una especialidad, así como consejería y psicoterapia existencial individual y grupal. Una de las cofundadoras, madre de otra pequeña del colegio Montessori en el que estaban nuestras hijas, también quería buscar una solución colectiva a la falta del cuidado que ofrecía la escuela y le preocupaba ―igual que a nosotres― que las niñas estuvieran expuestas a tantas horas de conexión. Motivo por el cual ofreció un espacio en su centro, junto con una psicóloga y psicoterapeuta de su círculo para que acompañara a las pequeñas un día a la semana. Al principio, las niñas se conectaban medio día a sus clases y el resto del tiempo sólo jugaban en CELAE. Luego, se les ofreció una clase de arte, tiempo de juego y un espacio terapéutico, por lo que optamos por no conectarlas más los jueves. Ello implicó gestiones con los respectivos colegios, pero en general las maestras comprendieron nuestra preocupación por que las niñas no perdieran la presencialidad. Esto ampliaba nuestro círculo de relaciones colectivas y lazos de familiaridad. Y, de nuevo, nos ayudaba a liberar tiempo de trabajo de cuidados con la tranquilidad de que las pequeñas estaban cuidadas y acompañadas en un espacio seguro.

Ha sido duro ver que en Pachuca, Hidalgo, otra gente no ha hecho lo mismo. Pero, sin duda, no somos los únicos. Sabemos por otros amigos (curiosamente también binacionales) que un proyecto de educación libre activa-viva, como lo es el Arenal en Coyoacán, Ciudad de México, ofreció a las familias la organización de burbujas. Parecía una experiencia similar a la Mainada. Y seguro que, si hacemos un rastreo, encontramos que hay situaciones parecidas que deben recogerse si queremos encontrar formas eco-feministas y comunitarias de gestionar el trabajo de cuidados. Situaciones que ―de alguna manera― nos ayuden a dinamitar la célula del sistema capitalista: la familia nuclear burguesa.

Hemos subrayado la casualidad de que las familias cuyas experiencias recogemos son binacionales. Tal vez no es tan casual. Finalmente, quienes somos migrantes, quienes somos nepantleros[8], estamos entre dos tierras, perdemos el arraigo y eso nos ayuda a construir otros lazos familiares más allá de los sanguíneos. Por nuestra situación como pareja: uno extranjero, y la otra foránea de esta ciudad con padres mexicanos viviendo en el otro extremo del país, ni siquiera podemos permitirnos tirar de la solución que la mayoría de las familias mexicanas busca: que a las criaturas las cuiden los abuelos. Pero esa carencia nos obligó a buscar soluciones más creativas. Pensamos que a otras familias binacionales o atravesadas por la migración les pudo haber ocurrido lo mismo. Sería interesante rastrearlo en próximas investigaciones más sistemáticas o comparativas.

 

Conclusiones

Sin duda, la pandemia del COVID-19 y el cierre escolar en México marcarán un antes y un después en cuanto a la relación entre familia y educación. Sin embargo, este “después” puede ser o bien el de una regresión en términos de derechos educativos o de género; o bien el de las alternativas socio-comunitarias en clave ecofeminista que permitan a la vetusta institución escolar transitar hacia modelos de mayor participación social y comunitaria como el que presentamos en esta experiencia encarnada.

Consideramos que el cercamiento del trabajo reproductivo se ha acentuado con políticas como el cierre escolar, que suponen un reforzamiento de la división sexual del trabajo, al adoptar la desposesión de la reproducción como punto de partida. La mirada de Ezquerra (2010, 2014) nos permite situar las desigualdades de género en el centro de los debates en torno a la crisis escolar provocada por la pandemia, pero al mismo tiempo nos abre el camino para pensar en alternativas a la actual organización escolar, que tomen en cuenta de forma simultánea, las esferas de la familia, de la educación pública y del ámbito de “lo común”. Es a partir de esta conceptualización que se pueden concebir los cuidados como bienes comunes que pueden ser re-apropiados.

En todo caso, lo que está claro ―y es lo que estamos intentando poner en palabras encarnadas más que en teorizaciones abstractas con esta experiencia― es que necesitamos situar el cuidado en el centro. El trabajo productivo no es lo único que necesitamos para vivir; la reproducción cotidiana de la vida también es un trabajo arduo, que requiere tiempo y esfuerzo.

La pandemia lo puso al descubierto. La pandemia nos dejó ver bien claro lo que Haraway (2019) denomina Capitaloceno. Un paisaje distópico que está por venir, que ya llegó, y que es la consecuencia de la explotación desmedida de la naturaleza en favor de una acumulación por desposesión (Harvey, 2004). En ese contexto de extrema crisis medioambiental, Haraway (2019) nos invita a “seguir con el problema”, a con-fabular soluciones creativas, parciales, puntuales y a largo plazo. Nos invita a hacer parentescos raros. Esta experiencia de compartir el trabajo de cuidados más allá del seno de la familia nuclear burguesa nos enseñó que es posible (y hasta deseable) generar esos parentescos raros y que se siente muy bien compartir la carga. La clave es cómo vamos a continuar inventando soluciones parciales y puntuales para los nuevos retos que se nos presentarán en el ciclo que está por abrirse una vez “superada” la pandemia.

Nuestra esperanza es que las personas adultas de estas historias hemos aprendido algo: no podemos volver a la soledad en la que antes vivíamos. Ya entendimos en las entrañas qué significa ser interdependientes. Pero, sobre todo, nuestra alegría es que la gente pequeña de estas historias ha recibido una socialización distinta, que les prepara para un futuro más incierto en el que habrá que trabajar con más fuerza para generar parentescos raros. Un futuro en el que la única forma de “seguir con el problema” que trae consigo el capitalismo, ya sea en términos medioambientales o en términos de las relaciones entre familia, género y educación, será confabular en aras del bien común.

 

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[1] Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, México: Universitat Rovira i Virgili, España. Correo electrónico: araizale@yahoo.es

ORCID: 0000-0003-0603-7974

[2] Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, México: Universitat Rovira i Virgili, España. Correo electrónico: rgonza67@gmail.com

ORCID: 0000-0002-6166-5562

[3] A pesar de que la Secretaria de Educación Pública, Delfina Gómez, anunció el regreso a clases presenciales para el 30 de agosto de 2021, la forma de regresar (incluyendo el número de días y horas) quedaba en manos de las Secretarias de Educación de los estados y de cada unidad educativa (Cabrera, 2021). Ello propició que en algunas entidades, como es el caso del estado de Hidalgo, el regreso apenas iniciara de forma efectiva en febrero de 2022. Casi a dos años del cierre escolar.

[4] Alejandra Valero y Lev Jardón son una pareja de doctores en biología que escribieron este texto para divulgar entre grupos de madres y padres de familia el reducido peligro de la vuelta al colegio presencial. Citan distintas fuentes para argumentar por qué las criaturas no deben continuar en casa (violencia y abusos sexuales), así como el bajo nivel de contagio entre ellas (Smith et al., 2021).

[5] Haraway (2019) reconoce que el término es de Andreas Malm y Jason Moore.

[6] Se podría investigar algo similar sobre Margaret Mead, quien en los años treinta estudió las variantes de la construcción cultural del género. Criticó las posturas biologicistas y esencialistas. Para argumentarlo, presentó el estudio de tres culturas, para las cuales las diferencias biológicas no eran importantes (Parga, 2013). Y, desde luego, podríamos rastrear huellas similares en Simone de Beauvoir, quien señaló que las mujeres son el Otro del único sujeto posible: el Hombre. También advirtió que no se nace mujer, se llega a serlo (De Beauvoir, 1949/1992).

[7] Pamadres o Mapadres es un término que se utiliza en el argot de los grupos de crianza y proyectos de educación libre en Barcelona para referirse tanto a las madres como a los padres y evitar el universal masculino “padres” (Araiza y González, 2016).

[8] Nepantla es un concepto que aprendimos de la artista multidisciplinar mexicana y amiga Paula Laverde, quien vivió más de 10 años en Barcelona y después de unos años ya de regreso en México realizó una maravillosa exposición con este título en la ciudad de Tlaxcala. Nepantla, que significa en medio, en náhuatl, hace alusión en este caso al hecho de vivir entre dos tierras, México y Cataluña, y fue un concepto con el que se identificaban algunas artistas e intelectuales del exilio español en México después de la Guerra Civil de 1936.