LA CONSTRUCCIÓN DE CUERPOS Y SUBJETIVIDADES
SEXO-GÉNERO DISIDENTES EN LATINOAMÉRICA
THE
CONSTRUCTION OF DISSIDENT SEX-GENDER BODIES AND SUBJECTIVITIES IN LATIN AMERICA
Norman Ivan Monroy Cuellar[1]
Resumen
El presente artículo tiene como objetivo analizar la construcción de
cuerpos y sujetos sexualdiversos en Latinoamérica. Hablaré en un primer momento
de las tecnologías del poder que moldean a los sujetos y su relación con las
prácticas políticas performativas de los cuerpos que subvierten las normas de
género. Después haré un breve recorrido por algunas propuestas de la Teoría Queer, así como los debates que
problematizan su incursión en México y Latinoamérica desde otras teorizaciones
como los feminismos y el pensamiento decolonial. Es una invitación para
comprender de forma crítica nuestras propias genealogías políticas de
disidencia sexo-genérica.
Palabras clave:
Teoría
Queer, disidencia sexo-genérica,
subjetividad, feminismo decolonial, Latinoamérica
Abstract
The
following paper aims to analyze the social construction of bodies and
subjectivities of sexual diversity in Latin America. First of all I will talk
about power technologies that mold subjects and its relationship with
performative political practices of bodies that subvert gender rules. Then, I
will talk about Queer Theory proposals and its debate with feminist theories
and decolonial thinking. This is an invitation to an critical view of our own
political genealogies of sexual dissidence.
Keywords: Queer
Theory, sexual dissidence, subjectivity, decolonial feminism, Latin America
recepción: 06 de
septiembre de 2019
aceptación: 09 de diciembre
de 2019
Introducción
Al inicio de la década de
1970 se consolida en Norteamérica el llamado Movimiento de Liberación
Homosexual, en el que gays y
lesbianas reivindicaron su identidad para hacer frente a una serie de
opresiones y violencias que sufrían como sujetos no heterosexuales (Diez,
2011). El movimiento devela los procesos de organización colectiva en el que
las diversidades sexuales se apropian del espacio público para visibilizarse,
sin embargo, esto no quiere decir que antes de éste no hayan existido otras
expresiones que dieran cuenta de su politización.
Podemos rastrear, desde antes del ahora
llamado movimiento LGBT, algunas expresiones que ―incluso― le antecedían al
relato central de los disturbios de Stonewall, y en las que se puede observar
ya una conciencia de que se estaban transgrediendo las normas de género. Estos
actos no son manifestaciones multitudinarias ni están documentados de forma tan
clara pero, se considera, son igual de importantes, pues así se pueden
comprender las resistencias que ya se asomaban varias décadas atrás, desde la microfísica del poder (Foucault, 1979),
es decir, desde la cotidianeidad, donde actúan las fuerzas que van moldeando a
los cuerpos y a los sujetos en la heterosexualidad obligatoria.
En este
artículo, se analizarán algunos de estos actos que tienen lugar en México y
Latinoamérica. Para ello, primero se hablará de las tecnologías del poder que
moldean a los sujetos, siguiendo al pensamiento de Michel Foucault y Paul B.
Preciado, para después hacer un puente entre estas teorías y las prácticas
políticas performativas de los cuerpos que subvierten las normas de género
desde el pensamiento de Judith Butler. En un segundo momento se analizarán
algunas propuestas de la Teoría Queer,
así como los debates que problematizan su recepción y reelaboración en
Latinoamérica[2]
desde otras teorizaciones como los feminismos y el pensamiento decolonial. La
propuesta es hacer una introducción a estos debates pero, sobre todo, es una
invitación para comprender de forma crítica nuestras genealogías políticas de
disidencia sexo-genérica, más allá de la asimilación de epistemes del norte
global.
Tecnologías del poder y la construcción de los sujetos
sexualdiversos
En su libro “Historia de la sexualidad: la voluntad de saber”, Michel
Foucault (2011) hace una genealogía de los saberes que se insertan como verdad
sobre la sexualidad en la sociedad moderna occidental a mediados del siglo xix. Se trata de discursos de
poder-saber estratégicamente implantados en instituciones de regulación como la
religión, la ciencia y la pedagogía, los cuales instauran un orden social desde
los intereses de la burguesía como clase dominante. Se establece un dispositivo
de sexualidad que configura ciertas normas que excluyen a las sexualidades que
no son funcionales al modo de producción, pues no siguen (necesariamente) las
lógicas de re-producción hetero-capitalistas.
En la religión, por ejemplo, opera el
mecanismo de la confesión en el que se extrae del sujeto un saber detallado de
sus deseos y prácticas sexuales. Lejos de reprimir, este dispositivo busca más
bien construir un saber meticuloso sobre la sexualidad para, luego, reglamentarla a través
de la moral cristiana que disciplina a los sujetos como policías del sexo de sus propias prácticas y las de los otros. En
este caso, se introdujo en el dispositivo de normalización ―entre otros― el
matrimonio (heterosexual) y la monogamia (Foucault, 2011).
En la pedagogía se gestiona un control de
la sexualidad infantil. A través de la culpa, como en el discurso religioso, se
suprimía cualquier indicio de deseo sexual en los niños y se les aplicaban
correctivos. Parte del dispositivo implementado en este caso respondía a la
regulación de la convivencia y de los espacios en función del sexo, como en los
dormitorios de los internados y las aulas de clase. Por otra parte, en el discurso científico tampoco se
suprimían los deseos, sino más bien se les clasificaba y especificaba,
como en el caso de “las histéricas”, categoría patológica del deseo femenino
que no respondía a la satisfacción masculina; así como también en los
homosexuales como categoría “perversa” que transgredía la norma heterosexual
(Foucault, 2011).
Estas tecnologías se van implementando y
sofisticando a la par y en función del desarrollo de las sociedades
industrializadas. Es decir, el biopoder o poder sobre la vida, como lo sostiene
Foucault (2011), administra los cuerpos y gestiona la vida para asegurar que la
población sea un aparato de producción eficaz a los requerimientos del sistema
capitalista. En este debate, y retomando a Foucault en sus investigaciones,
Paul B. Preciado (2010) da cuenta de nuevas formas de control político del
sujeto y su sexualidad ya en el siglo
xx, después de la segunda
guerra mundial. A diferencia de los mecanismos del régimen disciplinario que
describe Foucault y que circulan en torno al sexo y a la reproducción, el nuevo
régimen que Preciado denomina farmacopornográfico
se introduce a través de tecnologías hormonales y de entretenimiento que dan
fin a la sociedad disciplinaria.
En su libro titulado
“Testo Yonqui”, Preciado (2008) hace una genealogía política del sexo,
encontrando su construcción a través del uso de las hormonas, pues señala que
en 1947 se logra sintetizar esta tecnología (la hormonal) por medio de la
creación de la píldora anticonceptiva como dispositivo al servicio de la biopolítica.
Ésta se introduce ―denuncia― como una técnica eugenésica, pues lo que empezó
como un proyecto ―financiado por la iglesia católica― para “mejorar la
fertilidad” terminó en un presunto genocidio, pues se pretendía su aplicación
para exterminar a las comunidades de raza
negra. Otro de los usos que se le pretendía era la eliminación de la
menstruación y la cura de la
homosexualidad, es decir, ser productora de procesos biológicos. “Ya no
habitamos espacios disciplinarios, sino que somos habitados por ellos por medio
de prótesis biológicas” (Preciado, 2010).
Preciado devela que el género fue introducido como una
categoría psiquiátrica de regulación y que los binarismos hombre/mujer se
reprodujeron bajo estas tecnologías. Dentro del régimen disciplinario se crea
la categoría “homosexual” como patológica frente a la heterosexualidad y como “verdad”
de la sexualidad, mientras que en el régimen farmacopornográfico las
oposiciones se dan entre la categoría trans
como una reapropiación de las tecnologías hormonales frente a lo biosexual (biohombre/biomujer) y como el supuesto sexo natural (Preciado,
2010). El productor de estos mecanismos, es decir, el discurso médico
psiquiátrico, comienza a dar cuenta de la multiplicidad de sexos y aplica
también técnicas quirúrgicas para preservar este binarismo biosexual, pues la diversidad
de cuerpos atentaba a la estabilidad del aparato de producción capitalista. Por
esta razón, ya desde 1963, se violentaban a los cuerpos nacidos intersexuales
para asignarlos arbitrariamente en cualquiera de las dos categorías de género
impuestas y preservar la supuesta verdad sobre el sexo (Preciado, 2008).
No obstante, además de las tecnologías
hormonales se introdujo también la pornografía en articulación estratégica.
Mientras que en el régimen anterior se señalaba la masturbación como
práctica que atentaba a la finalidad reproductiva de la sexualidad, justo en el
marco de la implantación del régimen farmacopornográfico, la masturbación se
convierte en fuente de capital en la industria pornográfica (Preciado, 2010).
En otras palabras, este mecanismo disciplinario ―en términos generales― pasa a
ser obsoleto y en vez de castigar estas prácticas sexuales las alienta, las
reapropia y las explota en el marco de una economía política, a través de una
industria que, por si fuera poco, reintroduce a los cuerpos a una sexualidad que sostiene al
capitalismo, a la vez que consume y reproduce el binarismo de género.
Bajo estos términos, Paul B. Preciado se
cuestiona los objetivos que persigue el feminismo, pues en muchas ocasiones se
excluye la cuestión trans y otras
subjetividades como parte de éste. Para Preciado, el sujeto del feminismo
tendría que apuntar hacia nuevos retos que puedan vislumbrar no sólo a los
mecanismos de configuración de la categoría mujer, sino también a las
subjetividades que son producidas a sus márgenes y que son excluidas del
feminismo pues, como lo
considera, las biomujeres son construcciones de una economía política y de
técnicas hormonales tanto o más que las personas trans que se reapropian de
esos mecanismos hormonales. ¿Serán sólo las mujeres, como categoría de
opresión, el sujeto único del feminismo? ¿Se puede abrir este espacio a otras
formas que nos permitan generar estrategias de contraataque dentro y fuera del
feminismo?
Cuerpo y
performatividad del género
Este debate ya se venía
dando años atrás, muestra de ello, Judith Butler (1999) al inicio de su libro
“El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad” abre un
cuestionamiento parteaguas: ¿Quién es el sujeto del feminismo? Para Butler, justamente,
la categoría mujer deviene en una esencia que no ha sido problematizada del
todo. Es decir, la construcción política del sujeto se realiza con objetivos de facto excluyentes pues, ya sea en el
caso de “la mujer” o “las mujeres”, esta categoría homogeneiza las diversas
experiencias del ser mujer, además de que opera legitimando los binarismos de
género. Butler advierte que una representación universal de “la/s mujer/es”
dificulta su emancipación, pues el poder jurídico sólo puede producir lo que afirma
representar y, en este caso, no habría sitio de autonomía pues se estaría
legitimando la norma del ser mujer.
Butler se cuestiona qué es ser mujer y
todo lo que esto implica, pues esta categoría ―por sí misma― invisibiliza los
atravesamientos que constituyen al sujeto mujer en su experiencia más amplia,
como el género, clase social, raza, etnia, nacionalidad, etc. En este sentido,
la categoría de la mujer/las mujeres se ha forjado desde una representación
hegemónica que alude a la mujer blanca, heterosexual, cisgénero, clase
media-alta y toda una serie de atravesamientos; por tanto, el aceptar a la
mujer como sujeto inamovible del feminismo sería dejar fuera a otras mujeres que son oprimidas por otros
marcadores además del género.
Con ese debate, Judith Butler abre las
puertas en su texto a diversas concepciones,
no solamente del sujeto del feminismo, sino también hace una invitación
a virar hacia los diversos cuerpos y subjetividades que se producen dentro y
fuera del sistema sexo-género[3], y que para ella le atañen al feminismo. Aunque
quizá uno de los aportes más relevantes en las formulaciones teóricas de Butler
para desarticular la visión de estas identidades sea la performatividad, pues con esta noción pone en duda, al igual que
Preciado, que el género sea por sí mismo una categoría social al exponer su
concepción de sujeto desde la sexualidad.
Dentro de las propuestas teóricas que
retoma para articular esta teoría está la idea de interpelación de Althusser, quien hace referencia a la producción
de sujetos esencialistas que acuden al llamado de los aparatos de dominación
para introducirse en su estructura, generando la ilusión de un sujeto anterior
a la ley que le constituye y no como una producción de las prácticas y
significados que ha asumido en ese llamamiento. En estos términos, Butler
(1999) piensa la naturalización del sujeto como heterosexual, pues este es
llamado a responder a una sexualidad “verdadera” a través de las acciones que
despliega en las normas que asume y, en su reiteración, lo produce, dando un
efecto de esta sexualidad como verdadera y anterior a su misma constitución.
En otras palabras, para Butler (1999) el
género es performativo, pues este es
construido a través de actos repetidos que establecen una norma y que son
constitutivas del sujeto. Es decir, que el sujeto de género se construye a
través de su propio hacer, mediante una serie de actos constantes que lo
significan, pero que a la vez están regulados por normas inteligibles, en este
caso, las de la heterosexualidad. Esta concepción de performatividad no es
fortuita, pues la retoma de Austin (1962, en Butler, 1999) quien piensa en los
verbos performativos como formas de acción que se concretan ―valga la
redundancia― en la acción misma de su enunciación, es decir, su significación es producida a través de actos de habla en tanto que discurso a
su vez que acción.
En estos términos, podemos dilucidar una
conexión con Foucault para entender al acto performativo como un discurso que
constituye a los cuerpos y a las subjetividades en el campo del poder. En este
sentido, se vislumbra importante no confundir la noción de performatividad con
la de performance, siendo la segunda
una expresión utilizada para nombrar un acto y la primera todo un mecanismo de
producción de sujetos y significados. Por ello, la noción de género en Butler
se aleja de los roles de género, pues pensar de esta manera implicaría una
libre elección del género como si éste se redujera a elegir una prenda de ropa
o ciertas actividades consideradas como masculinas o femeninas; más bien, ella considera que el sujeto
de género es constituido a través de un complejo de relaciones de poder que se
basan en mecanismos de regulación y disciplina que nos obligan a ser
heterosexuales, y que esto es afirmado en la repetición de rituales sociales,
pues esta repetición le da estabilidad al sistema binario de género.
El discurso heterosexual depende de una
relación lineal entre sexo, género y deseo, donde los hombres se construyan
masculinos, las mujeres femeninas y ambos deseen al sexo-género opuesto
(Butler, 2002). De ahí que la afirmación discursiva de la identidad lésbica o
del homosexual afeminado devengan en una desestabilización de esta matriz de
heterosexualidad, que es una de las lecturas centrales de la llamada Teoría Queer. Estas ideas anteriormente
expuestas, que ofrecen una aproximación al sujeto sexualdiverso y a su
construcción relacionada a las políticas corporales, además de muchas otras,
han sido retomadas por la Teoría Queer.
Pero, ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de lo queer? ¿Dónde y cómo surge? ¿Qué
implicaciones tiene hablar desde lo queer?
La Teoría Queer como apuesta política
La palabra queer es un anglicismo que deriva del
alemán “que”, que significa “torcido” o “desviado” (López Penedo, 2008), y que
ha sido desplegada de forma peyorativa sobre los sujetos no heterosexuales y/o
quienes no están conformes con el determinismo del sexo-género. En el inglés
tiene varios usos, suele utilizarse como sinónimo de “maricón” u “homosexual”,
y como verbo expresa la concepción de “desestabilizar” o “perturbar”,
entendiendo ―entonces― que lo queer
desestabiliza las normas rígidas del género (Fonseca y Quintero, 2009).
A pesar de que esta palabra tiene una
connotación despectiva, ha fungido
como una plataforma de reivindicación para las identidades abyectas. Retomando
a Butler (1999), la resignificación de la palabra queer es un acto performativo, pues las normas que constituyen al
sujeto a través de su estigmatización son subvertidas, proceso donde el sujeto
se reapropia de la fuerza de la injuria para autonombrarse y, por tanto, dar un
significado distinto de sí mismo. Dicho de otra forma, lo queer refiere a las sexualidades desviadas de la norma que resisten
a la sexualidad hegemónica para generar su propio proceso de subjetivación.
Esta palabra representa una posición
disidente no sólo del sistema sexo-género, sino también
a los modelos dominantes en la diversidad
sexual. “A principios de los noventa, el término ‘queer’ resurge de sus cenizas
para servir como concepto articulador de una oposición al término gay” (López
Penedo, 2008, p. 9), pues con esto se buscaba diferenciarse de la asimilación
capitalista de dicha identidad, forjando así una postura política, “una
práctica que refleja la transgresión a la heterosexualidad institucionalizada
que constriñe los deseos que intentan escapar de su norma” (Mérida, 2002, en
Fonseca y Quintero, 2009, p. 46). Es decir, a diferencia del discurso gay que se pliega a una forma de
inclusión heteronormativa y dentro de las lógicas del llamado mercado rosa, las
políticas queer apuntan más bien a un
cambio radical y subversivo.
Así, personas, grupos y colectivos
disidentes se refugiaron bajo esta terminología para generar políticas basadas
en estrategias de resistencia ante la norma heterosexual. No obstante, al poco
tiempo lo queer fue acogido como una
trinchera no sólo en el activismo, sino también en la academia: “Durante la
década de 1990 su uso fue elegido conscientemente por los académicos y
activistas estadounidenses, sobre todo como un acto performativo, como un arma
política para reapropiarse de la denigración que este término implicaba”
(Vargas, 2014, p.162). Es decir que “el trabajo académico queer tomó impulso
teórico a partir del activismo político” (Werner, 2012, en Vargas, 2014, p.
162). Lo cierto es que la aparición de la Teoría Queer en la academia, según lo comenta Preciado (2010), generó un
cuestionamiento dentro de las universidades anglosajonas, pues se replanteó el
hablar de estudios gays y lésbicos
para hablar de Teoría Queer. Incluso
también sacudió a los estudios de género y en algunas instituciones se
reinventaron como estudios de la mujer y/o estudios feministas.
Por esta razón, podemos dar lectura a lo queer como una forma de activismo
llevada a la academia, o la teoría misma como una práctica política de sujetos queer que intervienen en ella dentro de
un mismo movimiento. De esta forma, la Teoría Queer se fue posicionando como una teoría política, en el sentido
de que el objetivo de sus proposiciones viraban hacia la despatologización de
las sexualidades periféricas y, por tanto, al cuestionamiento del lugar de
producción del conocimiento, pues este discurso de reivindicación pretendía que
los mismos sujetos sexualdiversos fueran quienes produjeran saberes desde sí
mismos para así, en un sentido performativo, se desplazaran las teorías
objetivistas que describían como patológicas estas identidades “anormales”.
Además de esta postura, otras corrientes
en el debate feminista, como el feminismo lésbico y los feminismos chicanos y
de color, le dieron impulso a la
Teoría Queer. Tenemos como
antecedente, por ejemplo, la propuesta de Monique Wittig (2006) respecto a que
las categorías del sexo no son naturales, sino que están socialmente
construidas: es decir, en un primer momento, las categorías de género
(masculinidad y femineidad) son expectativas culturales a cumplirse, luego entonces, es por ello que
el sexo biológico (hombre y mujer) se constituye como natural al legitimarse a
través del género. También, hace
referencia a la transgresión de la categoría lesbiana en tanto que se aleja de
la definición de mujer, que se conforma en relación de subordinación al hombre,
para definirse lesbiana, más bien, por sus prácticas sexuales y afectivas en
relación a otras mujeres. Por esta razón,
las lesbianas ―dice Wittig― “no somos mujeres”. De la misma forma, podemos
virar hacia el pensamiento de Adrienne Rich (1996) en torno a la
heterosexualidad obligatoria y a los correlatos que reproducen la dominación
heterosexual como un sistema que hace uso de la sexualidad únicamente con fines
reproductivos.
Probablemente las teorías feministas que
más han influido en la Teoría Queer
son las que sugieren la reivindicación del hecho diferencial que supone
pertenecer a una “raza” distinta a la blanca. Los trabajos de las feministas de color, que se hacen en la década
de 1980, develan que la
situación de las mujeres negras no es la suma de las desventajas entre género,
raza y clase social, sino que es una matriz de múltiples opresiones que
interactúan y se refuerzan entre ellas, en conjunto (Davis, 1981). Un ejemplo
de esto podrían ser los estudios de Gloria Anzaldúa y Cherrie Moraga, los
cuales van más allá en la construcción del deseo lésbico, pues estudian a la
representación de la lesbiana de color y la lesbiana chicana, quienes luchan
contra la internalización de estas opresiones (Moraga y Castillo, 1981). Por
esta razón, estas últimas ideas devienen en una crítica directa al feminismo
hegemónico, pues estos trabajos denuncian la imposibilidad de asumir el
discurso feminista blanco.
Tal como se pudiera
advertir, estas propuestas pugnan por diversificar y desestabilizar las formas
esencialistas y hegemónicas que encierran las identidades universales como
sujeto político unitario. En este sentido es pertinente preguntarnos hasta qué
punto son funcionales en otros contextos: ¿Ha sido la Teoría Queer la teoría fundacional de la
disidencia sexual? Si fuese así, ¿es igualmente aplicable a todos los contextos
que no sean los de su origen?
La disidencia sexogenérica: subjetividades otras en
Latinoamérica
“¿Cómo nombrar las
transgresiones homo/lésbica/bi/trans/a/sexuales (LGBT) en el caso de América
Latina si los modelos importados no responden ―por lo menos no completamente― a
las realidades de los sujetos que intentan definir?” (Arboleda, 2010, p. 111).
Es la pregunta que lanza Paola Arboleda al principio de su texto “¿Ser o estar
‘queer’ en Latinoamérica?”. Parece una pregunta muy atinada para comenzar a
problematizar la cuestión de la Teoría Queer
en nuestros contextos.
Pues bien, en esta pregunta podemos
retomar dos elementos para generar dicha problematización: el primero
tiene que ver con una imposibilidad de yuxtaponer una teoría producida en
contextos muy distintos a los pueblos y barrios latinoamericanos, el otro
elemento tiene que ver con decidir qué hacer… si desechar dichas teorías
que en cierto momento devienen hegemónicas, retomar ciertos elementos o
definitivamente generar nuestras propias teorizaciones independientes. Por
último, otro que agregaría a manera de interrogación y que tiene que ver con
ambas, ¿por qué la Teoría Queer, si
es una teoría crítica, que en otros espacios tiene una fuerza performativa y
subversiva, en nuestros contextos podría ser hasta cierto punto intrusiva o
impositiva? Gabriela González abre este debate diciéndonos que:
La disidencia sexual ha
encontrado en la teoría queer su corriente hegemónica de pensamiento, sin
embargo, a pesar de tratarse de un pensamiento subversivo, los espacios de
reflexión en torno al tema han llevado a cabo una fuerte crítica a dicha
teoría, sobre todo porque la misma ha sido utilizada por formas de ser
homosexual desde lugares de privilegio en las sociedades no occidentales.
(2016, p. 181)
Precisamente este devenir
hegemónico de la Teoría Queer puede
vislumbrarse en el lenguaje. Desde
su pronunciación, al tener una relación lingüística performativa en su propia
lengua, lo queer resulta problemático en el español, pues no tiene una
traducción literal. En este sentido, algunxs autorxs ya pensaban dicha
traducción como la teoría “rarita” o “torcida”, sin embargo, para realizar esta
traducción tendríamos que ir más allá de un sentido literal, para pensar más
bien en una traducción cultural que logre hacer un sincretismo entre lo queer y las expresiones que ya se
gestaban en el contexto. Así, surgen algunas propuestas como lo
“bollero-marico-trans-mestizo” (Córdova, Sáez y Vidarte, 2005) que presume una
aproximación a lo queer, pero desde
las políticas y significados del contexto español postfranquista que tienden a
una genealogía con el anarquismo y el comunismo.
Retomando el caso del contexto español,
surge también un importante movimiento transfeminista para dar respuesta al
problema del sujeto del feminismo que cuestiona la Teoría Queer. Desde el transfeminismo no se acepta la concepción estática
de la mujer (no interseccional) como categoría central del feminismo, pues se
tiene claro que esto invisibiliza al resto de los feminismos; en el prefijo “trans”, que
alude a un diálogo, que problematiza la aprehensión de lo queer desde el feminismo crítico como una propuesta que tiende un
puente entre la disidencia sexual que está influida por la teoría queer y los feminismos críticos que se
cuestionan también el sujeto inamovible del feminismo (Valencia, 2018).
Por su parte, en Latinoamérica el término
que tal vez podría pensarse más cercano al sujeto queer es la llamada disidencia sexual: “Se ha preferido utilizar el
término disidencia sexual sobre el de homosexualidad para dar cuenta de un
espectro más amplio de preferencias o conductas sexuales respecto a la
heterosexualidad normativa” (González, 2014, p. 5). En este sentido, lo que
también pretende la disidencia sexual es evitar la invisibilización de
identidades que se ven relegadas en el discurso LGBT por la composición de sus
siglas. De igual forma podemos notar que con su pronta popularización y
efervescencia, lo queer se utilizó
sin tanta conciencia de su lugar de enunciación, dándose esta tropicalización que no tiene un impacto
significativo, ya que es producida en contextos distintos, y aún más,
asimétricos.
Sin embargo, cabe resaltar que, a pesar de que la Teoría Queer surge en países de primer
mundo, esto ha sucedido en la periferia y a los márgenes de los centros de
poder. Por ello, Sayak Valencia (2015) señala la castellanización del término cuir que diversos colectivos en
Latinoamérica han reapropiado para rescatar el significado geopolítico que
denota la palabra queer y la
desobediencia epistémica que supondría este mosaico cultural. Aunque aquí, tal
vez, lo problemático de lo queer/cuir
no tenga tanto que ver con una política de representatividad o la mera
traducción lingüística y cultural, sino con el mismo contexto subalternizado
que se presenta en nuestros países de “tercer mundo” por los despliegues de
poder-saber colonial de las teorías eurocéntricas del “primer mundo”.
En este orden de ideas, el pensamiento decolonial ha
producido variadas críticas a lo queer.
Un señalamiento que hace Yuderkys Espinosa (2015) respecto a la Teoría Queer es que, al centrarse en el estudio
de las sexualidades y los géneros no normativos, “volverían a limpiar de
subalternidad de clase y raza la categoría de género”. Y es que otro de los
elementos de choque de lo queer con
los feminismos latinoamericanos tiene que ver, precisamente, con la complejidad
de los atravesamientos del cuerpo y la matriz de opresión. Mientras que una de
las grandes críticas que se le hacen a Butler (1999) es que su propuesta
performativa gira en torno a lo semiótico[4], la base de los feminismos
del Abya Yala (Espinosa, Gómez y Ochoa, 2014) tiene que ver con cuerpos que resisten a las dominaciones de
clase, raza, etnia, que se encarnan en ellas más allá de una concepción
simbólica, que llevan signados en sus pieles morenas la lucha por las tierras,
por la dignidad, algo que no sucede ni en los entornos más vulnerados del
llamado primer mundo:
Las pensadoras lesbianas
se cuestionan acerca de la desestabilización de identidades propuestas por lo
queer, ya que, en las luchas políticas de la disidencia sexual, las minorías
lesbianas pobres, indias o negras han luchado por construirse una. […] De tal
forma que diáspora, interseccionalidad, colonialidad, modernidad, articulación
y reciprocidad se tornan conceptos claves de resistencia y construcción de
realidades distintas a las del modelo liberal capitalista heteropatriarcal.
(González, 2014, p. 6)
Este rechazo de lo queer en torno a la producción y
legitimación de los saberes, se da principalmente por parte de los feminismos
locales, pues la lucha que han llevado durante muchísimos años se ve opacada
por la representación imperialista que denota lo queer. De esta forma se ven amenazadas y “se cambian las luchas
originarias, supliéndolas por la necesidad de reconocer la diferencia en el
ámbito público de formas corporales y sexuales hasta entonces privatizadas”
(Jodor, 2014, p. 4).
Por otra
parte, dentro
de la literatura latinoamericana podemos encontrar claves interesantes para
pensar en una descripción de nuestras propias formas de disidencia sexual a
partir de las obras de autorxs como: “Néstor Perlongher (Argentina), Pedro
Lemebel (Chile), Reinaldo Arenas (Cuba), José Joaquín Blanco (México), Norma
Mogrovejo (México), Yuderkys Espinosa (República Dominicana), Rafael Ramírez (Puerto
Rico), Rubén Ríos Ávila (Puerto Rico)” (Arboleda, 2010, p. 113). Las obras de
estxs autorxs hacen una invitación a pensar en un proyecto queer latinoamericano, en el que se problematicen las
situaciones políticas y sociales que han vivido y que les atraviesan; cuestión
que no sucedería si alguna persona que desconoce de estas genealogías
pretendiera aplicar la Teoría Queer sin tomar en cuenta estos
elementos.
Pedro Lemebel podría ser un ejemplo de la
resistencia latinoamericana al modelo gay
imperialista norteamericano, pues a través de su obra, que también se extendía
al arte de la performance, exaltaba
la femineidad y el mariconaje que
desencaja con la homonormatividad gay.
De la misma forma, su propuesta del devenir
loca tiende un puente con la cuestión del feminismo para pensarse, tal
cual, “loca”, que es como se estigmatiza a las mujeres (Lemebel, 1996). Esta
última idea de articulación feminista que también retoma la argentina Néstor
Perlongher, fija un punto de intersección entre varios devenires y abre la
posibilidad a lo que llamaba “puntos de subjetivación” como un conjunto de
devenires que logren construir agenciamientos colectivos (Perlongher, 2016).
Ambas propuestas hacen frente a la homonormatividad que representa el
movimiento homosexual norteamericano y que sitúa a las subjetividades
latinoamericanas a los márgenes de este discurso.
En América Latina, como puede verse en la
literatura, ya se problematizaba la cuestión de género desde antes de la Teoría
Queer. En el maricón de barrio, categoría en la que se imbrica tanto la
sexualidad, como el género, la raza y la clase social, por ejemplo, se puede
dar cuenta de esta intersección. “La disidencia sexual popular en Latinoamérica
va acompañada de la marca de la loca, la marca del travestismo, de la
exageración barroca en el vestir, el peinar, el hablar que las condena a una
vida ―y muerte― mísera” (González, 2014, p. 10). En México también es
interesante pensar lo queer por su
cercanía y la posibilidad de diálogo con Norteamérica y, a su vez, sus
articulaciones con el sur global. Sin embargo, debe considerarse también que la
construcción del sujeto sexualdiverso, en México y en Estados Unidos, se gestó en ámbitos muy
particulares:
El proceso de
subjetivación del gay que salió del closet a partir de Stonewall en Nueva York,
difiere del homosexual que salió en solidaridad con un movimiento estudiantil
en México. Los gays salieron a marchar orgullosos de su identidad sexual en las
calles de Nueva York, mientras que los homosexuales y lesbianas salieron
orgullosamente a protestar en las calles de México en solidaridad con los
movimientos políticos. (Vargas, 2014, p. 157)
Con esto quiero decir que
cada proceso social y cada construcción de sujeto se ha generado desde una singularidad
que los distingue, por lo tanto, advierten que no pueden ser leídos de la misma
forma, incluso, invitan a cuestionar si es posible analizarlos con las mismas
herramientas teóricas. Considero importante tener esto en cuenta, ya que
sospecho que el Movimiento de Liberación Homosexual en México podría entenderse
como una extensión de Stonewall y, en la misma lógica, la disidencia
sexogenérica en nuestro contexto como una tropicalización de la Teoría Queer.
No obstante, esto sería
ignorar las características específicas ―empero― de nuestros procesos locales,
los cuales vienen de genealogías incluso anteriores a estos movimientos
norteamericanos/europeos, pues dan cuenta de una construcción del sujeto
sexualdiverso anterior a estas propuestas extranjeras.
Por ejemplo, ya desde tiempos que datan
del Porfiriato podríamos rastrear algunas prácticas que se aproximan a estas
nociones en nuestro país, pues en la madrugada del 17 de noviembre de 1901 se
dio una redada en el número 4 de la calle La Paz de la Ciudad de México. Se
trataba del baile de los 41[5],
homosexuales que fueron arrestados esa noche, la mitad vestidos de “mujer”
y la otra mitad vestidos de “hombre”. Estos sucesos fueron todo un escándalo en
el México conservador, por ello, en días consecutivos los diarios publicaban
encabezados como “Aquí están los
maricones, muy chulos y coquetones” o “La
aristocracia de Sodoma”, resaltando las penas obtenidas en el orden del
castigo y la tortura (Barrón, 2010).
El ámbito periodístico parecía ser,
también, una constante reproductora del estigma “homosexual”. Encontramos otro
caso, ya en la década de los setenta, en la revista Alarma!. Esta publicación amarillista presentaba una sección, la de
los Mujercitos, donde se exhibían a
homosexuales y vestidas que captaban
en fiestas clandestinas. “Nadie detiene
el homosexualismo!”, “Asquerosa
depravación sexual!”, decían en letras grandes los encabezados de la
revista (Vargas, 2014). Estas descalificaciones, tanto en el caso de los 41
como en el de los Mujercitos, señalaban con injuria a los otros no
heterosexuales en su diferencia, reflejando los mecanismos mediante los cuales
operaba la homofobia en la época.
Pensemos también en el ámbito
penitenciario, como el caso del Palacio de Lecumberri. Esta cárcel, que era
también conocida como “El palacio negro”, fue inaugurada a principios del siglo
xx; era de las más temidas. Se
albergaba una amplia gama de infractores de la ley que eran clasificados en
celdas signadas por letras. Justamente en la celda “J” se encontraban los
homosexuales que habían sido aprehendidos por “prácticas sodomitas”; razón por
la cual, se dice, surge la palabra “joto” como denostativo hacia los
homosexuales. Estos varones afeminados que se encontraban recluidos en la
cárcel, dan cuenta de las prácticas de resistencia a las normas de género en un
régimen disciplinario (Butler, 1999; Foucault, 2009), no solo por el hecho de
encontrarse doblemente segregados (por ser delincuentes y por ser
homosexuales), sino también por lo que implicaba llegar a ese sitio. Es decir,
a pesar de los mecanismos disciplinarios que advertían un castigo por ser
diferente, ellxs se resistieron tanto a las normas jurídicas como a las de
género para validar su identidad abyecta.
Los Mujercitos, por ejemplo, posaban
“descarados” para las fotos donde a través de su performance subvertían la realidad portando joyas y vestidos
elegantes “propios” del género femenino y de cierta clase social. Por tanto,
podemos dar lectura a los procesos de subjetivación insertos en esta lógica
disciplinaria, pero también pigmentocrática dentro de las jerarquías
socioculturales mexicanas (Vargas, 2015). El performance que recae en sus cuerpos sería, bien, una forma de
resistencia a las violencias y discursos homofóbicos de la época, pues la pose en contextos y lugares
reproductores de las violencias homofóbicas fungía como la reafirmación de la identidad
de las vestidas, un sitio donde lo personal se hace político.
A manera de cierre:
¿Descolonizar lo queer?
Esta brevísima genealogía
―que cabe aclarar: hace referencia a ciertas expresiones arbitrariamente
seleccionadas para este análisis y es sólo una lectura de muchas otras
posibles― nos ayuda a comprender con más claridad los entrecruces que
constituyen al sujeto sexualdiverso en Latinoamérica, que no sólo tienen que
ver con una cuestión de sexo y género, sino también de clase social, raza-color
de piel, etnia[6]
y, podríamos también agregar, construcción colonial. En este sentido, las
asimetrías del proyecto de modernidad-colonialidad
(Quijano, 2000) en nuestro país operan de forma distinta que en Estados Unidos
o en países europeos. Estas distinciones las podemos notar en la significación
del “ser gay”, tal como Susana Vargas
(2014) lo comenta:
Un sujeto gay en México
no es el maricón, el joto, la jota o incluso el puto de ambiente, lo cual no
quiere decir que no haya gays en el país, sino que estos términos han tenido
historias y geografías particulares. El acto performativo de salir del closet en
México es diferente al de Estados Unidos, ya que la enunciación “soy gay” solo
la pueden asumir quienes tienen el poder de la movilidad y el capital cultural,
los más blancos de las clases media y alta, mientras que la enunciación “soy
maricón”, “soy puto”, “soy travesti”, o “soy de ambiente” está reservada a los
de clases media baja y baja, frecuentemente con tonalidades de piel oscuras. (p.160)
Precisamente de esto va
el señalamiento que hago respecto a la problematización de la Teoría Queer en nuestros contextos, pues en las
categorías identitarias anglosajonas con potencial subversivo podemos notar que ―evidentemente― nos enfrentamos a
significaciones que están atravesadas por entrecruces distintos. Mientras que
la palabra Queer tiene una gran
fuerza performativa en contextos angloparlantes, en el idioma español esto no
es así, pues la palabra por sí misma no tiene una traducción lingüística como
tal. Incluso, tratar de hacer una traducción cultural devendría en una posición
colonizadora pues, como ya lo mencionaba anteriormente, los actos políticos de
los sujetos en nuestros contextos ya existían antes y no exclusivamente después
de cualquier teoría que los quiera nombrar. Esta cuestión, me parece, es uno de
los principales obstáculos que se topa, o trampas que encierra, la introducción
de la Teoría Queer en nuestros
contextos.
Para cerrar este breve análisis,
recapitulemos: como primer
punto, respecto a la cuestión de la traducción, “lo queer debe pensarse como
contextual y político, por lo que debe respetarse la fonética angloparlante”
(González, 2014, p. 3). Esto porque la palabra contiene el significado que se
acuña y porque atiende a cierta inteligibilidad. En este sentido y, por otra
parte, estoy de acuerdo con González cuando comenta que:
A pesar de esto, no es posible desechar
elementos teóricos que pueden resultar útiles para analizar la exclusión y
proyectar la emancipación. Más allá de un simple trasplante teórico o un
rechazo ciego a lo extranjero, me parece que los conceptos de la teoría queer
como performatividad o desestabilidad de identidades, nos ayudan a recordar que
lo queer, como todo lo demás, no es nada necesaria y esencialmente, sino más
bien lo que queramos y podamos hacer con ellas. Mantener una vigilancia atenta
a esta flexibilidad del término va a ser parte de nuestra tarea política.
(González, 2014, pp. 6-7)
De la misma forma,
concuerdo con Jodor (2014), pues, como lo
plantea, es importante “localizar y situar los conocimientos que nos colonizan
intelectualmente, la mera aplicación de estos sin re-significación alguna,
logra excluirnos aún más” (p. 8). Sin embargo, no sólo es importante generar
esta localización, sino también “la construcción como sujeto-agente que
‘aprehende’ la teoría, lo que no solo implica conocerla en términos científicos
y de aplicabilidad, sino también transformarla, adecuarla, a la realidad propia
del espacio en el cual la misma se aplica” (Jodor, 2014, pp. 9-10). En otras
palabras, dar lugar a un proceso donde se puedan producir nuevos significados
que, ahora en el sentido inverso, cuestionen las teorías que podrían devenir
hegemónicas.
De igual forma, hay que tomar en cuenta
que, en cada uno de los contextos,
donde se producen las teorías, se juegan mecanismos de poder que delimitan la
acción del sujeto y, por tanto, habría que poner en duda si los actos políticos
que se generan en determinado sitio son funcionales en otro.
Por último, mostrando la postura que se
adopta en este texto, es importante darles la ponderación justa a las teorías,
en este caso a la Teoría Queer,
frente a nuestras realidades. Aprehender las concepciones que nos sean útiles,
cambiarlas, modificarlas a nuestras formas de vida, discutirlas, contradecirlas
y producir nuestros propios saberes. Esto implica también un esfuerzo por hacer
una revisión cotidiana y exhaustiva para que nuestras herramientas políticas no
sean asimiladas en la lógica de la colonialidad
del saber (Quijano, 2000). Hay que problematizarlas, situarlas y someterlas
a una revisión crítica constante y comprometida.
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[1] Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Correo
electrónico: normanivanmc@gmail.com
[2] Cabe destacar que resulta problemático hablar de
Latinoamérica, entendiendo que hay múltiples realidades que le componen y que
impiden hablar de la misma como una entidad homogénea y sustantiva. No
obstante, la intención de este artículo será la de destacar algunas prácticas,
expresiones y teorías que han surgido en esta respecto a las disidencias
sexuales y de género, atendiendo sí a la cuestión de América Latina como un
conjunto de atravesamientos comunes que componen al sur global, pero con la
conciencia de ser ésta una lectura parcial y sin la pretensión de explicar de
manera general una realidad tan compleja.
[3] Gayle Rubin (1975) introduce la noción del sistema sexo-género.
Esta concepción hace notar el binario de género que se establece como orden
cognitivo y social. En su trabajo The
traffic in women: notes on the political economy of sex, Gayle Rubin
argumenta que el sexo y el género no se encuentran desquiciados, sino que ambos
forman parte de un “sistema de relaciones sociales que transforma la sexualidad
biológica en productos de actividad humana y en el que se encuentran las
resultantes necesidades sexuales históricamente específicas”. En otras
palabras, el hecho de pensar al sexo como una determinación biológica y al
género como su construcción social e histórica nos introduce a una lógica
binaria donde se sostienen y reproducen las asimetrías generadas por este
dualismo en los binomios “hombre-mujer”, “macho-hembra”, “masculino-femenino”
que son inseparables y devienen esencialistas.
[4] Si bien la crítica que se le hace a la
performatividad de Butler es que dicha noción esté sustentada en la gramática,
esto no implica que sea refutada o incorrecta. Hay que entender que esta
perspectiva no deja de ser importante para comprender la construcción de sujeto
en todas sus dimensiones.
[5] Se considera ―en la mayor parte de las versiones― que
en realidad el número 42 (número par que daba como resultado las parejas completas)
era una mujer que se encargaba de organizar y subastar a un jovencito cada vez
que se reunían. Sin embargo, los rumores decían que el número 42 sería nada
menos que Ignacio de la Torre y Mier, yerno del entonces presidente Porfirio
Díaz. Evidentemente la historia no se hizo oficial, pues se piensa que muchos
de los hombres ahí presentes formaban parte del círculo de poder de la clase
alta de la época. En este sentido, se dice que quienes no contaban con el
estatus social serían trasladados a Yucatán a pagar su pena.
[6]Entre la raza
y el color de piel hago una distinción, pues considero que lo
pigmentocrático gira en torno a las asimetrías “raciales” en tanto que color de
piel, sin embargo, no problematiza todos los alcances que refiere el análisis
racial que también toca la etnicidad y la clase social como un mismo
dispositivo imbricado de opresión.