ESPACIO
PÚBLICO-POLÍTICO: REFERENCIAS EN CLAVE DE GÉNEROS[1]
Y PERFORMATIVIDAD
PUBLIC-POLITIC
SPACE: REFERENCES IN TERMS OF GENDERS AND PERFORMATIVITY
José Ignacio Larreche1
1Universidad Nacional del Sur,
Argentina. Correo electrónico: joseilarreche@gmail.com
Resumen
Sobre
la base de algunos preceptos de la teoría feminista orientados a la crítica de
la democracia liberal, se enfatizará cómo el espacio ha sido un instrumento al
servicio de la hegemonía. El ejercicio de reflexión parte de concebir al
espacio como una construcción social y, por lo tanto, sexo-genérica. Se señala la
dicotomía público-privado y el estatuto moral que aún reside en la experiencia
del espacio y, en un esfuerzo por desmoronarlos, se exponen
casos que se ciñen a la irrupción del espacio social. El propósito que subyace
es, desde representantes de la filosofía política seleccionados, proponer
meandros analíticos asociados al espacio, asumiendo que éste sigue siendo un
repositorio de suma importancia para la subversión de sujetos subalternos en la
escena contemporánea.
Palabras clave:
filosofía, espacialidad, perspectiva de género
Abstract
Based on precepts fostered by feminist theory oriented to
the critique of liberal democracy, these pages will emphasize how space has
been an instrument for hegemony. The reflexive exercise conceived the space as
a social construction, therefore, gendered and sexualized. It will remark the
public-private dichotomy and the moral statute that still resides in the
experience of space and, in the effort to collapse it,
several cases will be presented to endorse the social space. The purpose is,
taken the representatives of the philosophy thought, offers other analytical
tools for the space in the contemporary scene.
Keywords: philosophy, spatiality, gender
perspective
recepción: 18
de julio 2018/aceptación:
13 de noviembre 2018
Introducción
Los tópicos vinculados a la teoría feminista
han sido fructíferos en la revisión de constructos disciplinares de las
ciencias sociales. La discusión, lejos de quedarse en el rol de la mujer, fue
derivando hacia otros ejes a lo largo de las oleadas del feminismo. Mujer,
mujeres, género y sexualidad, interseccionalidad y estudios queer pretenden ser una incompleta lista
de ejemplos que tensionan la realidad social y, en la actualidad, se anudan en
la perspectiva de género. Sin embargo, el poder inquisitivo de las filósofas
que suscribieron a esta línea pareció ser indiferente al espacio. Pocas han
sido las instancias de revalorización de la espacialidad desde esta óptica y la
evocación por parte de los geógrafos tampoco fue de suficiente compromiso. El
propósito que subyace es, desde ciertos representantes de la filosofía política
(Mouffe, Laclau, Habermas), proponer meandros analíticos asociados al tema espacio,
asumiendo que éste sigue siendo un repositorio de suma importancia para la subversión
de grupos hegemonizados en la escena contemporánea y no sólo un soporte.
En
la primera parte se acercará al lector al problema de la ciudadanía como
resabio liberal. Este será el marco general desde donde se ajustará el sentido
de la reflexión en clave de géneros. Con el concepto de performatividad
incorporado, la segunda parte recuperará el sentido espacial de las
observaciones. En la sección final se brindarán ejemplos concretos y esquemas
que robustecerán la consistencia que encierra el nexo entre filosofía y geografía.
Por último, con motivo de alguna proposición se discute sobre la importancia de
la acción comunicativa que vuelve al punto inicial.
La identidad
multifacética en la democracia radical de Mouffe
Para
encarar la reflexión de la noción de espacio y específicamente del espacio
exterior cuando es confrontado a atributos sexo-genéricos, es preciso detenerse
en el comentario de la coyuntura que habilita su entidad anacrónica y de
presunta neutralidad ante la jerarquía sociosexual que lo sustenta. Chantal Mouffe y Judith Butler ahondaron en torno a ideas que
permiten encauzar un proyecto colectivo reactivado[2].
Si bien los argumentos de ambas se retroalimentan con la teoría feminista, sus
líneas de pensamiento se despliegan diferencialmente: Mouffe,
afincada en un feminismo agonístico y Butler desde un feminismo micropolítico, colisionarán en el alcance holístico
atribuible a los principios feministas (al margen de ejercitar la militancia) y
en la pertinencia que cada una le adjudica a la diferenciación sexual en sus
ensayos filosóficos-propositivos.
Ambas
se encargan de denunciar la fundación de la violencia simbólica que definió a
la ciudadanía propia de la democracia liberal y republicana. En Feminismo, ciudadanía y política radical,
Mouffe (1993) postula que el imaginario de ciudadanía
resulta una categoría patriarcal; quién es ciudadano, qué hace un ciudadano y
cuál es el terreno dentro del cual actúa, son hechos construidos a partir de la
imagen y virtud del varón. Al margen se encuentra la ciudadanía formal de las
mujeres, homologada a una irrefrenable pasión sintomática de la estructura de poder
asimétrica que condena su accionar a un limbo
político (Lux, 2011). Justamente allí descansa el principio de exclusión en
el espacio: “el ámbito público de la ciudadanía moderna fue construido de una
manera universal y racionalista que impidió el reconocimiento de la división y
el antagonismo, y que relegó a lo privado toda particularidad y diferencia” (Mouffe, 1993, p. 3), el principio de universalidad fue depositado
en los varones concomitantemente que el de particularidad a las mujeres. A
partir de este punto, la belga desacreditará las intenciones de las feministas
liberales (movimiento fundante de la primera ola del feminismo) dado que asumen
el objetivo de la conquista de derechos civiles en paridad con los hombres sin
advertir que el marco de ciudadanía y política perseverará en resabios
patriarcales[3].
Su
invitación es la de forzar una escisión, un descentramiento
de la identidad para su radicalización, ya que “la ciudadanía no es sólo una
identidad entre otras, como en el liberalismo, ni es la identidad dominante que
anula a todas las demás, como en el republicanismo cívico” (Mouffe
y Moreno, 1993, p. 8). Pregona por una identidad múltiple, precaria, temporal y
contradictoria que estrese los efectos totalizantes de las entidades homogéneas
como la de “mujer”. Lux (2011) señala que esta empresa nos permite entender la
variedad de relaciones sociales, donde los sujetos no son siempre ni
racionales, ni transparentes,
ni homogéneos en sus posiciones. El feminismo radical se anudó en la crítica al
patriarcado para señalar que esa ideología es la que determina las relaciones
de dominación en las sociedades, y por lo tanto, no se trata de incluir mujeres
en un orden patriarcal, sino transformar de raíz ese orden[4].
La
impronta mouffiana busca reconocer el terreno de la
multiplicidad de las relaciones de poder, donde un mismo individuo puede ser
dominante en una relación y subordinado en otra, dando cuenta que la democracia
radical versa en la diferenciación de posiciones del sujeto como agente social
al tiempo que permite una pluralidad de lealtades específicas sin que se altere
la libertad individual. En esta visión, la distinción público/privado no se
abandona, sino que se reconstruye de una manera diferente. Siguiendo esta línea
de pensamiento, se produce una desontologización de
la identidad (Sabsay, 2011) que implica su
contingencia a través de la incompletud, la apertura
y la indeterminación de sentido, inherente al sujeto posmoderno en virtud de historizarlo y, consigo, politizarlo. No obstante, Sabsay se anima a negar la superación de esos contornos
liberales del individuo y, en su lugar, habla de su reontogilización
liberal que torna híbridas nociones reaccionarias: “el discurso de la
diversidad […] concibe como un abanico de identidades discretas y claramente
clasificables […] que se piensan como ya conformadas y constituidas por fuera o
con independencia de su misma articulación política” (Sabsay,
2011, p. 38). En nombre de la diversidad se adosan políticas de reconocimiento
de la pluralidad que son parte del proceso de reificación de identidades.
El trinomio baluarte de la revolución
francesa cayó en una repetición correcta que maquilla un discurso que hace todo
para mantener un status quo renovado.
Laclau (1995) resume esta sutura como el significante vacío en alusión al
progresivo vaciamiento del acervo crítico que los generó; los hombres
republicanos disponían de imaginarios fuertemente sexistas y patriarcales que
los llevaba a apuntalar criterios universales con criterios de parcialidad al
conjunto de la población. En este sentido, libertad, igualdad y fraternidad sólo
adquieren existencia (dejan de ser significantes vacíos) cuando “se les da la
eficacia performativa para dotarse imaginariamente a sí
mismos de una cierta referencialidad” (Sabsay, 2011,
p. 96). La pervivencia de la precariedad para los mundos de la vida de sujetos
subalternos nos debe instar a pensar en la regulación que los aprisiona: el imaginario
de lo público que reivindica la hegemonía de una concepción del ser y aparecer
en el espacio.
Sexualidad en la
apuesta performativa de Butler
Como
se anticipó en el apartado anterior, una herramienta útil para radicalizar la
democracia, desontologizar la ciudadanía y rebasar
cristalizaciones naif es el trabajo
con la performatividad. En el texto Cuerpos que importan (2010), Butler
aporta un complejo análisis al distanciar la construcción, la materialidad y la
significación del discurso en el sexo de los cuerpos y demostrar que la razón
masculina es una abstracción, una morfología ficticia creada a través de la
exclusión de otros cuerpos posibles. Esta alegoría requiere que mujeres, esclavos,
niños y otras figuraciones sean el cuerpo.
Ahora
bien, según la autora, la significatividad de los signos opera en la aparición;
aquí cobra especial importancia el plano performativo.
Éste es entendido como la reiteración involuntaria de acciones siendo la
restricción provocada por la norma, su condición. Desde esta perspectiva, la
asunción de toda posición de sujeto y la consecuente elaboración del “yo” en el
espacio social se caracteriza por una necesaria relación agonística con la
norma, y en este sentido, la identidad no puede más que resolverse como un proceso
incesante de identificación, nunca del todo consumado, y en el que se articulan
la sujeción y la resistencia a la vez (Sabsay, 2011,
p. 56).
Butler,
al igual que Mouffe, desmonta la herencia del
liberalismo en términos de identidad: “prescribir una identificación exclusiva
a un sujeto constituido de maneras múltiples, como lo estamos todos los
sujetos, es ejercer una reducción y una parálisis de algunas posiciones”
(Butler, 2010, p. 174). Sin embargo, Butler propone la performatividad
para desprenderse de la ontología liberal de las tecnologías del yo.
Arbitrariamente, el género[5]
ha sido el sitio emblemático de la movilización política, a expensas de la
raza, la sexualidad, la clase o el desplazamiento geopolítico[6].
Puntualmente en la disidencia sexual es en donde Butler condensa su crítica al
género. Para ella, esta última no es más que un dispositivo importado por la
matriz y economía heterosexual, puesto al servicio de los que suscriben a Freud
y Lacan que han homologado la dimensión simbólica a la dimensión normativa,
siendo la primera la de la heterosexualidad, relegando a un estado pasajero e
imaginario a la homosexualidad, sin que dichas interpretaciones sean un meollo
por los cánones del género.
Butler
expone que se deben manifestar los signos de subordinación en la esfera
pública, fuente de sus propias hegemonías[7]
(homofóbica, sexista y racista), suprimiendo o desestabilizando las identidades
constituidas cultural y políticamente. Es menos importante la cantidad de
posiciones del sujeto que sus territorialidades en los modos de rearticular las posibilidades de enunciación: “para recibir
servicios de salud, para que la pareja sea reconocida legalmente, para
movilizar y redirigir el enorme poder de reconocimiento público” (Butler, 2010,
p. 171). Mouffe también adopta este camino cuando
arguye que la preocupación común por los diferentes grupos que luchan por una
extensión de la democracia llevará a mancomunar diferentes movimientos: las
mujeres, los trabajadores desocupados, los negros, los homosexuales, los ecologistas
y otros movimientos sociales nuevos mediante el principio de equivalencia democrática (Mouffe, 1993).
Gramsci
ha sido quien dilucidó este aspecto con el aporte de la hegemonía ideológica y
la subalternidad. Según el autor, la ideología
dominante tiene que incorporar los rasgos en los cuales la mayoría explotada
pueda reconocer sus auténticos anhelos y, de este modo, cualquier diferencia
(etnia, género, preferencia sexual, nacionalidad) se torna un exterior constitutivo[8]
de la fantasía de universalidad de una ciudadanía-identidad semblante del
Estado. Como sostiene Sabsay, “se absorbe la
diferencia potencialmente antagónica como un caso más de la diversidad
universalizada, reduciéndola a aquellos rasgos potencialmente incluibles dentro
de los términos de la universalidad hegemónica” (2011, p. 97). Es interesante
reparar en la cualidad de incluibles
que utiliza la autora ya que refleja un recorte de lo que es objeto de la visibilización en el espacio exterior y por ende, el grado
de facilitación en el ejercicio como usuario del mismo. En este sentido,
“incluir no es representar” (Lux, 2011) y esto tiene profunda relación con la
exclusión inclusiva de ciertos cuerpos a través de su propia negación (Sabsay, 2011). La conceptualización de cuerpos abyectos
está en sintonía con un régimen de
sexo-género heteronormativo, binario y patriarcal[9]
dotado de un sentido psicoanalítico y, a nuestro entender, geográfico:
La
abyección (en latín, ab-jectio) implica literalmente
la acción de arrojar fuera, desechar, excluir y, por lo tanto, supone y produce
un terreno de acción desde el cual se establece la diferencia. Aquí la idea de
desechar evoca la noción psicoanalítica de Verwerfung, que implica una forclusión que funda al sujeto y que, consecuentemente, establece
la poca solidez de tal fundación. (Butler, 2010, p. 20)
Asimismo, la pauta de abyecto
designa una condición marginal de socialización, esto es, una zona de
inhabitabilidad de la vida social, un cuerpo sin lugar (McDowell, 2000) que se
entrelaza con la degradación de su sentido de espacio vivido. El remate de
Butler en la teorización de lo abyecto es aún más revelador porque asegura que
ese exterior abyecto es reflejo del interior del sujeto, su propio repudio
fundacional[10].
Sin duda, este rasgo estigmático obstruye la función interpelativa
de la performatividad.
Las consignas del
espacio público
En
este apartado, nos detendremos a ampliar las circunstancias que promueven la
abyección de los grupos subalternos desde un sentido espacial en general y con
relación al llamado espacio público en particular, para brindar alternativas
superadoras. La fenomenología de Merleau-Ponty (1945) postula que, a pesar de
que la percepción del espacio es un fenómeno de estructura en la experiencia
del espacio vivido, las diferencias entre un espacio espacializado
y un espacio espacializante, vistas desde la posición
y la situación respectivamente, aporta otro matiz. Al respecto, alentar una
percepción del espacio coyuntural y no sólo estructural invita a poner en juego
la dimensión performativa como medio de aspiraciones
radicales.
Se
ha mencionado que nuevas inclusiones aducen, paralelamente, exclusiones y que estas
últimas se materializan en las fronteras simbólicas que traza el denominado
espacio público, cuya función prístina era reordenar los cuerpos sociosexuados de acuerdo al imperativo estatal. Ciertamente
“lo público”, con más excepciones que regularidades atestigua lo plural y
es ahí donde el discurso antiesencialista ha corrido y
corre el peligro de ser instrumentalizado políticamente, de tal modo que
culmine promoviendo la ingenua ilusión de un posible advenimiento de una
capacidad de agencia ciega a la eficacia de las prácticas sociales para constituir
al sujeto de la acción. (Sabsay, 2011, p. 40)
En
Fronteras sexuales, Sabsay emplea el caso de las zonas rojas para revelar el
pragmático uso de la diversidad en función de un espacio público que se opone y
contrasta con las zonas grises del espacio urbano[11],
signadas por la ausencia de derecho. Se trata de la pureza que permea el
devenir del espacio en su acceso irrestricto haciendo del mismo una barrera que
refuerza la “coconstitución del espacio y la
identidad” (Sabsay, 2011). En otras palabras, el
espacio público se ancla en la moral y esto explica la jerarquía sociosexual
acuciante en los códigos contravencionales que han dominado la territorialidad
en Buenos Aires durante la dictadura, por ejemplo. Valiéndose de abstracciones
de control como “moral pública”, “tranquilidad”, “buenas costumbres” o el
“escándalo”, Sabsay depone que definir la cosa
pública es nivelar sujetos, allanando sus prácticas. Por tanto, si una de las
dimensiones más presentes del espacio público es la moralidad, éste
inexorablemente constituye un repertorio coercitivo de ciertas subjetividades.
Ahora bien, si lo público sigue siendo entendido como lo no privado en clave
liberal, la obsolescencia del propio concepto de espacio está en cuestión.
En
Filosofía y política de la espacialidad,
la geógrafa Doreen Massey
(2005) argumenta que para conceptualizar el espacio debemos remitirnos a tres
proposiciones. En primer lugar, el espacio es producto de interrelaciones desde
lo global hasta la intimidad, luego asevera que el espacio es la esfera de la
multiplicidad donde conviven distintas trayectorias sociales. Por último, y con
base en las dos premisas presentadas, reflexiona que el espacio es un
constructo inacabado, siempre abierto y en pleno proceso de devenir. El
carácter de abierto al espacio, que nos acerca la autora, debilita la figura del
espacio público como espacio moral dado que en este se constata su versión
decimonónica que agudiza un confinamiento asentado en la concepción occidental,
androcéntica, racista y heterosexual. Asimismo,
rescata una particularidad que los filósofos han delineado pero nunca
enfatizado: “el espacio es, desde un principio, parte integral de la
constitución de subjetividades políticas”[12]
(Massey, 2005, p. 107) y para ello es un
pre-requisito su apertura motorizada por la interrelación y la multiplicidad.
A
lo largo de su reflexión, se vislumbra que la diferencia ha estado influida por
la dimensión temporal soslayando al espacio, asemejado como algo inmóvil, un
mero soporte donde el lugar no decía nada por sí sólo sino en función de un
tiempo que redefinía un estadio por delante (nosotros) o detrás (otredad). Sin
embargo, los encuentros se dan en un espacio que no es isomorfo y que
condiciona dialécticamente las interacciones, siendo el mismo espacio la fuente
de esta “productividad de la incoherencia”[13]
(Massey, 2005) de conflictos. Nuevas historias, renovadas
trayectorias, otros formatos espaciales son marcas que invitan a las introspecciones
por parte de los estudios queer y feministas. La presunta desaparición de la dicotomía
axiológica entre el espacio privado y público deja de anclar a los geógrafos a
caracterizar espacialidades que emanan de una delimitación aérea y asocial sino
que los provoca a problematizar sobre cómo el arquetipo de ciudadanía también
presiona la idea de un espacio unívoco. Esta lógica de espacialización
del imaginario sociosexual hegemónico y la correlativa sexualización
del imaginario espacial es constante; “están presentes en otros constructos
sociales como la nación y familia” (Sabsay, 2011, p. 72).
Por
ello, si existe un relato monolítico que repercute en la apropiación del
espacio, no podemos llamarlo espacio dado que anula la condición multifacética
del mismo. En este sentido, las características de abierto, colectivo y visible
del espacio público que resume Rabotnikof (2002)
pueden conspirar como significantes vacíos en línea con Laclau
ya que son funcionales a la efectiva homogeneidad, moralidad y racionalidad que
se congregan en el pensamiento hegemónico. Como contrapartida, la performatividad disidente erosiona el espacio panóptico y
lo asemeja a un espacio de publicidad en los despliegues de subjetividad,
exponiendo posiciones sexuadas y políticas dignas de la democracia sexual. En
efecto, las postimetrías del siglo xx, evidenciaron la labor de los
movimientos feministas y LGBT en la disputa del poder, plasmados en el paisaje
del espacio.
Como afirma Lux, “la noción de hegemonía muestra la intersección
que se produce entre el poder, la desigualdad y el discurso, y designa los
procesos que permiten que la autoridad cultural dominante se convierta en
objeto de negociación y controversia” (2011, p. 140). Se vislumbra cómo las
normas sociales de género que producen performativamente
los sujetos generizados que pretenden normalizar son
una oportunidad de resignificación que los intersticios
de la norma otorgan. Queda demostrado que lo social no antecede a lo político
en un sentido arendtiano y que, como en el ejemplo
esgrimido, lo político construye una contrahegemonía
que se traduce no sólo en resistencias heterodoxas sino en la proliferación de
nuevas inquietudes que contornean la sociedad civil desde las necesidades e
intereses de posiciones alternativas. Fraser (1997) denominó
estos espacios como espacios contrapúblicos
subalternos.
La discusión
constructiva en el espacio de aparición de Habermas
En un intento por desplegar un
horizonte propositivo a lo expuesto, la ética comunicativa de Habermas puede contribuir en gran medida a la creación de
un “público heterogéneo” que provea mecanismos para la representación y el
reconocimiento efectivos de las distintas voces de aquellos grupos que están en
desventaja. Para hacer tal proyecto posible, busca una concepción de razón
normativa que no pretenda ser imparcial y universal y que no invalide el deseo
y afectividad para poner en jaque las portavoces del espacio público.
Haciéndose
eco de la acción comunicativa, los motivos hebermasianos
reparan en la instalación de espacios públicos y libres, mediados por la
comunicación (consenso) y la confrontación (conflicto) donde sea loable un
acuerdo intersubjetivo a pesar de una separación mayúscula entre creencias y
convicciones. Para el autor sólo la racionalidad de la acción favorece la
autonomía y la deliberación que coadyuva a democracias participativas. Sus
teorías son parte del mundo de la vida lo que asigna relevancia al tema objeto
de nuestra reflexión.
La
vertiente sexo-genérica conforma un tema de la comunicación en la
contemporaneidad y, en este sentido, los discursos no son otra cosa que enunciados
que preparan posiciones y otorgan validez a las acciones en un campo de poder.
Ahora bien, el alemán confiere el manejo hegemónico de estos temas a los medios
de comunicación, que condicionan la opinión pública canalizando legitimidad
sobre ciertos asuntos. Existen tres estratos de la opinión pública basados en
la relectura que Ferrer (2002) hace sobre el autor:
-
Lo que se establece en
un nivel cultural pre lingüístico en el intercambio de gustos y aficiones
dentro de grupos informales (amigos, compañeros, vecinos, familia).
-
Lo que circula en forma
de declaraciones institucionales autorizadas avaladas por un prestigio social o
político.
-
Lo que es conducido por
los ciudadanos que intervienen en un proceso de comunicación argumentativo
vehiculado por medios participativos y externamente a través de los mass media.
En la yuxtaposición entre
visibilidad de sexualidades subtalternas y el espacio
público como puente, se puede distinguir un hecho que trastoca dichos
elementos. Sabsay, a partir del tratamiento que las
tres fuentes de diarios periodísticos más importantes del país realizaban
acerca de la prostitución en la zona roja en Palermo[14],
estudió el rol de los medios cuando comienzan las tensiones entre vecinos y
trabajadoras sexuales por su disposición en un lugar físico del barrio. En un
momento inicial, éstos reprimieron fuertemente estas identificaciones con una
“proyección fantasmática” (Sabsay,
2011, p. 145) coherente con la idea de cuerpos abyectos butleriana.
Sin embargo, la escalada del tema como polémica mediática brindó una ocasión
para desembocar en un espacio de aparición como terreno previo a la negociación
ya que la diversidad se encarnó performativamente. Si
bien fueron numerosas las entrevistas a las trabajadoras sexuales en el marco
de sus reclamos, “la fragilidad de la ley parecería ser el sustento del que se
alimenta la fuerza de la norma social” (Sabsay, 2011,
p. 149)[15]
y otras fórmulas imaginarias fueron embistiendo una y otra vez esta asunción
espacial: el vecino, el barrio y la comunidad.
La
publicidad permite el mestizaje de lo social y lo político en una nomenclatura arendtiana a partir del requisito comunicativo que cobra
esplendor. Si retornamos a la idea de Massey que el
espacio es producto de la interacción, esto no desdibuja en ningún momento la
disrupción. En este marco, “la presunta familia heterosexual nuclear, el hogar
privatizado y sus alrededores, figurados como el barrio constituyen un
significante político capaz de materializarse en el espacio” (Sabsay, 2011). Irrumpe un nosotros de forma dramática y es
aquel que se adjudica el carácter de propietario y tutelar de esos fragmentos
urbanos, asociados a la firmeza deseada que convoca la retórica del espacio
público en detrimento del espacio social.
El
espacio social es el del reclamo performativo de
estas corporalidades, acostumbradas a su desplazamiento. En este hecho, la
captura incesante de la imagen por parte de los medios inauguró no sólo una
fisura en el espacio público sino que se puso en peligro “la falibilidad de la
sexualidad normativa” (Sabsay, 2011, p. 155). En este
sentido, es cardinal la facultad analítica de Mouffe
que expresa que:
Cada situación
es un encuentro entre lo privado y lo
público, puesto que los deseos,
decisiones y opciones son privados porque son responsabilidad de cada
individuo, pero las realizaciones de tales deseos, decisiones y opciones son
públicas, porque tienen que restringirse dentro de condiciones especificadas
por una comprensión específica de los principios ético-políticos del régimen
que provee la gramática de la
conducta de los ciudadanos. (1993, p. 9)
Este es el punto desencadenante de
una articulación de los oprimidos. Queda por decir que el legado de Mouffe, y su filosofía política, ha sido esbozar que las
posiciones del sujeto se encuentran inexorablemente sobredeterminadas
por relaciones antagónicas impredecibles pero cuando estos desencuentros se
encuentran en la espacialidad de la sociedad civil, las posibilidades del
accionar político no son las mismas.
A
modo de cierre
La cuestión espacial ha quedado
relegada frente a las contribuciones que emergieron con una mirada feminista. A
pesar de reconocer el carácter transdisciplinar del
género, pocos han sido los filósofos que tomaron este meandro analítico y
muchos menos los geógrafos que dialogaron con esta posibilidad de resignificación de sus marcos.
Este
encuadre persiguió ofrecer al lector la potencialidad que posee la imbricación
del espacio partiendo de la dimensión performativa y
el desmontaje de la identidad precedente. La revisión del concepto con base en Massey, las diferencias que existen entre la anacronía del espacio público y la diacronía del espacio
social que siguen cubriendo la pauta hegemónica bajo fórmulas morales, sumado a
casos que subrayan la correspondencia sine
qua non entre ser y aparecer cuando se desemboca en episodios de disidencia,
han sido algunos punteos. Si bien el puntapié ha sido la democracia radical de Mouffe, tal vez una fase más ambiciosa en el horizonte de
ésta es pensarla en términos de democracias sexuales para este siglo (Fassin, 2006).
En
un intento por ejercer una tarea equilibrada entre antítesis y tesis, entre los
grandes marcos interpretativos y sus instancias de praxis, entre la escala
general y la escala corporal, pensamos que el espacio debe convocar una preocupación
central en la deliberación de premisas que atiendan esta temática.
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Foucault: una apuesta conceptual para explorar la construcción de un
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Centro de Estudios Históricos (CEHIS). Mar del Plata, Argentina.
[1] La adecuación al plural
desea representar los rasgos sexo-genéricos que inviste la identidad de género
y orientación sexual. A lo largo del escrito, se notará que dichas
especificidades nodales se fijan parcialmente como “parecidos familiares” o
“equivalentes” (Mouffe y Moreno, 1993) en su
experiencia de la opresión.
[2]
Léase
Napoli (2015) Feminismo y democracia radical. Butler,
Laclau, Mouffe, Žižek y un debate insuficiente.
[3]
Citando a Patelman, Mouffe
denomina esta contradicción como el “dilema Wollstonecraft”:
exigir igualdad es aceptar la concepción patriarcal de ciudadanía, la cual
implica que las mujeres deben parecerse a los hombres, mientras que insistir en
que a los atributos, las capacidades y actividades distintivos de las mujeres
se les dé expresión y sean valorados como forjadores de la ciudadanía es pedir
lo imposible, puesto que tal diferencia es precisamente lo que la ciudadanía
patriarcal excluye.
[4] Para profundizar
acerca de la llamada segunda ola del feminismo, se recomienda las lecturas de
Kate Millet, Shulamit Firestone y María Emma Wills.
[5] La autora no adhiere
al concepto de género y, más aún, reconoce sus inconsistencias a lo largo de
algunas de sus obras: “si el género consiste en las significaciones sociales
que asume el sexo, el sexo no acumula pues significaciones sociales como
propiedades aditivas, sino que más bien queda reemplazado por las significaciones
sociales que acepta […] el sexo queda desplazado y emerge el género, no como un
término de una relación continuada de oposición al sexo, sino como un término
que absorbe y desplaza al “sexo” […], desde un punto de vista materialista,
constituiría una completa desustanciación (Butler,
2010, p. 23).
[6] Es dable agregar que
“si el feminismo se define por estar comprometido con una seria deconstrucción
y/o crítica de la normativa genérica, éste no podría (o no debería) obviar como
un objetivo propio y definitorio la lucha en contra de las exclusiones que esta
normativa supone también para otros sectores codificados socialmente como ‘minorías
sexuales’” (Sabsay, 2011, p. 56).
[7] El
género está íntimamente ligado con la categoría de hegemonía, pues toda hegemonía
utiliza las diferencias sexuales para asignar poder (Lux, 2011).
[8] Butler discute este
concepto con Mouffe y Laclau.
De acuerdo a Napoli (2015), para
Butler no hay un exterior constitutivo en las identidades, sino que es la iterabilidad que
las identidades requieren lo que las hace inestables y, por lo tanto, rearticulables. Dicha iterabilidad
consiste en la performatividad vertebrada por el
campo histórico.
[9] Como resultado de las
lecturas enfocadas en Rubin y Foucault, Vespucci et al.
(2015) elaboran dicha propuesta conceptual.
[10] Comúnmente asociamos
dicho repudio interiorizado como represión, sentimiento de culpa y
autopercepción estigmática. Todas estas son características que anteceden el coming out o salida
del clóset, típicamente vivenciada por estos sujetos.
[11] Geógrafos, sociólogos
y antropólogos de la ciudad han dedicado numerosas publicaciones a comprender
la segregación cualitativa que estructura las fronteras de la ciudad,
entendidas como fronteras espaciales pero también simbólicas. George Simmel ha sido uno de los pioneros en estas aproximaciones.
[12] “Muchas veces no
pensamos el espacio, utilizamos el término tanto en el discurso cotidiano como
en el académico, sin tener plena conciencia de su sentido” (Massey,
2005).
[13] Con dicho aporte
teórico, Massey perfila claramente que comparte las
convicciones antiesencialistas del sujeto que defienden las autoras mencionadas
en el segmento inicial del trabajo (Mouffe, Butler, Sabsay).
[14] Véase el cap. 5: “El
periodismo y la regulación del espacio público” (Sabsay,
2011).
[15] Es mérito de Foucault
analizar esta distinción entre norma (y la normalización) y ley en obras como Vigilar y Castigar (1975) y Los anormales (2000).