miradas sobre lo “queer”:
cine y representación
Views on queer: film and representation
Gerónimo
Iván García Calderón1
1Universidad
Iberoamericana, México. Correo electrónico: gerogarcia@gmail.com
Resumen:
La presente
reflexión explora la idea de que el cine opera como un dispositivo de poder y
cómo por medio de éste, crea imágenes y representaciones sobre la
homosexualidad desde el discurso dominante del heteropatriarcado.
Por otro lado, se exploran los márgenes de cómo está constituida la visión
cinematográfica comercial, para evidenciar que el llamado “cinema queer” no es más
que la reproducción de una cierta idea de homosexualidad impuesta y distribuida
en nuestra cultura por la industria cultural hegemónica estadounidense.
Palabras
clave: poder, cine, heteronorma,
queer,
representación
Abstract:
This
present reflection explores the idea that cinema operates as a device of power
and how, through it, creates images and representations about homosexuality
from the dominant discourse of the heteropatriarchy. On the other hand, the
margins of how the commercial film vision is constituted are explored, to show
that the so-called "cinema queer" is only that reproduction of a
certain idea of homosexuality imposed and distributed in our culture by the
American hegemonic cultural industry.
Keywords: power, film, heteronormative, queer, representation.
recepción:
27 de julio de 2018/aceptación: 24 de septiembre de 2018
El presente trabajo
tiene por objetivo explorar el alcance de la mirada cinematográfica en torno a
la imagen[1]
sobre la homosexualidad que reproduce e impone la industria cultural hegemónica
llamada “Hollywood”. Por otro lado, se parte de la idea de que el cine es un
dispositivo de poder que genera un cierto tipo de sujeto, en tanto que éste
interioriza una narrativa a partir de su experiencia ante las historias que
presencia en el cine comercial. Tal experiencia, estaría dada (mayormente)
desde los marcos que establece la heterosexualidad y su imposición de ese
saber-poder en nuestra cultura occidentalizada. Para lo cual se utilizarán
ideas de Teresa de Lauretis, Giorgio Agamben, y Michel Foucault para delimitar cómo se
construiría una subjetividad a partir de la representación; por su parte, David
Bordwell y Robert Stam
permitirán explicar cómo se constituye la mirada cinematográfica (y bajo cuáles
condiciones lo hace) y se hará un breve mapeo sobre algunas películas
comerciales hollywoodenses que imponen un cierto modelo arquetípico sobre la
homosexualidad.
Finalmente,
a lo largo del trabajo se pretende resaltar los diversos mecanismos de
saber-poder que se re-producen bajo la episteme hegemónica del pensamiento
contemporáneo del heteropatriarcado y cómo, de tal
dispositivo, emergen formas aspiracionales (y
romantizadas) en las relaciones sexo-afectivas, pero totalmente idealizadas
sobre cómo deberían ser estas experiencias no-heterosexuales[2].
Por tanto, cabría preguntarse ¿en qué medida la mirada cinematográfica genera un
cierto tipo de sujeto homosexual a “imagen y semejanza” del heteropatriarcado?
¿de qué manera lo realiza? Y de ser así ¿sería posible
subvertir las representaciones que invisibilizan y
homogenizan la experiencia singular de lo
queer[3]?
Narrativas
y representación
Sin duda alguna, se
podría afirmar que el aparato re-productor hegemónico de narrativas del siglo xx (y parte del siglo xxi) fue el cine. También se ha llegado
a afirmar que esa espacialidad discursiva es heredera (y continuadora) del
aparato llamado literario: “la teoría cinematográfica, como toda escritura,
adopta la forma de palimpsesto […] Saturada por el recuerdo de otras historias
de la reflexión de larga tradición” (Stam, 2001, p. 24). Es decir, que para entender
cómo se constituye el cine, es necesario mirar no sólo a lo que se proyecta en
la pantalla (como en el mito platónico de la caverna), sino a aquello que queda
oculto bajo la sobreescrituración de la narrativa. ¿Y
qué es aquello que quedó sepultado bajo esta nueva forma de narrar algo? La diferencia[4],
o dicho de otro modo, la forma en cómo se ostenta (o proyecta) esa diferencia.
Ahora
bien, a pesar de que diversas formas narrativas llevan siglos desplegándose en
la literatura occidental, no es sino hasta el siglo xix en donde se desarrollaron ciertas formas de enunciación
para con-figurar “formas de ser sujeto” específicas y cuyos pilares versarían
en torno la sexualidad y los distintos (y distintivos) roles que hombres y
mujeres debían llevar acabo como individuos dentro de la lógica de las
sociedades modernas (nombrado posteriormente como roles de género). Figuras
como la mujer recatada, fina en modales, actuar prudente o como la del hombre
siempre dispuesto a la lucha o defender el honor de su nombre y el de “su
mujer” son representaciones recurrentes a lo largo de tal época.
Pero, en
esta forma de escritura, parece emerger una paradoja: por un lado, las
temáticas de la novela de ese siglo parecen ser una mera imitatio del estilo de vida de
una burguesía anquilosada e instalada desde un deber-ser delimitado por “las
buenas costumbres” y el honor; y por otro, la escritura misma abriría paso a la
construcción de subjetividades por medio de la lectura misma (aunque ésta
estuviera reservada para una cierta clase privilegiada ―tanto en términos
poblacionales como en condiciones materiales de existencia― y que no haría más
que reproducir los usos y costumbres de la Europa decimonónica) y por tanto, la
reproducción simbólica tanto de los modelos arquetípicos como de los discursos,
servían como mecanismos de reafirmación de la propia conducta dada por la
sociedad y la tradición, que a su vez, era perpetuada por los sujetos mismos en
su actuar cotidiano. Es decir, se pueden reconocer intentos por posicionar e
inscribir en los sujetos ciertos modelos simbólicos para delimitar sus acciones
y funciones dentro de las sociedades modernas.
De esta
forma, la literatura serviría como un dispositivo (entendido como un aparato
enunciativo que construye formas de subjetividad) que, por un lado, moldearía
el comportamiento de los sujetos en cuanto a su “rol social”, y por otro,
conformaría la identidad de tales individuos conforme a ciertos horizontes
simbólicos (y semióticos). Sin embargo, tal dispositivo no es determinante y
conlleva la posibilidad de ruptura con aquella forma discursiva que se impone,
en tanto que, en toda opresión hay resistencia. En ese sentido, (Foucault, 2005) afirmó:
[…] el análisis ha podido mostrar
la coherencia que ha existido, todo a lo largo de la época clásica, entre la
teoría de la representación y las del lenguaje, de los órdenes naturales, de la
riqueza y del valor. Es esta configuración la que cambia por completo a partir
del siglo xix; desaparece la
teoría de la representación como fundamento general de todos los órdenes
posibles; se desvanece el lenguaje en cuanto tabla espontánea y cuadrícula
primera de las cosas, como enlace indispensable entre la representación y los
seres; una historicidad profunda penetra en el corazón de las cosas, las aísla
y las define en su coherencia propia, les impone aquellas formas del orden
implícitas en la continuidad del tiempo. (p. 8)
Es decir, para el
profesor francés las palabras mismas se habrían ido “separando” de las cosas a
lo largo del siglo xix y éstas
habrían dado paso a múltiples lecturas e interpretaciones de la realidad, pues
se habría superado la imitación y a su vez, se abriría el paso a la historia misma
en la conformación de las cosas. Pero habría que aceptar que tal “apertura” de
interpretación estaría siendo atravesada por el poder hegemónico que moldea el
cómo se entiende el mundo (a las cosas mismas). Esta relación de saber-poder es
lo que permeará a lo largo del siglo xix
hasta nuestro propio presente.
Por otro
lado, habría que resaltar que para Foucault el mundo no es más que un libro lleno
de signaturas, las cuales son “una marca visible de analogías invisibles” (2005, p.35). Estas marcas servirían como
enclaves o “puertas” para entender la relación del mundo con las cosas, o en
otras palabras, son las cosas mismas las que subyacen en la forma en cómo se
interpreta y codifica el mundo. En este sentido, Foucault (2005) afirmó:
El sistema de signaturas invierte la relación de lo
visible con lo invisible. La semejanza era la forma invisible de lo que, en el
fondo del mundo, hacía que las cosas fueran visibles; sin embargo, para que
esta forma salga a su vez a la luz, es necesaria una figura visible que la
saque de su profunda invisibilidad. Por esto, el rostro del mundo está cubierto
de blasones, de caracteres, de cifras, de palabras oscuras – de “jeroglíficos”[5]
(p. 35).
Aún más, para
Foucault las signaturas, al igual que las imágenes, tendrían un carácter
“pictórico” (es decir, son las pinturas, el retrato de las semejanzas del
mundo) múltiple y que conformarían a la representación de distinta forma y de
diversos ángulos, (Foucault, 2005) resaltó:
la
semejanza no permanece jamás estable en sí misma […] cada semejanza no vale
sino por la acumulación de todas las demás y debe recorrerse el mundo entero
para que la menor de las analogías quede justificada y aparezca al fin como
cierta. (pp. 38-39).
¿No es acaso, que la
multiplicidad de imágenes en la que está inmersa nuestra cultura es una forma
de recorrer e interpretar al mundo? ¿no se busca
incesantemente justificar al mundo con las imágenes (piénsese en un emoji o en un meme)? De este modo, si acaece
el imperio de la imagen y ésta a su vez, está delimitada bajo un todo simbólico
que justifique y homogenice no sólo las imágenes mismas que reproduce e impone,
sino el significado de las mismas, entonces se vuelve necesario evidenciar cuál
es el universo simbólico que opera ―y codifica esas imágenes y sus respectivos
significados―. En este sentido, si como llega a afirmar Teresa de Lauretis el sujeto humano es semiótico, por lo tanto la
conformación del sujeto contemporáneo estaría dada por el orden simbólico y de
las imágenes que devienen de ese mismo orden.
Pero
¿cuál sería este orden y cómo organizaría tales significados? Ya que el ser
humano es “un sujeto constituido en el género, seguramente, no sólo por la
diferencia sexual sino más bien a través de representaciones lingüísticas y
culturales” (De Lauretis, 2000) es decir, un sujeto inscrito y
resignificado bajo el binario de género. En otras palabras, el universo
simbólico (e imágenes que lo constituyen) estarían dadas bajo las
significaciones de “hombre” – “mujer” (nombrados como género), y que a su vez,
tales formas discursivas darían paso a ciertas técnicas de constitución de
sujetos, donde además “el género no es una propiedad de los cuerpos o algo
originalmente existente en los seres humanos, sino el conjunto de efectos
producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales […]
una tecnología política compleja” (De Lauretis, 2000). Es decir, las tecnologías del
género no son más que una forma de dispositivo en tanto que éste es un aparato
enunciativo que genera cierto tipo de sujetos
sujetados a tales formas simbólicas.
En ese
sentido, (De Lauretis, 2000) afirmó: “el sistema sexo-género,
en suma es tanto una construcción sociocultural como un aparato semiótico, un
sistema de representación que asigna significado (identidad, valor, prestigio,
ubicación en la jerarquía social, etc.) a los individuos en la sociedad”. De
este modo, la publicidad, la televisión, el cine y prácticamente cualquier tipo
de producto cultural, estaría reproduciendo constantemente el binomio de género
(que además, es heterosexual). ¿Cuántas veces vemos en esos diferentes espacios
las mismas imágenes de la masculinidad o feminidad? En este sentido, (Barrios, 2010) señaló:
Las relaciones entre tecnología, representación y
afecto son algo más que el puro momento de figuración, simbolización e
inteligibilidad que puede producir tal relación […] En medida en que el momento
técnico de la narración se oculta, se produce un falseamiento de lo real y se
le sustituye por su puro constructo, pero además dicha construcción, al tiempo
que funciona como un dispositivo de control de las subjetividades, produce el
espacio psíquico de sus miedos mediante la superposición entre montaje y
referente. (pp. 54-55)
En otras palabras,
el modo en que opera el mundo simbólico es por medio del juego
visibilidad-ocultamiento de los significados al “montarse” la operatibilidad de las imágenes: en tanto palabra, grafía,
sonido, etcétera. Pero ¿qué pasaría con aquellos sujetos que no responderían a ese
horizonte de significación? ¿cómo resistir o
resignificar ante el binomio de género que tendería a codificar toda experiencia
subjetiva como heterosexual? Una manera de responder a esto sería mediante la
noción de la signatura.
“La signatura, que en la teoría de los signos
debería aparecer como un significante, siempre se desplaza de la posición de
significado, de tal manera que signum y signatum se sustituyen recíprocamente y parecen entrar en
una zona de indecibilidad” (Agamben,
2010, p. 49). Es decir, las signaturas revelarían “algo más” de aquello que
permanece “oculto” por medio de un enunciado-semejanza. Donde, “la lengua, que
custodia el archivo de las semejanzas inmateriales, es también el cofre de las
signaturas” (Agamben, 2010, p. 47). Es necesario
recalcar que la signatura es más que un simple “nombrar algo”, ya que ésta
manifiesta un “algo” que se percibe, pero que, excediendo su significación, se
vuelve no enunciable. Es una “marca” de algo que no
depende (por lo menos no de manera necesaria) de la mera descripción. ¿No son
las imágenes de nuestra cultura signaturas que exceden en sí mismas su
significación, pero que a su vez, develan un “algo” más? En este sentido, (Agamben, 2010) afirmó:
La signatura no expresa simplemente una relación
semiótica entre un signans
[significante] y un signatum
[significado]; más bien es aquello que, insistiendo en esta relación pero sin
coincidir con ella, la desplaza y disloca en otro ámbito, y la inserta en una
nueva red de relaciones pragmáticas y hermenéuticas. (p. 53-54)
Este desplazamiento,
según Agamben, se dirige a la esfera de la política.
Es decir, la signatura permite la creación de las identidades (y
subjetividades), en tanto que entre más se de-signa o asigna a alguien, éste
excediendo esa significación dada, puede identificarse con otros que han sido
también “marcados”. Aunque de manera inversa, la signación de los sujetos puede
volverse una “imposición”. En otras palabras, puede interiorizar un discurso
como la homofobia o la misoginia. “La signatura es aquello que, habitando en
las cosas, hace que los signos mudos de la creación hablen y se vuelvan
efectivos” (Agamben, 2010, p. 57). Así, la signatura
tiene una función performática y de iterabilidad (como un acto performativo
del lenguaje de Austin) que en tanto se signa, se efectúa una acción. Pero la
signatura tampoco se reduce a una operación semántica de repetición de
significados, sino que éstas operan en un nivel diferente al juego de lo
visible e invisible: las signaturas,
―Ya no son meros signos pero todavía no son discurso―,
los enunciados, como las signaturas, no instauran relaciones semióticas ni
crean nuevos significados, sino que signan y “caracterizan” los signos al nivel
de su existencia y, de esta manera, efectúan y orientan su eficacia. (Agamben, 2010, p. 85)
Por otro lado, si
las signaturas exceden al lenguaje y éstas están en un nivel ontológico, la
“signatura” devela la “percepción” de la pura existencia, revelando al ser en
su existir. “Signar” implica no sólo “nombrar” algo, es una “marca” que permite
una legibilidad y que lo que se signa toma sentido en un mundo de imágenes, es
un arquetipo temporalizado. Signar es transtemporal
(efímera pero estable) en el juego tiempo/espacio que se manifiesta en el
lenguaje. Es decir, las signaturas podrían expresarse bajo dos formas: como un
conjunto de significados que se articulan bajo un mismo sentido, o como la
significación que se desborda constantemente abriendo nuevas formas de
significados (y, por tanto, de imágenes).
De esta
forma, desde el discurso hegemónico, la homosexualidad-imagen es una signatura
inserta en un conjunto de significaciones o “modelos” contextualizados (en este
caso por el cine que articula las significaciones sobre esta experiencia). Aunque
podría contener una potencia que trastoca a la existencia misma de los sujetos
de quienes son señalados (o marcados), como lo queer. Por otro lado, la imagen-homosexual en el cine ha servido mayormente
para “marcar” a aquellos cuyas prácticas e identidades son diferentes al
sistema normalizado heterosexual.
Por lo
cual la pregunta importante es ¿quién signa? Es decir ¿quién marca lo que es o
no es homosexual? La respuesta sería el sistema simbólico entendido como heteropatriarcado, que por medio de diversas narraciones, invisibilizan otras formas experienciales de sexualidad que
no siguen los constructos y los mandatos de la obligatoriedad de la
heterosexualidad. Aunque aquí una primera irrupción, pues pese a la
predominancia de “historias homonormadas”[6]
en el cine, habrían formas que escaparían de tales representaciones marcadas
por la heterosexualidad, me refiero a las historias o narrativas queer. Pero, antes de abarcar esas dos
miradas sobre la imagen-homosexual, es necesario explicar el alcance del cine
en el presente.
Cine
como dispositivo
A pesar de que el
cine tiene su propio lenguaje, no se puede negar que las formas narrativas
desarrolladas en ese dispositivo a lo largo de su existencia dependen del
horizonte de significación que subyace en los diversos estratos y elementos de
la cultura occidental, que dicho sea de paso, está delimitado por el heteropatriarcado. Es decir, las formas de representación
en el cine opera como canalizador de las tecnologías
del género. Pero, ¿cómo se ha ido conformando ese dispositivo llamado cine,
bajo qué mirada y marco simbólico?
En primer lugar, Badiou
considera al cine como el acontecimiento del siglo xx, y con acontecimiento, se refiere a la ruptura epistémica
entre la forma de pensar del siglo xix
y el xx. Es decir, el cine como
acontecimiento marca el cambio de episteme de una época a otra, puesto que la
forma de articular los enunciados (ahora como imágenes: visuales, auditivas,
gráficas, etcétera) y la manera de organizar a las cosas (al mundo) se relacionan
de forma diferente. En otras palabras, el cine es el gran articulador del
saber-poder del siglo xx y
probablemente de lo que va del presente siglo, aunque existen ya dudas si el
cine aún ostenta ese poder o es el internet lo que articularía ese corte
epistémico (pero no ahondaré en esa tesis). Ahora bien, si el cine es la
actividad artística por excelencia del siglo xx,
entonces este manifestaría el pensamiento de la época en la que se desenvuelve,
cuyo objetivo consiste en “hacernos comprender la conexión de una imagen con
todas las demás” (Badiou, 2014, p. 39).
Por lo
cual, las narrativas devenidas del cine “marcan” (a modo de signatura) la
manera de cómo concebimos al mundo tanto en el tiempo y el espacio así como la
subjetividad emanada de la relación de esos elementos. Así, “el pensamiento del
hombre del siglo xx se vio
modificado por el cine […] porque el cine dotó a la imagen de una nueva
función” (Badiou, 2014, p. 38). ¿Y cuál sería esa
nueva función? Percibir al cine como canalizador en la producción de narrativas
que produce ciertos tipos de sujetos.
Por su
parte Stam (2001, p. 33) reconoce que la emergencia del
cine “es un enunciado históricamente situado [donde es …] un intento de someter
al mundo a un único régimen ‘universal’ de verdad y poder”. En otras palabras,
el cine se instala como un coto de poder y mecanismo de dominación, que por
medio de las historias que narra/construye también genera en los individuos una
relación de sometimiento y aspiracionalidad dado por
un continuum discursivo con el fin de
despojar intelectualmente a las culturas no europeas de sus propios órdenes
discursivos y afirmó:
El cine europeo/americano dominante no sólo heredó y
divulgó un discurso colonial hegemónico; también creó una poderosa hegemonía
propia a través del monopolio sobre la distribución y exhibición
cinematográfica en gran parte de Asia, África y las Américas […] para los
colonizados, el cine produjo un estado de ambivalencia profunda que mezclaba la
identificación provocada por la narrativa fílmica con un intenso resentimiento.
(Stam, 2001, p. 34)
Ese monopolio puede
reconocerse fácilmente, pues la producción de películas en “Bollywood”[7]
es mucho mayor a Hollywood (y por tanto del cine europeo), pero el cine indio
tiene un alcance limitado (no se diga el cine producido desde Latinoamérica), ya
sea porque no se considera “comercial” y las narrativas desarrolladas por esa
industria simplemente no distribuyen ese
cine más allá de Asia. Además, las formas discursivas proyectadas desde el cine
hollywoodense ―mayoritariamente―, son construidas bajo la mirada discursiva
dominante, que como se dijo un poco más arriba, es el heteropatriarcado
(este punto se desarrollará un poco más abajo).
Una
tercera forma de concebir al cine residiría en su poder simbólico, a este
respecto (Casetti, 1993, p. 254) dijo: “El cine nunca
representará el mundo tal cual es, precisamente porque sólo puede representarlo, es decir dar una
configuración de tipo simbólico. En la pantalla no se trata de cosas sino de
signos”. Precisamente, es esa característica del cine que lo hace tan potente,
no sólo discursivamente sino que crea espacios de aspiracionalidad
e identificación de los sujetos ante la narración vista en la pantalla, razón
por la cual, a partir de la década de los años 1970 los teóricos del cine
comenzaron a evidenciar los mecanismos semióticos en el cine, cuya corriente
más crítica y radical[8]
fue la llamada teoría feminista. Así, el cine se le reconoce como un poderoso
generador no sólo de construcciones semánticas sociales sino de ser un fuerte
mecanismo generador de subjetividades.
En
últimos años, la manera en cómo se conciben tanto los horizontes y significados
sobre el género y la diversidad sexual depende de lo que es proyectado en las
pantallas alrededor del mundo. El cine ha emergido como el arte de la relación
de las imágenes, el pensamiento, el lenguaje, el mundo, en una palabra, en
aquello que nos conforma en un tiempo-espacio singular (ontología histórica de
nuestro ser, diría Foucault). Pero ¿qué tipo de narrativas constituyen a ese ethos histórico
homosexual? ¿cuáles son sus características? ¿cómo puede establecerse la relación de la reproductibilidad
discursiva con la episteme hegemónica del heteropatriarcado
capitalista?
Una
última aproximación de la constitución del cine residiría en las reflexiones
propuestas por Teresa De Lauretis respecto a la
discusión sobre la existencia del cine feminista o el cine de mujeres, puesto
que se podría hacer un símil con el llamado cinema queer o el cine de “temática” gay. Lo que detona la pregunta ¿por
qué el cine feminista/para mujeres reside en cuestionarse si existe una
estética femenina y si es así, bajo cuáles categorías se estaría construyendo
tal percepción de la belleza? La respuesta a tal cuestión, según la autora
mencionada, consiste en que la forma de representación de la mujer está dada
bajo la mirada masculina sobre las mujeres y cuya repercusión delimitaría (o
minaría) la dimensión política de las mujeres al no encontrar “su reflejo” en
la pantalla: “para las mujeres que nunca nos habían representado como sujetos y
cuyas imágenes y subjetividades ―hasta hace muy poco― no fueron nuestras para
moldearlas, retratarlas o crearlas” (Navarro y Stimpson, 2001, pp. 207-208) era imposible posibilitar la
irrupción del sujeto político llamado mujer. De manera similar, la diversidad
(y disidencia) sexual suele estar codificada mayoritariamente en la industria
comercial bajo la mirada de la obligatoriedad de la heterosexualidad.
Por otro
lado, el que existan historias de mujeres en el cine no significa que éste sea
“cine feminista”, es decir, puede haber una película sobre la vida de una mujer
pero el cómo está narrada y construida la imagen de esa mujer en ese filme,
puede estar (y suele estarlo mayoritariamente) bajo las categorías establecidas
por el cine dominante, donde “la cámara, la mirada (voyeurismo) y el área de acción
participan de lo fálico y, por tanto, son entidades o figuras de naturaleza
masculina” (Navarro y Stimpson, 2001, p. 213). De forma parecida, las
historias que suelen presentarse en la industria cultural hegemónica sobre lo
homosexual/queer están dadas bajo el
discurso de la masculinidad. Por ejemplo, prácticamente todas las películas
tratan sobre la homosexualidad masculina y son muy pocas aquellas que tratan
las historias sobre lesbianismo, transexualidad, intersexualidad o queer (entendido aquí como la
experiencia desbordada de significación sobre lo homosexual).
Finalmente,
quisiera establecer algunos elementos discursivos en los que está fundamentado
el cine hegemónico heteropatriarcal, para
posteriormente, ejemplificar cómo en ese cine dominante se construyen las
historias y las imágenes sobre la diversidad sexual, y cómo tal construcción
semiótica marcaría pautas aspiracionales entre los
sujetos no heterosexuales en la construcción de su identidad, puesto que lo que
se ve en el cine tiene un tipo de significado y por tanto real al ser
interiorizado en el sujeto como parte de su sujeción discursiva.
La cuestión es saber si las películas hechas por
mujeres [u homosexuales] logran de
hecho subvertir el modelo básico de la construcción de la mirada de la cámara y
si la mirada femenina [o queer] desde
la cámara, sobre el mundo, los hombres, las mujeres y los objetos será
esencialmente distinta. (Navarro y Stimpson, 2001, p. 214)
El primer elemento
del estrato discursivo heteropatriarcal consistiría
en el cine y su relación con “la esperanza en el futuro”, ya que el cine nace
como parte de la cultura de la guerra (y por tanto de la muerte) puesto que “fue
el gran testigo porque propuso las relaciones que existían en el siglo de la
muerte, es decir, en última instancia, la relación entre los vivos y la muerte”
(Badiou, 2014, p. 40). Este discurso obsesivo de
hablar sobre la muerte y el futuro, ha dado paso a diversas reflexiones sobre
la configuración de las sociedades occidentales (no olvidemos que Freud mismo habría
puesto la relación de Tánatos
y Eros como pilares de la
representación simbólica occidental), tanto que en algunas lecturas se ha
identificado a la vida con el heteropatriarcado y a
la muerte con la homosexualidad.
Por un
lado, la idea de la reproducción humana es el único medio (o forma de ser) de
la realización no sólo individual, sino colectiva. Es decir, la vida sólo es
realizable bajo la promesa de un mañana (futuro) dada por la reproducción
sexual de los individuos y aquellos que no pueden procrear están condenados a
la muerte en tanto que estos intentan sólo “satisfacer” y realizar el placer
egoístamente. De ahí, que algunos autores como Edelman
(2014) o Bersani (1998), verían en el sujeto
homosexual la realización de Tánatos y no de Eros,
pero rescatarían esa pulsión de muerte para pensar en una teoría antisocial de
lo queer, es decir, pensar en la
finitud misma como una herramienta en el agenciamiento
de la homosexualidad.
En este
sentido, la muerte sólo puede ser entendida como presente, como mero instante
donde el goce tiene su realización y aquellos quienes acceden a ese goce, se
ven imposibilitados para acceder al futuro y a la realización colectiva de la
humanidad. De ahí, que las diversas temáticas ―a pesar de que tratan sobre la
muerte―, en realidad suelen estar fundamentadas en una promesa sobre el mañana:
el fin de la guerra, el regreso de los vencedores, el reencuentro con los
familiares y amigos después de una catástrofe. Sí, es verdad que hay muerte,
pero ésta sólo es tránsito, un estado temporal pero cuya realización (y
finalización) se dará en las generaciones futuras, es una narración sobre la
esperanza del futuro realizable en la familia y los hijos (principal promesa de
la realización plena de la heterosexualidad dada por la procreación).
Un segundo
elemento que estaría relacionado con el punto anterior, consistiría en la
noción de “comunicación” y “comunidad”, en donde el horizonte de significación
está dado desde la construcción que hace el heteropatriarcado.
Es decir, prácticamente toda la construcción lingüística reside en los límites
que establece la masculinidad como categoría central y todo aquello que no se
corresponde a tal imaginario es mandado a los márgenes de inteligibilidad y enunciabilidad. Aunque en el lenguaje mismo estaría la
posibilidad de experimentación y experimental significa: “consagrado a la
relación, consciente de la relación y que, por ese atajo, se resiste a la
comunicación” (Badiou, 2014, p. 46). Este resistirse
a la comunicación, implicaría resistirse a aquello en “común” o a la
“comunidad” (común-unidad), aquello que endeuda al sujeto y que elimina su
singularidad y su experiencia. En otras palabras, el cine ¿debería? ser un
espacio experimental de otra(s) narrativa(s) que no dependa de la
reproductibilidad económica y simbólica heteropatriarcal
escapando de la homogenización de la diversidad y abriendo posibilidades de
muchas otras narrativas.
¿Cinema
queer?
En este tercer punto
se exploran dos cuestiones: la primera consiste en cómo el espectador recibe y
codifica el cúmulo de representaciones que se reproducen en el cine; y la
segunda, muestra que el cine dominante no produce una “estética queer” (replanteando la tesis De Lauretis respecto al cine feminista en el punto anterior),
sino que el llamado “cinema queer” no
es más que cine de homosexuales, es decir, que las películas hollywoodenses
suelen mostrar un homosexual (mayoritariamente) bajo la mirada de la heteronormatividad.
Ahora
bien, aunque suele pensarse que el espectador es un ente pasivo al observar un
producto audiovisual, en realidad no lo es. Sino que el observador
interpretaría los múltiples signos que se le presentan, al grado de volverse un
“traductor”, un “intermediario” entre su universo semántico y los significados
que transcurren ante su mirada. David Bordwell
considera que la interpretación no está necesariamente ligada a un cierto saber
especializado y resalta que “Ciertos escritores toman la ‘interpretación’ como
un sinónimo de la producción de significado [pero…] si ningún conocimiento es
directo, todo conocimiento deriva de una ‘interpretación’ [donde] los
significados no se encuentran sino que se elaboran” (Bordwell, 1995, pp. 18-19). Es decir, el espectador da
forma (y sentido) a aquellos significados que subyacen dentro de una película,
pero ¿cuáles estructuras epistemológicas están en juego? ¿qué
tipo de saber hegemónico percibe el espectador para reconocerse, o no, en la
pantalla? Este sería el orden simbólico en el que estaría inscrito tal o cual
sujeto (y tal orden es el dado por el heteropatriarcado
y su aspecto aspiracional).
Por otro
lado, el autor antes mencionado reconoce cuatro tipos de significados que son
elaborados por el espectador, a saber: a) pueden construir un mundo concreto a
partir de sus propias experiencias, b) puede resignificar conceptualmente ese
mundo construido, c) puede construir significados simbólicos o implícitos, o d)
puede realizar significados reprimidos que divulga inconscientemente (Bordwell, 1995). Es decir, el espectador
“negocia” con los signos que está percibiendo en las diversas historias que le
presenta el dispositivo llamado cine y termina elaborando una representación
devenida de esos significados que se le presentan. Sin embargo, podríamos
preguntarnos ¿cuáles son los signos que se presentan con más frecuencia en el
cine? o más específicamente ¿cuáles son las imágenes sobre lo no-heterosexual
que ve, para sentirse o no, identificado (o reflejado) en esas historias?
Existe
desde hace algunos años un debate vívido en torno a la representatividad de
historias no-heterosexuales en el cine y en la forma en cómo estas imágenes
reflejan adecuadamente la experiencia homosexual como un espacio de
experimentación que explora otras formas narrativas más allá de la heteronorma.
Sin embargo, considero que esas formas narrativas desde el cine exportado de
Hollywood se construyen desde la llamada homonorma (que no es más que la
emulación a la heteronorma). De este modo, me centraré en este apartado en
evidenciar que aquello constituido como “cinema queer” es una construcción semiótica sesgada y delimitada por la
mirada heterosexual.
Ahora
bien, la mayoría de las películas del cine comercial proyectadas han idealizado
y construido su idea de homosexualidad bajo la episteme de la heterosexualidad:
temas como la familia, la masculinidad o las relaciones afectivas suelen ser representadas
bajo esa lógica quedando fuera otras formas no hegemónicas de la experiencia
no-heterosexual. Aunque, acepto de antemano que existen otras formas narrativas
que exploran y subvierten el mandato heterosexual, pero tales formas quedan
ocultas o delimitadas en su distribución por la hegemonía del cine comercial
hollywoodense.
Hablando
arqueológicamente, se podrían rastrear y establecer los estratos de la
heteronorma en el cine estadounidense, que va desde la figura del sujeto
enfermo hasta la neutralización del conflicto social en la vida del sujeto no
heterosexual. En las siguientes líneas trataré de evidenciar los estratos
enunciativos que han ido configurando, a través del dispositivo del cine, en el
homosexual (así como a la sociedad neoliberal) formas de sujeción que ya no
emergen de la diferencia o la diversidad sino desde el discurso hegemónico
heterosexual y patriarcal.
En una
primera etapa[9] del
“cine gay” o de temática homosexual, las historias que se muestran en la
pantalla grande suelen estar construidas desde una mirada desconfiada o enjuiciadora.
Por ejemplo, la película de Jonathan Demme “Philadelphia” (EE.UU, 1993), nos muestra la historia de un
abogado que es despedido de la firma de abogados en la que trabaja, por tener
el Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) y emprende una batalla en los
tribunales para denunciar que su despido fue injustificado. Lo llamativo de
esta película es que el protagonista es un varón homosexual, educado, de cierta
clase social privilegiada pero que era un “peligro” para los otros al tener un
virus contagioso y mortal. Aquí, es evidente que está operando la masculinidad
como eje central de la sexualidad (en tanto que el protagonista de la historia no
es una mujer o un gay amanerado), además se muestra el deterioro físico que va
sufriendo el personaje principal a causa de su condición (y podría servir muy
bien para perpetuar el estigma social hacia aquellas personas que tiene tal
virus).
Una
segunda película que nos muestra las dificultades de los homosexuales en una
sociedad que espera que los seres humanos cumplan su destino social de la
reproducción humana, es el filme de Ang Lee “Brokeback Mountain” (EE.UU., Canadá, 2005) que es una
historia (aparentemente de amor) entre dos vaqueros (Ennis y Jack) que suben a
cuidar el ganado de un tercero por temporadas. Sin embargo, terminan casándose
y cuyas vidas toman caminos muy diferentes: uno de ellos se casa con una mujer
de familia adinerada, a quien parece no amar, termina trabajando para su
suegro; el otro, con una vida más modesta pero que aparenta haber encontrado
felicidad con la mujer que se casó. Después de unos años de separación, ambos
personajes se reencuentran y regresan a la montaña que los vio amarse cuando
eran jóvenes. Sin embargo, Ennis entiende que su vida está con su mujer y sus
hijos y le dice a Jack que lo olvide y siga adelante con su vida. El giro un
tanto inesperado se muestra al final cuando matan a Jack ―aparentemente por su
homosexualidad―. Lo que muestra este filme es que los homosexuales están
destinados al fracaso amoroso por rebelarse al destino social, que es mejor
permanecer “en el clóset” antes de ser agredido por otros y que uno puede tener
cierto romance juvenil pero que en algún punto debe “sentar cabeza” formando
una familia y teniendo hijos.
En una
segunda etapa de este cine, encontramos películas que versan sobre la
“militancia queer”
y que parece mostrar que los homosexuales son sujetos de derecho. Un ejemplo
claro de esto lo encontramos en el filme de Gus Van Sant
“Milk” (EE.UU., 2009), esta película versa sobre la
lucha que establece Harvey Milk en San Francisco,
California para obtener derechos para el colectivo LGBT. En esta historia, se muestra
que las relaciones sexoafectivas son inestables y están destinadas al fracaso
(puesto que Milk y su pareja terminan en algún momento de la trama), que la
lucha por los derechos es la única vía de reconocimiento social y que es
necesaria la visibilización de los homosexuales para
ganar esos derechos para lo cual, el martirio (en este caso de Milk mismo) es
necesario para lograr tales derechos (muestra teológica-política del
pensamiento liberal estadounidense). Lo interesante de este film radica, probablemente,
en que “salir del clóset” es la única vía para que un homosexual sea un
“verdadero” sujeto político, sin embargo, esa salida del clóset, como lo afirma
(Halperin, 1995), le da poder a aquellos que no
son homosexuales sobre éstos.
Un
segundo filme consiste en el dirigido por Ryan Murphy “The
Normal Heart” (EE.UU., 2014) donde se narra la lucha
por los activistas en la ciudad de Nueva York para que el Estado se hiciera
responsable y actuara ante el brote epidemiológico del VIH a principios de los
años de 1980 en dicha ciudad. Lo interesante que muestra este filme es que
existe una relación del VIH/SIDA con una vida de excesos: sea por el sexo, sea
las drogas o el alcohol, puesto que una de las reflexiones iniciales de la
película dada por el protagonista empieza afirmando que la comunidad gay está
mal y que deberían de regular los excesos en la vida de los homosexuales. Lo
importante es mostrar cómo en todo acto “libertino” hay una consecuencia fatal
para aquellos que transgreden las normas morales, afectivas y sociales, en
tanto que los que son contagiados llevaban una vida promiscua y sin recato.
Finalmente,
se podría reconocer una tercera etapa de este “cinema queer”, el cual consistiría en
mostrar las historias sobre la homosexualidad ya liberalizadas bajo la idea de
que no existe conflicto social que amenace la existencia de los homosexuales,
sino que es el individuo que se cree amenazado, pero no existe tal cosa. En
otras palabras, la imagen del sujeto homosexual emerge como parte del sistema y
del discurso hegemónico donde ya no tiene que temer, excepto por sus acciones mismas:
es la maximización del individualismo y éste como subterfugio último de su
propia identidad.
El
primer ejemplo yace en la película de Luca Guadagnino
“Call me by your name” (Italia, Francia,
Brasil, EE.UU., 2018) la historia narrada trata sobre el romance que establece
un hombre mayor con un adolescente ocurrido durante un verano en el año de 1983
en una villa italiana. Ambos protagonistas, Elio (el adolescente) y Oliver (que
probablemente tenga el doble de edad que Elio), comparten rasgos similares:
ambos son educados, sin problemas económicos, varoniles y cuya presencia
asegura que nadie dude de su integridad o buena reputación. Por otro lado,
existe una tensión entre los dos protagonistas, pero que está impedida por el
silencio y el temor al rechazo, donde ambos se comprenden pero que no pueden
expresar libremente su sentir. De hecho, cuando Elio le insinúa a Oliver que se
siente atraído por él, Oliver le dice que no puede hablar de eso, que debe
callar[10].
Lo interesante del planteamiento de la historia es, que a pesar del silencio de
los protagonistas para expresar lo que sienten, no hay en el ambiente algo que
los reprima: no hay grupos homofóbicos gritando en las calles, no hay un cuerpo
policial que vigile sus cuerpos o sus acciones, ni siquiera los padres de Elio
“ven mal” que el chico tenga una relación tan cercana con Oliver, al contrario,
la incitan. En otras palabras, no hay vigilancia del otro porque esa vigilancia
ya está interiorizada, y que además, tal relación a pesar de todo, está
destinada al fracaso quedando como un recuerdo amargo que hay que asimilar. No
existe diversidad racial o de clase porque justo ese tipo de homosexuales son
los aceptados, los cómodos de ver para la sociedad, no así los pobres o los de
otra raza que no sea la blanca o los afeminados.
Una
segunda película que muestra la realización del pensamiento liberal, el borramiento del conflicto social ante lo homosexual, es la
película de Greg Berlanti “Love,
Simon” (EE.UU., 2018). Este filme trata sobre la vida
de un adolescente que tiene un secreto inconfesable para su familia y amigos,
es decir, su homosexualidad. Pero un compañero de su escuela descubre que es
gay y lo “chantajea” para que Simon le ayude a
conquistar a una chica, a la par, Simon se escribe
vía internet con otro chico de su escuela que también es gay pero, al igual que
Simon, teme decir su orientación por miedo al
rechazo, pese a que en su escuela hay toda una política contra el acoso escolar
(sea sexual, racial, de clase, etcétera), incluso aparece un chico negro
abiertamente gay que se defiende sin problema ante un par de acosadores de su
escuela. Lo interesante, más allá de los temores de Simon
por el rechazo, es que el mismo personaje sabe (porque lo dice en un punto de la
película) de antemano que nadie lo va a rechazar porque sólo encuentra amor y
comprensión en su círculo social, familiar y de amistad, en otras palabras no
hay conflicto, no hay rechazo social ante la homosexualidad, todo eso está en
la mente del protagonista. Finalmente, la normalización es la clave de la
película puesto que Simon “es como cualquier otro
chico” sin mayores conflictos que el poder de su decisión individual.
Fin de la proyección
Como pudo
observarse a lo largo de este trabajo, la representación sobre lo homosexual
depende de la mirada (y formación) del heteropatriarcado: así, tenemos la
visión homonormada (en tanto emulación de la heteronorma al reproducir los
mismos horizontes de significado de ésta) cuyo eje articulador de toda imagen es
la masculinidad (o por lo menos desde esta forma de enunciabilidad). Es decir,
la imagen que impera en el cine comercial sobre la homosexualidad suelen ser
varones, masculinos, atléticos, blancos y con posiciones económicas que les
evitan o aíslan de participar de cualquier conflicto.
Por otro lado, la forma en cómo se construye y se difunde la
homosexualidad en el cine, suele estar limitada a rasgos generalizados de
representación, son pocas las historias que abordan otro tipo de experiencia
que no sea bajo la homonorma y si lo hacen, suelen presentarse de manera
sesgada o codificada bajo el fuerte ideario de la heteronorma.
En pocas palabras, la forma en cómo se concibe a lo homosexual depende (aún) en
gran medida del dictatum
heteropatriarcal.
Así, la
mayoría de las historias que se han ido entregando la industria hollywoodense desde
la despatologización de la homosexualidad en la
década de 1990, han estado reproduciendo (prácticamente) los mismos horizontes
de enunciabilidad sobre lo homosexual, a saber: la
enfermedad como algo constitutivo en el sujeto homosexual, sus carencias
sexoafectivas, la soledad en la que están inmersos al “renunciar” al núcleo
familiar o, en su defecto, muestran una cierta forma de homosexualidad siempre
en deuda con la heteronormatividad y la masculinidad:
pocas veces (por no decir nunca) se muestran desnudos frontales masculinos o
relaciones sexuales entre personas del mismo sexo; son escasas las historias
donde aparecen lesbianas (casi siempre son homosexuales varones los protagonistas);
las muestras de afecto son escasas y suelen presentar a la homosexualidad más
que como un deseo, como una etapa, algo que puede superarse por medio del
matrimonio o bajo la resignación como sujetos solitarios y melancólicos. Todas
esas historias son contadas desde y por la heterosexualidad que responde a la
lógica de mercado.
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[1] Entendida en su
acepción más amplia, es decir: palabras, ideas, gráficas, etcétera.
[2] El uso
de este término no es para fortalecer la hegemonía conceptual de la
heterosexualidad en nuestras culturas, sino sólo para distanciar o diferenciar
todo aquello que escapa de la lógica heterosexual.
[3] Entiendo queer no como sinónimo de homosexualidad
sino como una singularidad que se abre (y tuerce) constantemente sobre su
propia significación.
[4] Se usa el término como lo pensaría y plantearía Derrida: como aquello que se desborda en su propia significación.
[5] Estos Jeroglíficos
= “hieros” y “grafía” (o grabado, imagen de lo sagrado) no son más que la
“expresión” del mundo, o mejor aún, no es más que una inscripción de lo sagrado
en las cosas mismas que están ahí para ser desentrañadas en su propia
significación.
[6] La homonorma no es
más que una emulación de la heteronorma, y, por
tanto, la forma en cómo se concibe la homosexualidad depende de la validación y
codificación heterosexual.
[7] Se le llama así a
la industria cinematográfica en la India (para homologarla con Hollywwod), ya
que la ciudad donde más se producen filmes es en Bombay.
[8] Entendido como “ir
a la raíz”.
[9] Estoy consciente de
dos cosas: la primera, que la figura homosexual ha existido en prácticamente
toda la historia del cine de Hollywood, sin embargo, tales imágenes eran
accidentales o aparecían como pequeños gestos dentro de la trama principal y no
es hasta que se despatologiza la homosexualidad por
parte de la ONU que tales historias comienzan a aparecer en el cine
estadounidense; la segunda, que a pesar de que existe una línea narrativa
dominante, hay diversas películas que tratan de subvertir esa línea (por
ejemplo, “Dallas Buyers Club” EE.UU., 2013; o “Boys don´t cry”
EE.UU., 1999 y probablemente, “Moonlight” EE.UU.,
2016 ―aunque de ésta última tengo duda sobre clasificarla o no dentro de la
temática gay―). Sin embargo, parecen ser insuficientes y ha sido el cine
independiente (o no comercial) el que ha explorado otras líneas narrativas que
no respondan a la enunciación hegemónica, pero no entraré en esa línea de
investigación en este trabajo.