DENUNCIAS Y MARCOS DE ESCUCHA PARA LA
VIOLENCIA SEXUAL EN TRIBUNALES MILITARES DURANTE LA ÚLTIMA DICTADURA ARGENTINA
(1976-1983)
Victoria Álvarez 1
[1]
CONICET-Universidad de Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico:
victoria.alvarez.tornay@gmail.com
Resumen
En el presente trabajo se analizarán
denuncias sobre violencia sexual realizadas por ciudadanas contra militares
durante la última dictadura militar en Argentina.
Consideramos que el
análisis de estas denuncias nos permite visualizar cómo las prácticas sexistas
que sabemos que se daban dentro de los centros clandestinos de detención
ocurrían también fuera de éstos, el poder concentracionario se manifestaba con
características similares afuera de los centros clandestinos de detención y eso
ocurría por el poder que el terrorismo de Estado le otorgaba a los militares
(Calveiro, 1998).
En esta
investigación, la perspectiva de género permite, en primer lugar, profundizar
el análisis de la vida cotidiana durante la última dictadura. En segundo lugar,
analizar las relaciones jerárquicas de género en nuestra sociedad, que —si
bien, no son estáticas— preceden y subsisten a la última dictadura argentina, e
intentaron ser reforzadas por los militares durante el terrorismo de Estado
tanto en los centros clandestinos de detención como afuera de ellos.
En ese sentido, luego
de analizar los casos desarrollados, se podrá evaluar el modo en que la violencia
sexual estaba presente más allá incluso del contexto del centro clandestino de
detención (en términos temporales y espaciales). Así también, cómo la
discriminación y los mitos machistas que impregnan la justicia hacían que las
denuncias no encontraran en los tribunales militares un marco de audibilidad.
Palabras
clave:
denuncias, violencia sexual, tribunales militares, audibilidad, última
dictadura militar argentina.
Abstract
At this paper
we analyze a number of sexual violence reports portrayed by women citizens
against military personnel during the last military dictatorship in Argentina.
We consider that analyzing those reports allows us to visualize how the
sexist practices that we know that were taking place inside the clandestine
detention centers also occurred outside them. The concentracionary power
assumed similar characteristics outside the clandestine detention centers and
that was because of the power that State Terrorism gave to the military
personnel.
In this research, the gender perspective allows, firstly, to deepen the
analysis of everyday life during the last military dictatorship. Secondly, it
allows us to inquire about hierarchical gender relations within our society,
which, although not static, preceded and followed the military government.
However, the military regime sought to reinforce such hierarchical gender
relations during the period of State Terrorism both inside and outside
clandestine detention centers.
In that sense, the analysis of the selected cases shows, both with the
reiteration of the cases and the mechanisms to discourage the reports, how the
sexual violence was present further in the boundaries of clandestine detention
centers (in temporal and spacial terms). Furthermore, it shows how sexists’
myths and the discrimination towards women that impregnated the judicial system
didn’t allow an audibility framework for the reports.
Keywords: reports, sexual violence, military
courts, audibility, last argentine military dictatorship.
Recibido en 02/05/2017
Aceptado en 10/07/2017
Introducción
El presente trabajo se enmarca dentro
de mi investigación doctoral sobre las memorias y las representaciones sobre la
violencia sexual cometida en los centros clandestinos de detención durante la
última dictadura militar argentina (1976-1983).
Abordar la violencia
contra las mujeres en los centros clandestinos de detención de la última
dictadura, desde un enfoque que busca acercarse a la complejidad de las
experiencias no puede dejar fuera del análisis el sistema de dominación en el
que éstas se insertan. Resulta necesario, entonces, dar cuenta brevemente del
contexto de posibilidad del terrorismo de Estado y los centros clandestinos de
detención durante la última dictadura en Argentina.
Sabemos que la
represión implementada por las fuerzas de seguridad, y dirigida contra los/as
opositores/as reales o potenciales (“la subversión”), no se inauguró con el
golpe de Estado de marzo de 1976, aunque si bien es cierto, adquirió a partir
de ese momento características y dimensiones que nunca había tenido (Águila, 2008).
En la última dictadura militar la metodología de la tortura y la desaparición
se implementó de manera masiva, se sistematizó y se organizó desde el Estado
(Duhalde, 1999). Varios autores han señalado los cambios en el marco
ideológico-normativo que se instaló hacia la década de 1950 y 1960 dentro de
las fuerzas armadas asociadas con las nuevas doctrinas de guerra
contrainsurgente y con la doctrina de seguridad nacional (Mazzei, 2002;
Pontoriero, 2015). Sin embargo, el perfil definitivo de ese accionar represivo
se consolidó recién con la toma del poder de las Fuerzas Armadas el 24 de marzo
de 1976, momento en el que interrumpieron el gobierno constitucional de la
entonces presidenta María Estela Martínez de Perón, quien lo asumió en 1974
después del fallecimiento de Juan Domingo Perón. El gobierno de facto estaba
formado por los comandantes de las tres armas: el general Jorge Rafael Videla
(Ejército), el almirante Emilio Eduardo Massera (Marina) y el brigadier Orlando
Ramón Agosti (Aeronáutica).
Se trataba de una
nueva interrupción del orden constitucional —la sexta del siglo xx— que, una vez más, prometía dejar
atrás el “caos” imperante y retornar al siempre enunciado y anhelado “orden”.
En este sentido, fue clave el apoyo de la cúpula de la Iglesia —entusiasmada
por restaurar los principios de “la nación católica”— así como el del gobierno
estadounidense que impulsaba la resolución dictatorial de los conflictos
políticos en toda América Latina. La dictadura recibió también el respaldo
claro de muchas empresas nacionales e internacionales interesadas en imponer un
modelo de acumulación económico que beneficiara más sus finanzas (Crenzel,
2008).
La búsqueda del
“orden” supuso instrumentar un feroz disciplinamiento con el objetivo de
reorganizar la sociedad en el plano político, económico, social y cultural,
eliminando cualquier oposición a su proyecto. El método fue hacer desaparecer las fuentes de los
conflictos, es decir, que la última dictadura convirtió la desaparición de
personas en política de Estado. El tenor y el alcance de este tipo de práctica
supondrían dos cambios sustantivos que distinguirían la versión vernácula del
terrorismo de Estado. Estas cualidades han sido, fundamentalmente, su
naturaleza clandestina (o semiclandestina) y la subyacente decisión política de
exterminio que aquella encubría (Duhalde, 1999).
De esta manera, lo
distintivo del terrorismo de Estado fue el uso de la violencia puesta al
servicio de la eliminación de los adversarios políticos y de la desmovilización
de toda la población a través de diversos mecanismos represivos. Se trató de
una cruel pedagogía que tenía a toda la sociedad como destinataria de un único
mensaje: el miedo, la parálisis y la ruptura del lazo social. Se trató
entonces, de una política de terror sistemático (Calveiro, 1998).
El funcionamiento de
los centros clandestinos de detención se dio por fuera de todo marco legal, es
decir, que si bien la violencia era visible, el asesinato de aquellos/as que
eran identificados como los enemigos del régimen operó de manera clandestina.
Se violaron así las normas para el uso legítimo de la violencia, y el Estado,
en lugar de garantizar la seguridad, se transformó en el principal agresor de la
sociedad civil (Duhalde, 1999).
Durante los años del
terrorismo de Estado el eje de la actividad represiva dejó de centrarse en la
detención y el encierro en las cárceles —aunque esto seguía ocurriendo— para
pasar a estructurarse en torno al sistema de desaparición de personas (es
decir, su secuestro ilegal) en los distintos centros clandestinos. Estos
funcionaban disimulados en dependencias militares o policiales como así también
en escuelas, tribunales, fábricas, etc. (CONADEP, 1984).
Como ha mostrado el
informe de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas),
este plan sistemático conllevaba además distintas etapas, que abarcaban el
secuestro, la tortura, la violación, la detención en un centro clandestino, el
robo de bebés. En gran parte de los casos, el circuito represivo concluía con
el asesinato y la eliminación de los cadáveres y pruebas físicas del delito
(CONADEP, 1984).
No obstante, se
trataba de un secreto en el que no se ponía demasiado empeño. Como señala
Débora D’Antonio (2016), el Estado utilizó de modo ambivalente la visibilidad y
la invisibilidad de la violencia junto con un proyecto acentuado de ortopedia
del sujeto “subversivo” mientras avanzaba criminalizando al conjunto de la
sociedad. “En efecto, es preciso mostrar una fracción de lo que permanece
oculto para diseminar el terror, cuyo efecto inmediato es el silencio y la inmovilidad”
(Calveiro, 1998: 44). Tanto las víctimas casuales como las personas liberadas
generaban un efecto expansivo, diseminando el terror, produciendo un nuevo tipo
de sujeto social: un sujeto aterrado. En Poder y desaparición Pilar Calveiro ha
analizado con mucha lucidez el funcionamiento de los centros clandestinos de
detención. Retomaremos su manera de entender el poder concentracionario:
El
campo y la sociedad están estrechamente unidos, mirar uno es mirar la otra. Pensar
la historia que transcurrió entre 1976 y 1983 como una aberración; pensar en
los campos de concentración como una cruel casualidad más o menos excepcional,
es negarse a mirar en ellos sabiendo que miramos a nuestra sociedad, la de
entonces y la actual.
La idea que nos impide pensar la
realidad concentracionaria se basa en la certeza de que se trata de una
aberración, de un conjunto de comportamientos producidos por situaciones que no
tienen ninguna relación con el funcionamiento de nuestra sociedad. Por el
contrario, campo de concentración y sociedad se pertenecen, son inexplicables
uno sin el otro. Se reflejan y se reproducen (Calveiro, 1998: 159).
Siguiendo a Pilar
Calveiro entendemos los centros clandestinos de detención como espacios
—espaciales y temporales— donde muchas de las características de nuestra
sociedad se refuerzan y se concentran. Fundamentalmente las formas de violencia
que se dieron allí ya existían y siguieron existiendo aunque con distinta
intensidad. “No existen en la historia de los hombres paréntesis inexplicables”
(Calveiro, 1998: 28). Es precisamente en los períodos de “excepción”, en esos
momentos que la sociedad prefiere olvidar poniendo entre paréntesis, donde
aparecen sin mediaciones los secretos y las vergüenzas del poder cotidiano. “El
análisis del campo de concentración como modalidad represiva, puede ser una de
las claves para comprender las características de un poder que circuló en todo
el tejido social y que no puede haber desaparecido” (Calveiro, 1998: 28).
En relación a la
estructura jerárquica de géneros, de manera similar a lo que ocurrió en otras
dictaduras del Cono Sur de ese entonces, la última dictadura militar argentina
fue estructurada sobre patrones de género que valoraban el rol “tradicional” de
la madre-esposa como cuidadora de las próximas generaciones y, por tanto, del
proyecto de Nación. La metáfora de la nación como una “buena familia cristiana”
permitió la naturalización del orden social, generando la apariencia de una
sociedad formada por una serie de células-familias cerradas, unidas por el
parentesco, en la cual las relaciones entre el Estado y la ciudadanía se
definían en tanto relaciones familiares naturales. La naturalización de las
relaciones políticas solamente presentaba como “normal” la obediencia al
Estado-padre.
Así la noción
contractual de obligación política fue reemplazada por la noción religiosa de
obediencia: la pertenencia de los individuos a la familia argentina no dependía
del parentesco sino de la conducta. Aquellos que no se comportaran
“naturalmente” no podrían formar parte de dicha “familia” (Filc, 1997).
Estas concepciones se
anudaron en el mensaje que la dictadura militar se proponía dirigir a la
ciudadanía: el reforzamiento de la institución familiar en su sentido
occidental y cristiano. Siendo la familia la célula básica de la sociedad, allí
se debía formar al “ser argentino” que tuviera los “anticuerpos” para combatir
a los males inoculados por las organizaciones populares. La mujer debía cumplir
un rol esencial siendo la garante en el ámbito privado de ese modelo (Andújar
et al., 2005).
Este mismo constructo
discursivo conservador atravesó, por supuesto, las prácticas represivas
ejercidas por los agentes del Estado en distintos contextos: en la casa durante
los allanamientos, en los centros clandestinos de detención y también en las
cárceles. En cada uno de estos lugares se ejercieron violencias que tomaron, en
muchos casos, formas generizadas y sexuadas. En los centros clandestinos de
detención las mujeres fueron castigadas y torturadas no sólo por su militancia
social o política sino también por haber transgredido las fronteras aceptables
de género y nación según el discurso dictatorial.
Desde nuestra
perspectiva analítica, el género no está dado per se sino que cuenta con una actualización cotidiana, con
mecanismos de reproducción y también con resistencias. Siguiendo a Judith
Butler (2005), entendemos al género como una forma cultural de configurar el
cuerpo, lo cual significa que ni la “anatomía” ni el “sexo” existen por fuera
de un marco cultural. Cuando hablamos de género nos referimos, entonces, a una
construcción que como tal se encuentra en perpetua reforma y disputa. Hay
procesos históricos de sedimentación de normas de género que han producido un
conjunto de estilos corporales y un conjunto de roles a cumplir. Estos cuerpos
con sus estilos y atributos de género aparecen en una relación binaria uno con
el otro: mujer y varón (Aucía, 2011), y esta diferencia entre los géneros
resulta una construcción jerarquizada.
Para Butler “las
normas reguladoras del ‘sexo’ obran de manera performativa para constituir la
materialidad de los cuerpos y, más específicamente, para materializar el sexo
del cuerpo, para materializar la diferencia sexual” (2002: 18). Alejandra
Oberti (2015), en la misma línea, postula claramente: el género “necesita
volver a tomar presencia cada vez para ser. Y será en ese ser a diario que
aparecerán los desplazamientos (…) del imaginario social y cultural de lo que
debe ser una mujer” (p. 222).
Durante el período
que analizamos en el presente trabajo, los modos en los que las mujeres
detenidas fueron tratadas en los centros clandestinos de detención abarcaron
formas variadas de agresión, incluyendo repertorios de violencia sexual como
forma de intensificación de la opresión (Bacci, 2012; Álvarez, 2017).
Como sostiene Analía
Aucía, históricamente los conflictos y contextos represivos han tenido (y
tienen) una impronta masculina: “son decididos por varones para luchar por
intereses que son representados por varones y llevados a cabo fundamentalmente
por varones” (Aucía, 2011: 34). La guerra es una actividad basada en la
diferencia de géneros y, más aún, es una actividad generizada y representativa
de valores masculinos y experiencias atribuidas a los varones. Si bien en
Argentina no hubo una guerra o un conflicto armado sino que hubo terrorismo de
Estado, éste fue ejecutado por el aparato militar y policial que se apoyaba
sobre estas bases ideológicas, y muchas de las categorías de género formaban
parte de la lógica del poder represivo y concentracionario.
Fuera de los centros
clandestinos de detención, los militares hacían uso del poder que les confería
el terrorismo de Estado, de igual manera, llevaron a la práctica distintas
formas de violencia sexual sobre la población en general. En este aspecto nos
centraremos en el presente trabajo. Dado el contexto represivo y las
características del delito, sabemos que es muy difícil acceder a testimonios y
denuncias sobre violencia sexual perpetrada por militares durante la última
dictadura y podemos suponer que la mayoría de las víctimas no habrán realizado
las denuncias. Sin embargo, en el Archivo del Ejército Argentino —desclasificado
en el año 2014 y puesto a consulta de los/as investigadores/as en el Archivo
General de la Nación— podemos encontrar una cantidad considerable de denuncias
de violencia sexual realizadas en los tribunales militares por ciudadanos/as (y
también por militares).
Al indagar en estas
fuentes debemos tener en cuenta que, en general, cuando analizamos los
expedientes judiciales, las conclusiones que podemos sacar no tienen que ver
tanto con el fenómeno de la violación en sí, sino más bien con aquel construido
por el derecho y las prácticas judiciales. “Son la realidad social y las
políticas de control y represión social —mediadas por el imaginario social— las
que funcionan como un filtro que divide las conductas delictivas de las que no
lo son” (Chejter, 1990: 28), por lo que siempre llega a la justicia sólo un
minoritario número de violaciones en relación al total. Si además tenemos en
cuenta el contexto represivo, cuesta imaginarse que mujeres víctimas de
violencia sexual por parte de militares en el contexto de la última dictadura
acudieran a los tribunales militares a denunciar tal delito. No obstante, a
pesar de todos los obstáculos que podemos suponer, hubo denuncias en los
juzgados de instrucción militar e incluso, algunas de éstas llegaron al Consejo
Supremo de las Fuerzas Armadas.
En el presente
trabajo, analizaremos tres casos que nos permitirán ver las limitaciones de
estos espacios para la acción testimonial de las víctimas, así como las
concepciones sobre la violencia sexual y el poder militar que subyacían en las
respuestas que los tribunales daban a las denunciantes.
Estos tres casos fueron
elegidos sobre el conjunto de causas sobre violencia sexual disponibles en el
archivo del ejército por distintos motivos. Por un lado, cada uno de ellos da
cuenta de formas de violencia sexual ejercida por militares en distintos
ámbitos (en un cuartel militar, en una dependencia burocrática de las fuerzas
armadas y en la vía pública) así como también en distintas regiones de la
Argentina; por otra parte, las tres fueron causas extensas en la que
intervinieron distintos agentes judiciales y donde se llamó a indagatoria a una
gran cantidad de integrantes de las fuerzas armadas.
I
El 31 de mayo de 1977, en la ciudad de
Resistencia (Provincia de Chaco), frente a la desaparición de su pareja, una
ciudadana cuya identidad reservaremos, decidió acudir a la casa de su vecino,
Carlos Rodas, dado que éste era sargento primero del ejército y podía llegar a
tener noticias del paradero del mismo. Al no encontrarlo, la empleada doméstica
le recomendó que lo buscara en el distrito militar Chaco, un cuartel cercano en
el que Rodas se desempeñaba.
Dos días más tarde,
el 2 de junio de 1977 esta ciudadana “de 24 años de edad, de estado civil
soltera, de nacionalidad argentina”, inició una denuncia por violación en el
tribunal de instrucción militar de la Séptima Brigada de Infantería. Allí
declaró lo siguiente:
Que
el día martes 31 de mayo [de ese año] se apersonó a la casa el sargento primero
RODAS CARLOS, a fin de interiorizarse sobre la situación de su concubino que se
encuentra detenido sin saber los motivos de su detención[1];
que al no encontrarse el sargento primero Rodas en su domicilio y por
indicación de la empleada de la familia, le informó que Rodas se encontraba en
el cuartel.
Al concurrir al mismo, por la puerta de acceso del distrito
militar Chaco, fue atendido por un soldado de guardia, a quien le manifestó su
deseo de hablar con el sargento primero Rodas, a lo que el soldado llamó a un
señor, que la declarante escuchó que era cabo primero y quien la hizo pasar a
una de las galerías que se encuentran dentro del edificio, cerrando las puertas
de la misma y diciéndole que esperara que iban a buscar a Rodas.
Que la dicente se percató que en la galería mencionada se
encontraba un colchón tirado en el suelo. Que a los pocos minutos de haber sido
dejada en ese lugar por el cabo primero, éste regresó y le dijo que Rodas ya
venía y que mientras durara la espera el mencionado le manifestó que se
acostara con él, a lo que la declarante en forma rotunda le ha negado hacer tal
cosa (sic), y sin mediar ninguna otra palabra el cabo 1ro la tiró sobre el
colchón y le dijo “que se sacara toda la ropa o la iba a dejar toda la noche
encerrada”.
Que el mencionado suboficial se encontraba sin los
pantalones, solamente le cubría la camisa. Que la dicente ante el temor de las
amenazas de que fuera objeto y que le rompieran toda la ropa, se sacó los
pantalones que en ese momento tenía puestos y fue violada por el mencionado
(…).
Que el hecho se produjo a las 19hrs y 10 minutos, que fue
violada por 7 soldados más, y que la declarante puede reconocer a los que la
violaron (…)
Que la soltaron aproximadamente a las 21,30hrs y la
declarante le manifestó “que se iba a quejar con el teniente coronel del
distrito” a lo que el cabo le contestó “que se quejara nomás, que a ellos no
les iban a hacer nada, porque siempre hacen lo mismo”.
Que la hizo acompañar hasta su domicilio, por un soldado que
se encontraba de civil y que la llevó en un coche marca Ford Falcon que al
parecer era de color rojo con unas rayas de color negras (CONSUFA, Sum. 86978,
1977, folios 11-12).
Al día siguiente de iniciar su denuncia
la declarante tuvo que asistir a un reconocimiento. Entre militares y civiles
(algunos de ellos en funciones el día del delito y otros no) reconoció
fácilmente a los 8 agresores. Como su reconocimiento coincidía con las personas
que ese día se encontraban en el cuartel, los acusados fueron llamados a
declarar. En un primer momento todos negaron el hecho por completo; luego, sus
declaraciones fueron variando.
El mismo día que la
denunciante reconoció a los agresores, la justicia indicó que se le hiciera a
la misma una revisación médica general (que incluía estudios ginecológicos y
psiquiátricos). Domingo Félix Ursi, el médico que la revisó, señaló:
La
causante presenta sus órganos genitales externos en estado normal, y no
presenta signos de rotura himeneal reciente ya que por propia confesión
verbal de la causante, había mantenido relaciones sexuales desde tiempo
atrás con su novio. Tampoco se observan otros signos de violencias en otras regiones
cercanas o lejanas a su zona genital lo que podría hacer presumir violencias
físicas por parte de los imputados y/o defensa de la presunta víctima
(CONSUFA, Sum. 86978, 1977, folio 32, los destacados me pertenecen).
Llama la atención que el médico afirme
que “por propia confesión verbal de la causante, había mantenido relaciones
desde tiempo atrás”, como si se tratara de un delito o de un pecado digno de
confesión. Por otra parte, el examen ginecológico al que la denunciante fue
sometida sólo determinaba si tenía rotura himeneal reciente o no, lo que no
permitía establecer si había sido víctima de violación.
Por
lo tanto, tres días después de haber sido violada por ocho personas, luego de
declarar la violación, de reconstruir el hecho, de enfrentarse a sus
victimarios para el reconocimiento con todas las consecuencias retraumatizantes
que todo ello puede acarrear, la denunciante fue sometida a una exhaustiva
revisación de sus órganos sexuales para llegar a una conclusión tan obvia como
inconducente: que no era virgen.
Luego
de que empezaran a aflorar las contradicciones entre los militares acusados, el
juzgado de instrucción militar elevó el caso al Consejo Supremo de las Fuerzas
Armadas (CONSUFA) por lo que la denunciante debió viajar a la ciudad de
Corrientes el 1 de agosto del mismo año para ratificar su denuncia.
Como solía ocurrir en
estos expedientes, el nuevo empezaba con una descripción de la denunciante:
“siendo las 9,50hs compareció la testigo (…), de 24 años de edad, estado civil
soltera, de profesión quehaceres domésticos, de estudios primarios incompletos”
(CONSUFA, Sum. 86978, 1977, folio 121). Esta caracterización, ciertamente
peyorativa, resulta significativa ya que fue retomada en la sentencia.
Dos
de los acusados, contradiciéndose con su declaración inicial que consistía
básicamente en negar todo conocimiento de la víctima, sostuvieron que:
Con
posterioridad al día de la acusación formulada por la señorita, surgieron
comentarios entre los soldados de la guarnición por los que pudieron enterarse
que la señorita antes mencionada concurría con frecuencia al cuartel,
especialmente a las guardias, probablemente en busca de relaciones con soldados
o suboficiales (CONSUFA, Sum. 86978, 1977, folio 125).
El objetivo es claro: culpabilizar a la
víctima. Luego de una serie de declaraciones, el juez de instrucción encontró
una supuesta contradicción: la denunciante había dicho que un militar (que no
estaba entre sus violadores) la había llevado a su casa en “un coche marca Ford
Falcon que al parecer era de color rojo con unas rayas de color negras”
(CONSUFA, Sum. 86978, 1977, folio 123). Pero el dueño del Ford Falcon esa noche
había ingresado más tarde y su auto, en lugar de ser rojo con líneas negras,
era anaranjado con líneas negras.
La víctima había
señalado al conductor en el reconocimiento. La persona en cuestión podía haber
fichado tarde intencionalmente o podía haberlo hecho luego de llevar a la
víctima a su casa. Por otra parte, resulta imaginable que la víctima no
recordara con exactitud el color de un auto que vio de noche luego de haber
sido violada por 8 personas. Lo cierto es que recordó el modelo de auto, las
líneas negras y confundió dos colores similares. Sin embargo, el juez de
instrucción no tuvo en cuenta ninguna de estas consideraciones. Evaluó que esos
argumentos bastaban para concluir que había contradicciones en la denuncia
realizada, agregando:
18. Que los
antecedentes morales de la señorita son de muy bajo nivel por las siguientes
razones:
a. Vivir
en concubinato con otra persona antes de juntarse con su concubino y del cual
tuvo dos hijos;
b. Actualmente
ya está separada de quien era su concubino y viviendo con otro hombre.
19. Por lo expuesto
soy de la opinión de que no ha habido violación de la señorita por parte del
personal del DM Chaco (CONSUFA, Sum. 86978, 1977, folio 131; los destacados me
pertenecen).
Si el mensaje de que no iban a condenar
militares por el delito de violación no resultaba claro, el juez propuso
procesar a la denunciante por falso testimonio y sobreseer a los soldados
acusados. Finalmente, luego de unos años la causa por falso testimonio prescribió.
II
El 15 de agosto de 1979 dos menores de
edad iniciaron una denuncia por violación en la justicia militar contra un
cabo, tres conscriptos y tres civiles que trabajaban en el edificio Cóndor[2]
de la Fuerza Aérea en la ciudad de Buenos Aires. En el inicio del sumario se
estableció que las causas del mismo son:
Prestando
servicio de armas, ingerir bebidas alcohólicas, permitir el acceso al edificio
de personal femenino e intentar con el mismo realizar hechos reñidos con la
moral y las buenas costumbres.
Pretender
intimidar a civiles en la vía pública exibiendo (sic) el armamento
reglamentario (Sumario 4590 FAA, paq. 22, folio 2).
Pero al leer los expedientes nos
encontramos con que la situación denunciada resulta ser menos edulcorada de lo
que anuncia el sumario. Uno de los primeros testimonios que encontramos es el
del conscripto Jorge Alfredo Rodríguez. El inculpado, al igual que los otros
dos conscriptos, declaró lo siguiente:
1)
Dos señoritas llegaron a la guardia a visitar al soldado Buonasorte
aproximadamente a las 19 horas (…).
4)
A las 20 horas en el departamento de servicios aéreos comerciales, la gente de
comunicaciones ofrece proyectar películas pornográficas a cambio de que la
guardia pague una picada.
7)
A las 21,45 llegan nuevamente las señoritas anteriormente citadas (…).
13)
A esa hora el cabo González y una persona de comunicaciones las llevan al
octavo piso, al vestuario de suboficiales, donde hay una cama. Las señoritas se
niegan y bajan nuevamente a la guardia.
14)
El soldado Rodríguez, el conductor Becerra, el cabo González y una persona de
comunicaciones de nombre “Alberto” se ponen de acuerdo para “apurarlas”.
15)
El cabo González planifica una “ronda” por el edificio, para facilitar la
separación de las parejas, para que se sientan solos. Una va a reservas. (…).
17)
Cero horas cuarenta y cinco minutos: el cabo González completamente borracho,
junto con “Alberto” y Becerra planifican violarlas, donde dos personas las
sujetarían y otras dos las violarían. Luego cambiarían de puesto.
18)
El cabo González, Becerra, “Alberto” y el soldado Rodríguez, se quitan los
calzados y bajan al subsuelo, con el objetivo de, si los soldados Guzmán y
Buonasorte no lograron su cometido, proceder a violarlas.
19)
Una y diez horas: escuchan que no ocurre nada, el cabo ordena entrar. El cabo
González, Becerra y “Alberto” lo sacan a Buonasorte y desnudan a una que se
resiste. Luego lo sacan a Guzmán y proceden de la misma forma con la otra.
Tiran
a la primera a una cama y tratan de violarla. Ambas se resisten pero “Alberto”,
en colaboración con el resto, viola a una y luego hace lo mismo Becerra. Luego
el cabo González presiona a la otra y consuma el hecho de la violación.
20)
Tres horas: el cabo González las hace subir a la guardia, las insulta y las
hace acompañar con el soldado Buonasorte. Al personal de tropa los intima a que
se olviden de lo ocurrido, que digan que no conocen a las mujeres si pasa algo
y que se olviden también de los disparos (…) (Sumario 4590 FAA, paq. 22, folios
7-8).
A diferencia de lo que veíamos en el caso anterior, esta
declaración resulta muy clara. No son sólo las jóvenes las que denunciaron la
violación sino que algunos conscriptos ratificaron su versión de los hechos.
Sin embargo, de inmediato empezaron las contradicciones entre los imputados y
fundamentalmente —como habíamos visto en el primer caso— la culpabilización de
las víctimas. Entre las declaraciones culpabilizantes se destaca la del Cabo
Jorge Manuel González quien declaró:
9)
En principio las chicas estuvieron con los soldados “franeleando”.
10) Luego quisieron
conocer el edificio, estuvieron en reservas, de allí junto con Roldán estuvimos
en el octavo piso pero no las apretamos (…).
12) Ellos se fueron y
quedaron una con Roldán y otra conmigo, pero no me la pude garchar. Yo la
apreté pero no quiso Lola
13) De cualquier
manera yo no lo iba (sic) a hacer por la fuerza (Sumario 4590 FAA, paq. 22,
folio 35, los destacados me pertenecen).
Más allá de las leves diferencias entre
los testimonios de los imputados, la mayoría de ellos intentó culpabilizar a
las víctimas alegando que ellas llamaban por teléfono para provocar, que habían
ido al edificio a “apretar” con dos conscriptos y otros argumentos similares.
Cabe destacar también, que en el momento del hecho, las jóvenes denunciantes
tenían 14 años, hecho que sólo parece importar en la sentencia para beneficio
de los acusados.
También cabe destacar
la tranquilidad con la que los acusados declaraban haber violado o haber
querido violar a jóvenes de 14 años. González señalaba: “ellos se fueron y
quedaron una con Roldán y otra conmigo, pero no me la pude garchar. Yo la
apreté pero no quiso Lola”. Evidentemente no sentía ningún riesgo en declarar
haber cometido esos delitos.
Igual que en el caso
anterior, las jóvenes fueron sometidas a una serie de revisaciones médicas.
Éstas, según se consignó en el expediente, indicaron que las mismas habían
atravesado una situación traumática pero el médico en cuestión alegó que no
encontraba rotura himeneal. De inmediato el expediente empezó a referirse al
hecho como “tentativa de violación”.
La causa tuvo una
serie de vaivenes. Finalmente el juez de instrucción militar a cargo de la
causa, el Brigadier Enrique Pedro Viola, señaló que la denuncia había sido
efectuada por la madre de una de las dos menores y que, al no ejercer ésta la
patria potestad sobre su hija, la denuncia quedaba sin efecto (Sumario 4590
FAA, paq. 22, folio 181). Así, de la mano con la legislación vigente en la época,[3]
las causas judiciales (tanto la militar como la federal) se detuvieron y
ninguno de los empleados de la fuerza aérea sufrió ningún tipo de condena.
III
El 30 de octubre 1977 en la ciudad de
Rosario, una menor cuya identidad reservaremos denunció en la justicia federal
y también en un juzgado de instrucción militar,[4]
haber sido violada en un descampado al que la llevaron dos militares que
reconoció. Los militares en cuestión eran el cabo de comunicaciones Ricardo
Rodolfo Medina y el cabo músico Oscar Salvador Leguiza del Batallón de
comunicaciones del Comando 121. También indicó en su denuncia que había sido
amenazada por los dos militares con hacerla pasar por “extremista” y matarla si
se resistía a la violación.
La denuncia siguió su
curso en el tribunal militar y los dos soldados fueron llamados a declarar. En
un primer momento el cabo Medina negó completamente el hecho. Por su parte, el
cabo Leguiza declaró que gran parte de la denuncia era cierta: que se habían
cruzado con una pareja, que él se había llevado al joven para revisarlo y luego
liberarlo mientras el cabo Medina se había hecho cargo de la menor,
desconociendo Leguiza, hasta momentos más tarde, cuál había sido el
comportamiento que aquél había adoptado con la misma. Por último agregó que, al
enterarse de lo que había ocurrido, él había hecho “lo mismo sin resistencia de
parte de la menor” (Sumario 86979, EA, folio 22). Es decir que uno de los dos
inculpados, si bien destacó que la iniciativa la había tenido su compañero,
aceptó que ambos habían abusado sexualmente de la menor.
Luego de la
declaración de su compañero, el cabo Medina pidió ampliar su testimonio
alegando que había omitido relatar un hecho que había ocurrido esa noche.
Contradiciendo su propia declaración inicial, narró que vieron pasar a una
pareja y que su compañero se llevó al joven a fin de corroborar sus documentos,
quedándose él a cargo de la menor para interrogarla. Y agregó que:
A
la misma le preguntó cómo se encontraba con un muchacho apenas conocido en un
lugar tan descampado, la misma manifestó que no se dio cuenta y que estaba de
novia y que había mantenido relaciones sexuales con el novio en varias
oportunidades, situación que, de enterarse sus padres, tendría serios
inconvenientes.
Todo
ello lo hizo con el fin de saber cómo era la joven. Luego de ello
decidió acompañarla hasta el lugar que ella le estaba indicando. En el
trayecto, ante una insinuación del deponente en el sentido si tenía alguna
dificultad para mantener relaciones sexuales con él, ésta le manifestó que no
quería y ante su insistencia ella cedió con la condición de que no diga nada a
nadie y que la dejara ir libremente sin otra consecuencia. Luego de
terminada la relación sin haberla forzado le pidió disculpas por su
actitud en un momento de debilidad. Aceptadas las disculpas, a la vez que le
manifestaba que no se hiciera problemas por cuanto ella también así lo había
deseado (Sumario 86979, EA, folio 36, los destacados me pertenecen).
Podemos ver que la idea que subyace es
que si la joven no era virgen accedería a tener relaciones sexuales con
cualquiera y que si no accedía, habría que forzarla. El hincapié puesto en su
no virginidad pareciera indicar que, si ese era el caso, no había habido
violación (algo similar veíamos en el primer caso en el que se destacaba la
“baja moral” de la víctima). La joven se encontraba sola, en un descampado, y
había sido amenazada de muerte si se resistía a la violación. Medina agregó que
“luego de terminada la relación sin haberla forzado, le pidió disculpas” pero
resulta evidente, por lo que se extrae de su propio testimonio, que sí la había
forzado y que ése era el motivo de sus disculpas. Como decíamos en el capítulo
anterior, aunque la violación siempre se explicó apelando a la fuerza física
superior de los hombres, existen formas de violación en las cuales ésta no
interviene. “Si la fuerza física y la violencia no son indispensables, el
núcleo constitutivo de la violación es el poder, al cual remite simbólicamente
la fuerza” (Lagarde, 1997: 68).
Finalmente, a pesar
del evidente falso testimonio del cabo Medina, de que ambos habían declarado
haber abusado sexualmente de la joven y de tratarse de una menor de edad, el
juez resolvió colocar a los acusados en la situación procesal del artículo 316
del código de justicia militar, “por considerarlos incursos prima facie en la
presunta comisión del delito de violación” (Sumario 86979, EA, folio 83). La
situación procesal estipulada por el artículo 316 suponía que los dos soldados
conservaran su libertad y permanecieran en servicio, teniendo obligación de
concurrir a declarar mientras fuera necesario. Para sustanciar el sumario, el
juez requirió notas con antecedentes de los imputados pero éstas nunca fueron
remitidas y el sumario no se sustanció.
Por último, en 1980
Leopoldo Fortunato Galtieri[5]
indicó sobreseer provisionalmente el sumario en favor de los acusados,
sosteniendo que igualmente los acusados no había guardado “la actitud correcta
que corresponde al uso del uniforme, realizando actos reñidos con la moral, con
el agravante de cometerlos estando de servicio, medida que se hace efectiva por
encontrarse prescripta la acción emergente” (Sumario 86979, EA, folio 94). En
1994 fue declarada la prescripción de la causa.
Algunas conclusiones
Los tres casos expuestos constituyen
una muestra representativa de las principales características de las denuncias
de violencia sexual iniciadas en tribunales militares. Si bien, como decíamos
al principio de este texto, no hemos encontrado allí denuncias de ex detenidas
desaparecidas, las que hemos referido se vinculan directamente con las
características del poder concentracionario que, como decíamos, excedía los
límites espaciales de los centros clandestinos de detención. En el primer caso
se trataba de una mujer que, frente a la desaparición de su concubino, se
acercó a un cuartel con el objetivo de averiguar sobre su paradero y acabó
siendo violada por ocho militares bajo la amenaza de permanecer encerrada allí
si se resistía. En el segundo caso, dos menores de edad resultaron secuestradas
por algunas horas y abusadas en un edificio dependiente de la fuerza aérea. El
último caso se trata de una menor que fue víctima de violencia sexual por parte
de militares que abusaron de la autoridad que les daba la coyuntura de la
dictadura, amenazando a la víctima con hacerla pasar por “extremista” y
asesinarla si se resistía a la violación.
El análisis de estos
casos nos permite evaluar la forma en la que respondía la justicia militar (la
única a la que la legislación permitía acudir) frente a las denuncias de
violencia sexual. Lo primero que se observa es la inexistencia de estímulos
para que las mujeres víctimas de violencia sexual iniciaran denuncias. Esto se
debía, por una parte, al contexto de terrorismo de estado y de impunidad
reinante en el país. Pero también se debía a las respuestas que la Justicia le
daba a las denunciantes de este delito específico: al analizar estas fuentes no
encontramos sentencias condenatorias para los violadores ni tampoco medidas
reparatorias para las víctimas.
Asimismo, durante el
proceso judicial las mujeres tuvieron que denunciar lo mismo una gran cantidad
de veces, fueron sometidas a careos y a interrogatorios sobre su historial
sexual, fueron acusadas por los inculpados, y en algunos casos por los
funcionarios judiciales en cuanto a falsedad, sometiéndose a revisaciones
humillantes (siempre las víctimas, nunca los victimarios). Tampoco resultaría
estimulante para realizar la denuncia, la incredulidad con la que solían responder
los funcionarios judiciales. Tanto es así, que en el primer caso la
denunciante, además de todo, fue procesada por falso testimonio. Todo esto nos
permite suponer que una gran cantidad de mujeres pudieron haber sido víctimas
de violencia sexual por parte de militares sin haber podido o querido
denunciarlo.
En todos los casos
vemos una clara culpabilización de las víctimas, aun cuando se tratara de
púberes de 14 años de edad, siempre aparece el argumento de la “provocación”.
Si la mujer se acercó al cuartel, caminaba de noche con un hombre o se acercó a
un edificio militar, entonces es ésta quien parece ser culpable de haber sido
violada. En el primero de los casos citados vemos que este argumento fue
retomado por los funcionarios judiciales que resolvieron no castigar a ninguno
de los 8 violadores por considerar que se trataba de una mujer de “moral baja”,
por haber sido madre soltera y convivir con un hombre sin estar casada,
argumento suficiente para afirmar que ella mentía. En los otros dos casos —seguramente
por tratarse de menores— no encontramos una culpabilización tan flagrante por
parte de la justicia militar pero sí por parte de los acusados. De igual
manera, todas fueron sometidas a interrogatorios sobre su sexualidad.
El proceso judicial terminaba
centrándose entonces, sobre las denunciantes, más que sobre los denunciados:
fueron las víctimas (y no los victimarios) las que se vieron obligadas a dar
cuenta de su vida sexual, así como también las que fueron sometidas a estudios
ginecológicos y revisaciones médicas. Como afirma Silvia Chejter, observamos
que:
El
fantasma de la falsa denuncia planea continuamente y en primer lugar, como si
el predador fuera la víctima tendiendo sus redes y no el agresor.
Y la demora en denunciar confirma, con la falta de
espontaneidad, el cálculo de la víctima, la presencia de algún factor ajeno al
hecho mismo de la violación que interviene con posterioridad a él. Toda
denuncia es sospechosa dados los riesgos que corre la víctima: estar en boca de
todos, someterse a trámites y peritajes humillantes; lo que hace suponer
grandes beneficios o sed de venganza por motivos desconocidos (Chejter, 1990:
109).
Podemos suponer, en consonancia con lo
planteado por Silvia Chejter,[6]
que la denuncia de violencia sexual suele desvirtuar la imagen de mujer pasiva
y consintiente, provocando inmediata suspicacia. Esta suspicacia resulta
siempre decisiva para la conformación del cuerpo del delito y para convertir a
la víctima en el principal sujeto a investigar. Esta inversión gira en torno a
las ideas de consentimiento y resistencia, las costumbres de la víctima, sus
precauciones para evitar el hecho, sus reacciones durante y después del hecho.
En los tres casos
analizados, los acusados se rectificaron sustancialmente, sin que esto sirviera
para inculparlos. En cambio, la más mínima duda o contradicción de las
denunciantes, sirvió para desacreditar sus testimonios (como podemos ver en el
primer caso en relación al color del auto). Esta asimetría pone en inferioridad
los relatos de las demandantes.
Tanto los hechos
denunciados, como las desinhibidas declaraciones de los imputados y la
respuesta que dio la justicia militar, denotan la concepción sobre el cuerpo de
la mujer que había, al menos en el período que analizamos, en las fuerzas
armadas. Esta concepción del cuerpo de la mujer y del consentimiento, junto con
la impunidad, refuerzan la cultura de violación: nada parecía impedir que los
militares dispusieran a su antojo de los cuerpos de las mujeres (aun cuando
fueran menores) ya que, a lo sumo, se tendrían que enfrentar a un proceso
judicial del que, de una u otra manera, saldrían ilesos.
Durante la última
dictadura militar, el poder concentracionario y sus formas de violencia
trascendieron los límites espaciales del centro clandestino: las fuerzas
armadas y de seguridad replicaron sus métodos represivos fuera de los centros
clandestinos y lo podían hacer por el poder que les otorgaba el centro
clandestino mismo. “Campo de concentración y sociedad se pertenecen, son
inexplicables uno sin el otro. Se reflejan y se reproducen” (Calveiro, 1998: 159).
Así, lo que ocurría en los centros clandestinos de detención no se daba
aisladamente sino que tenía que ver con esa forma de entender la violación, la
responsabilidad, el rol de la mujer y el cuerpo femenino que se trasluce en los
casos aquí analizados (en las violaciones mismas y también en los procesos
judiciales).
Tanto en relación con
la repetición de los casos como con los mecanismos para desalentar las
denuncias, se pone en evidencia el modo en que la violencia sexual estaba
presente más allá del contexto del centro clandestino de detención. Pero
además, cómo la discriminación y los mitos machistas que impregnaban e
impregnan la justicia, hicieron que las denuncias no encontraran allí un marco
de audibilidad.
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[1] Si bien
en este pasaje el concubino era presentado como “detenido”, de la lectura del
resto del expediente podemos deducir que se encontraba desaparecido, dado que
la denunciante afirma no conocer su paradero. Por ese motivo acude en primera
instancia a un militar y no a la policía. La fuente no es clara respecto a la
situación de él, como es esperable de un documento producido por las fuerzas
armadas en el contexto del terrorismo de Estado.
[2]
El Edificio Cóndor es la sede de la Fuerza Aérea Argentina. Se encuentra en el
barrio de retiro, en el centro de la ciudad de Buenos Aires.
[3] La
patria potestad es una institución jurídica adoptada por algunos países con
diversos alcances, para regular las relaciones entre los padres y sus hijos no
emancipados. Ésta, heredada del derecho romano, establecía el poder exclusivo
del pater familias sobre los hijos,
integrándose con el poder que el pater
familias también ejercía sobre su esposa y sus esclavos. Algunos países
europeos adoptaron el sistema de patria potestad para regular las relaciones
entre padres y madres, por un lado, e hijos e hijas por el otro. La patria
potestad romana fue impuesta por el Imperio Español en sus colonias, de donde
pasó a los sistemas jurídicos de los países que se independizaron a partir del
siglo xix. En Argentina recién se
estableció por primera vez la patria potestad compartida en la Constitución de
1949, quedando sin efecto luego del golpe de Estado de 1955. La patria potestad
siguió estando en manos del padre hasta 1985, cuando se estableció por ley el
ejercicio conjunto de la patria potestad sobre los/as hijos/as menores
(Giordano, 2014).
[4] A los
pocos días, y a pedido de la justicia militar, la justicia federal se declaró
incompetente y remitió las pocas pruebas que había recopilado.
[5] Leopoldo
Fortunato Galtieri fue uno de los comandantes en jefe de la dictadura militar,
presidente de la misma entre 1981 y 1982. Junto con los demás líderes de la
dictadura militar fue juzgado, por los crímenes cometidos durante dictadura.
Fue procesado y detenido por causas sobre terrorismo de Estado cuando fue jefe
del IIº cuerpo de Ejército y, por otra parte, se lo enjuició por la guerra de
Malvinas encontrándolo culpable en sede militar: se le encontró culpable de
negligencia y otras faltas como responsable de la guerra de Malvinas en mayo de
1986, por lo que fue sentenciado a prisión y degradado. Una corte de apelación
en fuero "civil" refrendó el fallo en 1988, perdiendo el grado
militar. Cumplió cinco años de prisión hasta ser indultado y restituido su
grado militar por el entonces presidente Carlos Menem en 1990. En marzo de 1997
el Juzgado N°5 de la Audiencia Nacional española decretó la orden de prisión
provisional incondicional por los delitos de asesinato, desaparición forzosa y
genocidio, en contra de Galtieri; cursando una orden de captura internacional y
una solicitud de extradición. En la resolución se señala, además, que no había
sido juzgado con anterioridad por dichos crímenes. En julio de 2002 fue sujeto
a arresto domiciliario como prisión preventiva por la reapertura de las causas
sobre la desaparición de menores y otros crímenes de lesa humanidad durante el
período de su servicio al frente del Segundo Cuerpo de Ejército. Su deteriorada
salud, a causa de su alcoholismo crónico, y avanzada edad le permitieron seguir
en su domicilio hasta que fue internado a fines de 2002. Murió el 12 de enero
de 2003.
[6] En el
texto citado Silvia Chejter no analiza específicamente expedientes de
tribunales militares, ni se dedica exclusivamente al período que aquí
analizamos. Sin embargo, muchas de las líneas de análisis que plantea para
analizar los expedientes judiciales sobre distintos casos de violación a lo
largo de la historia argentina, se ven —aún con mayor crudeza— en los
expedientes que aquí analizamos.