LA MIRADA DE MEDUSA. ARTE, GÉNERO Y PODER EN EL ECUADOR DE LOS AÑOS 90
MEDUSA’S GAZE. ART, GENDER AND POWER IN 90’s ECUADOR
Christian León Mantilla[1]
Resumen
Durante
la década del 90 del siglo xx se
produce un abrupto cambio en el campo del arte en Ecuador que permitió la
incorporación de las mujeres en todas las esferas de la producción,
circulación, legitimización y puesta en valor del arte. En el contexto del
tránsito del modernismo y la contemporaneidad, se caracteriza este momento por
la emergencia de nuevas subjetividades y lenguajes en la escena del arte
contemporáneo. De un lado, surge el artista como un sujeto plural y sexuado, lo
cual es patente en la presencia de nuevos lugares de enunciación construidos
por mujeres y minorías sexuales que desafían la cultura patriarcal que había
primado en la pintura y la escultura modernista. Del otro lado, se produce una
pluralización de los lenguajes a partir de la introducción de la
instalación, el assemblage,
el performance, la fotografía,
el vídeo y la intervención urbana que nutren las estrategias del arte
contemporáneo para trabajar la diferencia sexual. El texto plantea la necesidad
de retomar las perspectivas sexo-genéricas y las teorías feministas para releer
las prácticas artísticas femeninas que desde otros paradigmas terminan
invisibilizados. De
ahí que recurre a figuras como las de “Medusa” (Cixous)
o nociones como las de “mirada matricial” (Pollock) o
“misterismo” (Irigaray) que
tienen la capacidad de reabrir el campo de significación de la diferencia
sexual en el arte contemporáneo y revelan el poder de cuestionamiento que el
arte de mujeres tiene hasta la actualidad. A partir de estos enfoques, se reconoce
el poder cuestionador que tuvieron las prácticas contemporáneas realizadas por
artistas mujeres para cuestionar los valores patriarcales presentes en la
pintura moderna y la sociedad ecuatoriana.
Palabras clave: arte, contemporaneidad, género, feminismo, Ecuador.
Abstract
During the 90s of the twentieth century there was an
abrupt change in the field of art in Ecuador that allowed an incorporation of
women in all spheres of production, circulation, legitimization and enhancement
of art. In the context of the transit of modernism and contemporaneity, this
moment is characterized by the emergence of new subjectivities and languages
in the emergent context of the contemporary art scene. On the one hand, the
artist emerges as a plural and sexed subject, which is evident in the presence
of new places of enunciation constructed by women and sexual minorities that
challenge the patriarchal culture that had prevailed in modernist painting and
sculpture. On the other hand, there is a pluralization of languages from the
introduction of installation, assemblage, performance, photography, video and
urban intervention that nourish the strategies of contemporary art to work on
sexual difference. The text raises the need to revisit the sex-generic
perspectives and feminist theories to re-read the feminine artistic practices
that from other paradigms end up invisible. That is why he resorts to figures
such as "Medusa" (Cixous) or notions such
as "matrix gaze" (Pollock) or "misterismo"
(Irigaray) that have the ability to reopen the field
of meaning of sexual difference in the contemporary art and reveal the power of
questioning that women's art has to date. Based on these approaches, he
recognizes the questioning power of contemporary practices carried out by women
artists to question the patriarchal values present in modern painting and
Ecuadorian society.
Keywords: art, contemporaneity, gender, feminism, Ecuador.
Recepción: 1 de marzo de 2018/Aceptación: 28 de junio de 2018
La
mirada femenina
Según
la mitología griega, la joven Medusa tiene una relación sexual con Poseidón, Dios
del mar, este hecho desata la ira de la diosa Atenea, quien maldice y castiga a
Medusa transformando sus cabellos en serpientes. Desde entonces, Medusa deviene
en un monstruo capaz de convertir en piedra a quien la mire (García Gual, 2003,
p. 235). A lo largo de la historia este mito ha generado múltiples interpretaciones
que asocian la feminidad a una figura monstruosa que debe ser destruida por el
héroe masculino. Recientemente algunas pensadoras contemporáneas han planteado
que Medusa representaba el poder y la sabiduría femenina que reinaban antes de
la instauración del patriarcado. Ha sido la interpretación masculina
predominante, la que ha signado el reinado de lo femenino como una experiencia
de horror y monstruosidad. Para Heléenle Cixous, las
mujeres han sido inmovilizadas por el mito de Medusa que hace de ellas una
metáfora del abismo y la muerte. Frente a esta lectura falocéntrica
es necesario confrontar el mito y recuperar la capacidad de creación femenina a
través de la escritura, la voz y el cuerpo (1995,
p. 54).
El mito de Medusa alude a la violencia como forma de
controlar el poder de las mujeres, conjuga la belleza y el horror que
representa la mujer para la conciencia masculina, es una metáfora que habla del
empoderamiento femenino y el miedo que este causa en el varón. Expresa la
violencia y el sometimiento, al mismo tiempo la creatividad y el poder
femenino. La mirada de Medusa delata la presencia de una subjetividad otra,
festiva y poderosa, capaz de horrorizar y desarmar al mundo masculino. “Medusa
representa la mujer libre, la mujer no sometida, la mujer pre-patriarcal” (Hernández, 2012, p. 14).
Cuando trato de pensar las metáforas para referirme al
arte de mujeres realizado en Ecuador en los años 90, inmediatamente viene a mi
cabeza la figura de Medusa. La historia del arte ecuatoriano fundamentalmente
estuvo narrada por críticos, historiadores hombres que construyeron un relato
que visibilizó el genio masculino e invisibilizó los
procesos creativos femeninos. Recordemos que como nos los enseñó Grisela Pollock, la creación
artística tradicionalmente estuvo reservada al genio masculino y la historia
convencional del arte no fue sino el relato patriarcal de los grandes maestros
y sus detractores vanguardistas (2013, p. 118).
Esta forma de concebir la creación y la historia del
arte invisibilizó el trabajo de las mujeres artistas
y dejó sin relato a las prácticas realizadas desde la diferencia sexual. El
relato patriarcal fue sin duda predominante en el arte ecuatoriano desde la
colonia hasta finales del siglo xx,
solo en los noventa tuvo una inflexión, no libre de contradicciones y
denegaciones. De ahí que a lo largo del siglo xx conocemos poco sobre la obra de artistas
como Alba Calderón de Gil, Araceli Gilbert o Germania Paz y Miño de Breilh, aun cuando tuvieron
una prolífica obra
(Cano, 2014, p. 11). Estas mujeres tuvieron
una visibilidad condicionada en el campo del arte, estuvieron siempre en un
segundo plano, opacadas por la figura pública de intelectuales y artistas que a
su vez eran sus esposos. Como lo advirtió tempranamente Linda Nochlin, al preguntarse “¿Por qué no existen grandes
mujeres artistas?, existen condicionamientos históricos, sociales e
institucionales que han impedido que las mujeres puedan acceder al estatus de
grandes creadoras” (Nochlin, 2008, p. 289).
En Ecuador, a partir de los años noventa, esta
situación cambió drásticamente con la presencia de un conjunto de artistas mujeres
que devolvieron la mirada al sujeto masculino deconstruyendo
los mitos patriarcales. Una pléyade de artistas que hacen pintura, grabado,
escultura, instalación, fotografía y vídeo desde una perspectiva contemporánea
con el modernismo y abordan abiertamente aspectos de género y sexualidad
femenina. Al realizar estos abordajes artísticos de forma autónoma encarnan la
mirada de Medusa, aquella perspectiva que aterroriza y petrifica al régimen
patriarcal para abrir un nuevo universo sensible que permanecía irrepresentado en el arte ecuatoriano. El conjunto de obras
y artistas que emergen en los años noventa hablan de un nuevo empoderamiento de
la mujer en el campo de la cultura, remueven los mitos del orden falocéntrico en el arte y generan nuevas aporías en donde
lo femenino ha dejado de ser el dócil, imaginario hecho a la medida del deseo
masculino.
Arte y diferencia sexual en
los años 90
La década
de los 90 es una época de cambio y transformación en el campo de la economía,
la política y la cultura, es un momento de transición e incertidumbre ya que el
orden establecido del Ecuador moderno se cierra para dar paso a la
contemporaneidad. De ahí que esta década pueda ser considerada como una bisagra
entre el nacionalismo y la globalización, el estatismo y el neoliberalismo, la
modernidad y la contemporaneidad. Los años 90 constituyen el colofón de una
serie de procesos del siglo xx que
anuncian las transformaciones y cambios que se vislumbrarán con claridad en el
nuevo siglo. Cómo lo apuntan Kingman y Cevallos, la
década está marcada por cinco grandes cambios: 1) el neoliberalismo 2) la
crisis económica 3) la caída del Muro de Berlín 4) la emergencia de nuevos
movimientos sociales y 5) la ausencia de políticas y crisis de las
instituciones culturales (2016).
En este contexto de transformación e incertidumbre, se produjo una grave
crisis en el campo del arte que finalmente desembocó a mediados de la década en
la emergencia de nuevos actores y prácticas. Los años 90 representan en el
campo del arte un saludable relevo generacional que va a permitir el tránsito del
modernismo a la contemporaneidad que dialoga con la consolidación del arte
contemporáneo que se está produciendo en América Latina. En este momento, se
plantea la crisis del campo artístico hegemonizado, hasta ese entonces, por los
pintores indigenistas, neofigurativos y expresionistas que se beneficiaron del
boom petrolero y un mercado del arte inflacionario. Es en ese contexto que
surge un conjunto de prácticas que Lupe Álvarez denominó como "arte
nuevo", la novedad de estas prácticas artísticas de mediados de los 90
está relacionada con "una visión estratégica instruida del acto
creativo" de alta capacidad de inserción en el contexto que es capaz de
criticar las retóricas esencialistas para hacer un comentario mordaz sobre la
realidad (Álvarez, 2001, p. 411). Sin
embargo, la noción de arte nuevo planteado por Álvarez dejaba intacto uno de
los esencialismos más arraigados del modernismo ecuatoriano, el del genio
creador masculino y, al mismo tiempo dejaba sin relato a un conjunto de
prácticas artísticas que encaraban de forma crítica las disputas de género.
La artista como sujeto sexuado
En
los años noventa, el assemblage, la instalación, el performance, la fotografía y el vídeo se
transformaron en recursos fundamentales que permitieron cuestionar la hegemonía
de la pintura y la escultura, de la misma manera, impulsaron un dialogo con los
lenguajes contemporáneos del arte latinoamericano, norteamericano y europeo. Al
mismo tiempo estas técnicas fueron usadas como una herramienta capaz de
registrar las complejas posiciones del deseo, el cuerpo y la sexualidad
inscrita en marcos políticos, culturales y sociales. Estas herramientas se
convierten en un finísimo pincel capaz de expresar una serie de dimensiones
sociales y subjetivas, que adquiere el cuerpo sexuado en oposición a la figura
trascendental del genio creador, que como sabemos, siempre es masculina y heteroposicionada. De igual modo, mencionamos a artistas
que han trabajado temas relacionados con la feminidad, como Jenny
Jaramillo, Ana Fernández, Larissa Marangoni, Diana
Valarezo, Judith Gutiérrez, María Pérez, Pamela Hurtado, Clara Hidalgo, María
Salazar, Sara Roitman. Junto a ellas cabe destacar a artistas que han
abordado el tema de diversidades sexuales como Santiago Reyes,
Marco Alvarado, Óscar Villegas, Sara Roitman y Verónica León.
De forma lenta y silenciosa, la introducción de prácticas
contemporáneas en el campo artístico ecuatoriano, permitió la ampliación de
fronteras y el cuestionamiento de los límites de la representación artística.
Como sucede en otros contextos, el arte contemporáneo ha sido un escenario para
la crítica de la opresión y la marginación contra las mujeres, la afirmación
política de lo personal, la reflexión sobre la historia cultural de las
mujeres, y la introducción del propio cuerpo sexuado del artista como materia
significante, y disparador político de la práctica artística (Reckitt y Phelan, 2005).
Desde nuestro punto de vista la nueva relación entre
arte y género que se rearticula en los años noventa
tiene cinco rasgos que la caracterizan: a) feminización del campo artístico. b)
introducción en el campo artístico de cuerpo sexuado c) el uso de lenguajes y
estrategias contemporáneas d) deslegitimación de posturas militantes e) paralelismo
con los movimientos sociales basados en derechos sexuales.
a) Feminización del
campo artístico
La década del noventa es un momento de eclosión de la expresión femenina
en el campo de las artes. Como en ningún otro momento de entonces se configura
en cantidad y calidad, una presencia femenina en todas las instancias de
producción de valor del fenómeno artístico. En una reciente investigación,
sobre el rol de las mujeres en la escena del arte contemporáneo en Ecuador,
Arianni Batista sostiene: “A partir de la década del noventa se produce un agenciamiento
femenino de varios de los espacios del circuito de producción y circulación de
las artes visuales, tradicionalmente reservados a los hombres” (2013, p. 12). Por un
lado, tenemos la emergencia de una generación de artistas mujeres que entran a
disputar y pluralizar un escenario que anteriormente había sido
tradicionalmente masculino. Por otro lado, se produce una inédita feminización
de la gestión cultural en el campo del arte, como había sucedido en otras áreas
como lo ha planteado Paola de la Vega (2016, p. 137).
Para Batista este nuevo agenciamiento femenino en el circuito de
producción artístico es patente en el incremento de mujeres en las carreras de
artes, especialmente en la Universidad Central donde por primera vez existen
más mujeres que hombres; en el incremento de mujeres que exponen en galerías
como La Galería y Madeleine Hollaender, al igual que en el
aumento de reseñas y notas críticas sobre artistas mujeres en revistas como
Diners y El Buho. Es en este contexto que aparecen artistas mujeres que
empiezan a trabajar temáticas de género y sexualidad en clave contemporánea,
como se apunto anteriormente. Del lado de los circuitos de circulación y puesta
en valor, destaca la presencia de importantes galeristas como Betty Wappenstein, Madeleine Hollaender
y Marcela García; así como un conjunto de críticas e historiadoras que
legitimaron las prácticas contemporáneas: Lupe Álvarez, Alexandra Kennedy,
Trinidad Pérez, Mónica Berbecí, Inés Flores, Milagros Aguirre, María Fernanda
Cartagena y María del Carmen Carrión.
Al reflexionar sobre las posibilidades de transformación de las mujeres
a través de los dispositivos visuales, Annette Kuhn sostuvo que “El texto no es
sino un elemento más de una serie de relaciones sociales de producción
cultural” (1991, p. 28). Siguiendo esta idea de Kuhn podemos entender a la década del noventa
como un umbral en el cual el discurso artístico se transforma radicalmente como
efecto de profundos cambios en la estructuras de producción cultural y social,
generando una nueva forma de distribución y significación de aspectos
relacionados con el género y la sexualidad. En este sentido, los años noventa
marcan una profunda reconfiguración, silenciosa e invisible, de los discursos y
las estructuras culturales que permiten una nueva relación entre arte y género
en el contexto de la disputa entre modernidad y contemporaneidad.
b) El cuerpo sexuado en el campo artístico
Una de las características del arte realizado por
mujeres en los años 90, es la prerrogativa de dar cuenta de la experiencia
vivida más allá de las formas de objetivación del cuerpo femenino, las
cuales prevalecieron a lo largo de la historia del arte
ecuatoriano. Frente a las imágenes construidas desde la mirada masculina que
subordinaban a las mujeres al rol sumiso de objetos del deseo, musas y mujeres
fatales, las artistas de los años 90 reivindicaron una subjetividad autónoma. De
la mirada patriarcal prodominante en la pintura indigenista, neofigurativa y
expresionista pasamos a lo que Griselda Pollock denomino como “mirada
matrizial”. Este tipo de mirada nos remite a un conjunto de fantasias relacionadas
con el misterio del cuerpo materno en donde aún no han operado las separaciones
entre sujeto/objeto, mente/cuerpo, cultura/naturaleza, la mirada/lo mirado,
propias del falocentrismo (Pollock, 2000, p. 337). Como
ninguna otra época en la historia del arte ecuatoriano surgen un repertorio de
imaginarios y discursos que exploran, cuestionan y deconstruyen los lugares
comunes y los estereotipos con los que tradicionalmente representó a las
mujeres como cuerpo, objeto y natuleza dispuesta para la mirada masculina.
Esta crítica se va a dar por dos caminos: de un lado,
a través de la incorporación de la experiencia personal encarnada en el cuerpo,
del otro lado, a través de la reivindicación de una serie de características
subalternas con las cuales se signó a la
mujer. A través de una serie de complejas estrategias artísticas se alude a la
experiencia biográfica del cuerpo sexuado que oscila entre la identificación
con vivencias propiamente femeninas y el rechazo a las formas de violencia
patriarcal. Dentro de las luchas de las artistas mujeres, el trabajo sobre su
propio cuerpo constituyó una forma de “socavar las connotaciones de pasividad y
contemplación de la desnudez femenina” (Heartney, 2008,
p. 218).
Las experiencias subjetivas y las significaciones socio-culturales
vividas a través del cuerpo se transforman en un tema central, a tomo con la
consigna feminista de que lo personal es político. Parafreseando a Barbara
Kruger, en una de sus emblemáticas obras de finales de los 80, el cuerpo se
convirtió en un campo de batalla. Los cuadros informalistas
así como los videoperformance de
Jenny Jaramillo trabajan en la deconstrucción y la indecibilidad del cuerpo
sexuado como una política de la diferencia. La elaboración de ficciones
autobiográficas realizada por Larrisas Marangoni y María Pérez pueden ser
interpretadas en esta dirección. Esta introducción del cuerpo sexuado en el
arte de los años 90 va a ser la semilla para un conjunto de prácticas
contemporáneas posteriores que tematizan aspectos sociales y culturales
relacionados a construcciones de clase, género, étnicas y sexuales.
El arte de mujeres de los años 90 es el antecedente del trabajo que en los 2000
realizarán artistas como Valeria Andrade, Karina Aguilera, Saskia Calderón,
Janeth Méndez, entre otras.
Paralelamente se plantea una reivindicación de
espacios y valores, tradicionalmente concebidos como inferiores, los
cuales estaban relacionados a la mujer. Como lo ha
planteado Rosa Olivares: “La esencia de la mujer no radica exclusivamente en el
egocentrismo sexual, sino en la versión de lo extremo, de la periferia” (1998, p. 39). En esta
dirección muchas artistas revindican el valor de lo decorativo, lo artesanal,
lo popular, lo doméstico y lo personal como fuente de una nueva estética asociada
a la feminidad. En este sentido se puede entender el trabajo con referentes de
la cultura popular realizado por Jenny Jaramillo y Ana Fernández, de
igual manera el trabajo con objetos domésticos y juguetes realizados por Pamela
Hurtado. La apropiación crítica de actividades femeninas como la costura, el
tejido, la cocina y la elaboración de objetos decorativos es una estrategia de
reivindicación de las prácticas tradicionalmente subalternas. Esta tradición va
a ser continuado en el nuevo siglo por artistas como Magdalena Pino,
María José Icaza, Gabriela Chérrez, Pamela Pazmiño, entre otras.
c) Lenguajes
y estrategias contemporáneas
Los caminos para esta apertura a las perspectivas
sexo-genéricas van a venir de la cantera del conceptualismo, el
apropiacionismo, la crítica institucional, pero también del arte corporal, el performance y el videoarte que confluyen
en la escena contemporánea. En un intento de aproximación a los lenguajes de
las prácticas realizadas por las mujeres en los años 90,
proponemos cuatro tipos de líneas de trabajo: aproximaciones críticas
a la pintura, la escultura expandida y el arte de objetos, así como las
prácticas corporales.
En el primer caso tenemos un conjunto de artistas que
se ubican en el umbral entre el modernismo y la contemporaneidad que trabajan
críticamente con los lenguajes de la pintura, el grabado y el dibujo. Artistas
como Pilar Bustos, Diana Valarezo, María Pérez, Claridad Hidalgo, María Salazar
realizaron una visibilización del erotismo y las simbologías femeninas que de
forma sutil hace un comentario al androcentrismo de la pintura moderna. En la
segunda línea nos encontramos con artistas como Larissa Marangoni, Consuelo
Crespo y Lorena Espinosa que hacen un uso contemporáneo de la escultura para cuestionar
los roles que género y las formas de subjetividad femeninas. Por otro lado,
destacan artistas que trabajan críticamente con los lenguajes del assemblage, el objeto encontrado y la
instalación para deconstruir el sistema de los objetos relacionados al universo
femenino. La pionera en esta exploración es Pamela Hurtado, pero junto a ella
podemos citar las obras tempranas de Ana Fernández, los objetos e instalaciones
de finales de los noventa de Juana Córdova, así como las esculturas orgánicas
posminimalistas de Janeth Méndez.
En una tercera línea se ubican obras que trabajan de
forma directa o alegórica con el cuerpo, aquí toma protagonismo el performace o arte de acciones. El performance ofrece a las mujeres la posibilidad de crear nuevos significados
ya que no tiene una tradición abrumadora, técnicas establecidas y sentidos
asignados. De ahí que ha permitido “reformulaciones de identidades inventivas,
estimuladas por visiones antiasmáticas y demandas políticas en torno al género
y la sexualidad” (Jones y Warr, 2006, p. 13).
En esta dirección destaca el arte de acciones de Jenny Jaramillo, que
contrapone gestos y significantes femeninos de forma opositiva y desconcertante,
y Ana Fernández, quien en los últimos años crea su personaje Miranda Texidor,
un álter ego performático de su condición femenina.
Las artistas mujeres a través del trabajo crítico con
la imagen bidimensional, la escultura, los objetos y el propio cuerpo, deconstruyen
las certezas del discurso patriarcal en el campo social y en el campo
artístico. Por medio de estos nuevos lenguajes y estrategias, las artistas aluden
a esa instancia de la realidad que Luce Irigaray denomina como “mistérica” (Irigaray,
2007, p. 175). Según Irigaray la acción mistérica
nos invitan traspasar la pantalla de las representaciones masculinas para
zambullirnos en el mundo subterráneo,
misterioso y místico cobijado por la oscuridad de la noche que no alcanza a ser
dominado por el ojo patriarcal.
d) Deslegitimación de posturas
militantes
En
la caracterización de las nuevas prácticas artísticas de los años noventa que
hace Lupe Álvarez, plantea que hay una vuelta a la función social del arte a
través de comentarios críticos, sobre la realidad, el contexto y los problemas
económicos, políticos y sociales que atravesaba el país. Según la curadora
cubana, la actitud de los artistas de la época está marcada por el escepticismo
y la distancia en oposición a la ética del compromiso y la militancia que
caracterizó a las generaciones pasadas (Álvarez,
2001, p. 412).
Esta forma de interpretar la función social del arte
parece estar presente en los debates sobre problemáticas sexo-genéricas. Muchas
artistas viven la violencia de género, ya que afrontan cotidianamente la desigualdad
de oportunidades en el espacio público, el trabajo, el hogar y la familia,
sufren y luchan contra las jerarquías patriarcales. De alguna manera son
feministas sin saberlo y sin etiquetas. De formas muy diversas el feminismo ha
estado presente en la práctica de las artistas y en la historia del arte, “El
feminismo ha redefinido los términos esenciales del arte de finales del siglo xx, poniendo de relieve presunciones
culturales sobre el género, y politizando el vínculo entre lo público y lo
privado, explorando la naturaleza de la diferencia sexual y realzando la
especificidad de los cuerpos determinada por el género, la raza, la edad y la
clase social” (Reckitt y Phelan, 2005, p. 13).
En los noventa nos encontramos con un conjunto de obras
que aluden y cuestionan a través de la ironía, el sarcasmo, la paráfrasis, el
pastiche a la violencia y la subordinación de género, sin embargo, rechazan las
posturas militantes, cuestionan las narrativas de denuncia y, en algunos casos,
miran el feminismo con distancia. En un diagnóstico de la relación arte y
género realizado a mediados de los noventa, Trinidad Pérez sostenía que el
feminismo era percibido como algo del pasado (Batista,
2013, p. 23). Las posturas militantes y las narrativas de denuncia eran
vistas como una herencia del realismo social del cual había que alejarse. El
campo del activismo político era considerado como el lugar de perdida de la
individualidad y formas de expresión poco innovadoras. Esta postura latente en
la obra de algunos artistas y legitimada por la crítica de la época, volvió
antitéticos la esfera del arte contemporáneo y el mundo del activismo por
causas sociales, al mismo tiempo, deslegitimó la posición de artistas que
adscribían al feminismo y sus luchas.
Sin embargo, la postura de las artistas que trabajaban
temas de género y sexualidad respecto del feminismo es tan variada como compleja.
Jenny Jaramillo tenía una postura distante frente a las luchas y teorías
feministas, para la artista la fuente de su trabajo constituía primordialmente
la experiencia vivida como mujer. Según Jaramillo, en su generación existió un
desconocimiento de la teoría feminista lo cual impidió que las artistas que
trabajaban temas de género se reconocieran entre sí. “Las artistas mujeres desconocíamos
los aportes de la teoría feminista, eso de alguna manera no permitió crear
diálogos entre temáticas” (Jaramillo, 2016, p.
4).
Artistas como Larissa Marañona y Ana Fernández habían
cruzado sus estudios en New York y en San Francisco respectivamente, ciudades
con una fuerte tradición de activismo y pensamiento feminista. Este hecho hizo
que ambas reconocieran tempranamente al feminismo como una brújula de sus procesos
creativos. En una entrevista que le hicimos para la redacción de este texto,
Fernández reconoció su lucha permanente contra el sexismo, dijo: “hace muchos
años me considero una feminista muy fuerte” (Fernández,
2016, p. 1). Por su parte, Marangoni, quien
también se define abiertamente como feminista sostiene que “esa es la valentía
del feminismo, de poder hablar y expresarse abiertamente las sensaciones” (Batista,
2013, p. 172). Ambas artistas, aunque se consideran feministas, creen
que las formas de expresión del arte son distintas de las formas de expresión
políticas y reivindican la especificidad de los lenguajes artísticos. En el
caso de Jaramillo, Fernández y Marangoni es patente
un esfuerzo por incorporar aspectos de la cultura local y ponerlos en diálogo
con los aportes de la tradición crítica del arte feminista internacional. En su
performance Desasentar (2004), Jaramillo realiza un conjunto de acciones
encarnando el cuerpo de una mujer indígena. En la serie pictórica Que el soberbio Pichincha decora (2000),
Fernández retoma el lenguaje de la gráfica popular y la pintura naif para trabajar una serie de
representaciones paródicas sobre la nación y sus héroes masculinos. En su
escultura No soy tu adorno (2004), Marangoni presentaba una gran lámpara artesanal barroca en
la cual lo decorativo se transformaba en algo siniestro.
e) Paralelismo con los movimientos
sociales
En
los años 90, el movimiento de mujeres se reorganiza en torno a la lucha contra
la violencia de género, la defensa de los derechos sexuales y reproductivos, la
equidad en la participación política y el reconocimiento del trabajo doméstico
como productivo, mientras que colectivos gais exigen el reconocimiento de
derechos para las diversidades sexuales (Goetschel
et al., 2007, p. 37). Estas
luchas van a plasmarse en la construcción de una nueva cultura ciudadana
respecto del género y la sexualidad y en la aprobación de distintos marcos
legales como la Ley contra la Violencia de la Mujer y la Familia (1995), la
despenalización de la homosexualidad plasmada en el Código Penal (1998) y el
reconocimiento de equidad de género en la vida política y ciudadana así como la
ampliación de derechos para las diversidades sexuales conseguidos en la Constitución
de la República (1998). Paralelamente a estas luchas de reivindicación
sexo-genérica, surge una generación de artistas que a través del uso de
distintos medios están posicionando discusiones sobre la epistemología del
cuerpo, sus usos sociales, sus implicaciones respecto de la orientación del
deseo, sus relaciones con los roles de género y su articulación con las políticas
sexuales.
A pesar de esta sincronía de sucesos que ocurrían en
los movimientos sociales y en la práctica de los artistas, el diálogo ante la esfera
artística y el campo del activismo ha sido casi inexistente. Son esporádicos
los casos de colaboración de artistas con instituciones como el Consejo
Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer (CEPAM) o la Asociación
Femenina de Trabajadoras Autónomas (AFTA). Un caso relevante para mencionar es
Diana Valarezo, quien en 1989 ganó el primer premio del concurso de afiches
sobre la Violencia contra la Mujer. Esta ausencia de diálogo entre el arte y el
campo el activismo en gran parte puede ser explicado por valores tradicionales
del campo artístico que abrazaron la autonomía como un valor a ser defendido y
una incomprensión de el poder subversivo del arte
dentro de los movimientos políticos de los años 90.
Solo hace unos pocos años ha empezado un saludable
intercambio que conjuntamente han producido proyectos que han puesto en diálogo
a organizaciones feminista, GLBTI y artistas contemporáneos. Organizaciones
como: Taller de Comunicación Mujer, Casa Feminista de Rosa, El Proyecto Transgénero, Articulación Esporádica, Fundación Causana y Silueta X han encontrado en el trabajo artístico
un aliado para sus luchas.
Conclusiones
Recapitulando,
podemos decir a ciencia cierta que durante los años noventa existió un cambio
en el campo del arte y la cultura ecuatoriana que permitió una incorporación
inédita de las mujeres en todas las esferas de la producción; circulación,
legitimización y puesta en valor del arte. En el contexto del tránsito del
modernismo y la contemporaneidad, se produce una saludable feminización en la
creación, producción y gestión de las artes. De ahí que se pueda entender la
década de los noventa como un momento de emergencia de nuevas subjetividades y
nuevos lenguajes, en el contexto de la aparición de la escena del arte
contemporáneo. De un lado, surge el artista como un sujeto plural y sexuado, lo
cual es patente en la presencia de nuevos lugares de enunciación construidos
por mujeres y minorías sexuales que desafían la cultura patriarcal que había
primado en la pintura y la escultura modernista. Del otro lado, se produce una
pluralización de los lenguajes a partir de la introducción de la
instalación, el assemblage,
el performance, la
fotografía, el video y la intervención urbana que nutren las estrategias del
arte contemporáneo para trabajar la diferencia sexual.
En este contexto, las perspectivas sexo-genéricas van ganando terreno en
el arte contemporáneo a través de la crítica de la mirada patriarcal de la
pintura indigenista,
neofigurativa y expresionista. Esta apertura se da de espaldas al discurso
legitimador del arte contemporáneo que se centró en la crítica de lo social y
el rechazo a las posturas militantes por considerarlas modernistas y obsoletas.
A pesar
de estas omisiones, hay suficientes evidencias para advertir la presencia de
una contundente productividad de las perspectivas sexo-genéricas en el arte de
los noventa que alcanza legibilidad a través de la crítica feminista. De ahí
que nos parezca que nociones figuras como las de Medusa (Cixous)
o nociones como las de mirada matricial (Pollock) o misterismo (Irigaray) reabren el
campo de significación de la diferencia sexual en el arte contemporáneo de los
años noventa y revelan el poder de cuestionamiento que el arte de mujeres tiene
hasta la actualidad. En palabras de Hélène Cixous “Para ver a la Medusa de frente basta con mirarla: y
no es mortal. Es hermosa y ríe” (1995, p. 21).
Álvarez, G. (2001). Antigüedades recientes en el arte ecuatoriano. En Políticas
de la diferencia. Arte iberoamericano de fin de siglo. Valencia:
Generalitat Valenciana
Batista, A. (2013). El arte contemporáneo en el Ecuador. La
producción femenina en la configuración de la escena (1990-2012) (Tesis de
la Maestría en Antropología Visual y Documental Antropológico ed.). Quito:
FLACSO.
Cano, M. H. (2014). Araceli Gilbert: la mirada desde una perspectiva feminista
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