LOS NUDOS DE LA MEMORIA: ACTIVISMOS
SEXO-DISIDENTES Y DE MUJERES INDÍGENAS POR UNA HISTORIA A CONTRAPELO
THE KNOTS OF MEMORY: SEX-DISSIDENT
AND INDIGENOUS WOMEN'S ACTIVISMS FOR A HISTORY AGAINST THE GRAIN
Sofía
Soria[1]
Pascual Scarpino[2]
Resumen
Este
artículo busca mostrar la compleja relación entre las políticas de memoria y
algunas re-lecturas provenientes de activismos sexo-disidentes y de mujeres
indígenas en Argentina. En un primer momento, presentamos lo que implica hablar
de memoria en el contexto argentino, considerando la histórica lucha de los
organismos de derechos humanos y cómo sus demandas fueron transformándose en
política de estado durante los gobiernos kirchneristas.
En un segundo momento, valiéndonos de la noción de nudos feministas propuesta
por Julieta Kirkwood, analizamos las impugnaciones
que determinados activismos hacen en torno a los modos hegemónicos de
interpretar “la” memoria ―en singular―: para el caso del activismo
sexo-disidente, tomamos las intervenciones de Ivanna
Aguilera y Eugenio Talbot Wright; mientras que para el caso del activismo de
mujeres indígenas, nos detenemos en las intervenciones de Moira Millán. Con
base en el análisis de las implicancias de la reivindicación del “30.400 desaparecidxs” en el primer caso, y del “doble genocidio”
en el segundo, mostramos cómo ambas luchas se hermanan para demarcar
dimensiones témporo-espaciales que invitan a repensar
las fronteras de la memoria. En este sentido, indicamos que las lecturas a
contrapelo que realizan estxs referentes pueden ser
interpretadas como nudos que, en tanto movimientos vivos e instancias de
producción de nuevos sentidos, amplían la imaginación de lxs
sujetxs reconocibles en la comunidad política.
Palabras clave: políticas de
memoria, colectivos lgbtinb+, mujeres indígenas,
tiempo, espacio
Abstract
This article seeks to show the
complex relationship between the memory policies and some re-reading from
sex-dissident and indigenous women’s activisms in Argentina. First, we present
the meaning of memory in the Argentinian context, considering the historical
struggles of the human rights movements and how their demands became state
policies during the Kirchnerist government. Second,
from Julieta Kirkwood’s feminist knots notion, we analyze the refutation by certain
activisms on “the” memory ―in singular―: regarding sex-dissident activism,
we analyze the discourse of Ivanna Aguilera and Eugenio Talbot Wright. In the
case of indigenous women activism, we examine the discourse of Moira Millán. Based on the analysis of the “30.400 disappeared
people” in the first case, and the “double genocide” in the second case, we
present how both claims assert time and space dimensions that invite to
re-think memory. In this sense, we indicate that these reading against the
grain can be understood as knots that, as living movements and new meaning
productions, can expand the imagination about the political subjects in the
political community.
Keywords: memory policies, sex-dissident
activisms, indigenous women activisms, time, space
Recepción: 10 de noviembre de 2020/Aceptación: 16
de marzo de 2021
La memoria en Argentina:
configuraciones hegemónicas y otras lecturas posibles
Hablar de la
memoria en el contexto argentino remite, casi inevitablemente, al terrorismo de
estado de los años setenta y las acciones ilegales que se pusieron al servicio
de la violación de los derechos humanos. Los activismos que surgieron durante
ese periodo para reclamar por las desapariciones y secuestros jugaron un papel
central en la configuración de este campo de sentidos, en el que sobresalen
términos, imágenes y símbolos que evocan una etapa singular de nuestra historia
política. De allí que en la Argentina contemporánea la memoria y los derechos
humanos vuelven a un pasado que no pasa: la última dictadura, el drama de las
desapariciones, las torturas, los campos clandestinos de detención, lxs presxs políticxs[3],
el exilio (da Silva Catela, 2008).
Este campo de sentidos fue conformándose desde las activas demandas que lxs familiares de detenidxs y desaparecidxs plantearon tanto a los abusos del gobierno
militar como frente a determinadas políticas encabezadas por los distintos
gobiernos democráticos. Desde fines de los setenta, su forma de llevar adelante
reclamos ante la represión ilegal y los discursos que la dictadura pretendía
instalar sobre ese momento de nuestra historia política supuso, tal como señalaron
Barros y Morales (2017), que el lenguaje de los derechos humanos fuera
constituyendo una nueva realidad, habilitando lecturas, disputas y la
articulación de diversos reclamos. Durante y después de concluida la dictadura
militar, el par derechos humanos y memoria se fue conjugando de diferentes
maneras para dar forma a la promesa de una vida democrática, pero fue recién con
los gobiernos kirchneristas ―extendidos desde el 2003
hasta el 2015― que esa conjugación se transformó en política de estado.
Sin embargo, la relación entre derechos humanos y memoria implicó, desde
el inicio, un terreno cargado de tensiones. Sobre todo si consideramos los
cuestionamientos que ciertos sectores hicieron a las políticas de la memoria
impulsadas por el kirchnerismo, resuenan hasta la
actualidad un conjunto de discursos que acusan a dichas políticas de promover
“versiones parciales del pasado”, al tiempo que reivindican “memorias
completas” o “derechos humanos para todxs”. En el
marco de estas posiciones, incluso llegó a sostenerse que las políticas
impulsadas durante las gestiones de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de
Kirchner formaban parte del “curro por los derechos humanos” (Rosemberg, 2014). En contraposición a estas lecturas, nos
interesa remarcar que las imágenes, símbolos y nombres que se activan cuando
hablamos de memoria en nuestro país son, antes que una lectura parcial sobre el
pasado, una condición de posibilidad de sus actuales y futuras derivas.
Con esto, queremos explicitar nuestro lugar de enunciación para situar
la comprensión de las actuales lecturas a contrapelo que realizan algunos
activismos en nuestro presente. Reconocer el carácter radicalmente contextual[4]
del vínculo entre memoria y derechos humanos nos aleja de una lectura
normativa, es decir, de una posición que evalúa la distancia entre un ideal de
lo que una política de memoria debería abarcar y lo que efectivamente sucede en
un espacio-tiempo particular, para luego señalar aquello que habría que
incorporar para acercarnos a la concreción de ese ideal. Una lectura de ese
tipo no sólo supone el riesgo de leer procesos y prácticas sociales desde
determinados centrismos, sino que tampoco permite observar las condiciones de
posibilidad que hacen viables ciertas prácticas de impugnación de las políticas
de la memoria. El vínculo entre memoria y derechos humanos que caracteriza
nuestro presente, más que una fijeza, es una trama que figura un movimiento
inesperado[5].
Las disputas que algunos activismos LGBTINb+[6]
y de mujeres indígenas trazan respecto de ese vínculo, lejos de obturar un
debate, pueden interpretarse como nudos que tensionan esa trama. Al reflexionar
sobre la política feminista, Julieta Kirkwood (2019)
ofrece la metáfora del nudo:
Nudo también me sugiere tronco,
planta, crecimiento, proyección a círculos concéntricos, desarrollo ―tal vez ni suave ni armónico pero
envolvente de una “intromisión” o de un “curso indebido”― [...] que obliga a la totalidad a
una nueva geometría, a un despliegue de las vueltas en una dirección distinta,
mudable, cambiable, pero esencialmente dinámica. Las formas que entornan y
definen a un nudo son distintas, diferentes, no congruentes con otros nudos.
Pero todos ellos tienden a adecuar, dentro de su ámbito su propio despliegue de
movimiento, de modo tal que se unirán mutuamente en algún punto y distancia
imprevisible desde el nudo mismo para formar una nueva y sola continuidad de
vida. A través de los nudos feministas vamos haciendo la política feminista.
Los nudos, entonces, son parte de un movimiento vivo. (p. 196)
Esta
metáfora permite interpretar las lecturas a contrapelo que se hacen sobre las
políticas de la memoria en nuestro país como “intromisiones” o “cursos
indebidos” que, situando ciertos problemas como nudos, van señalando las
fronteras de inclusión-exclusión de dichas políticas y exigiéndoles una
reorientación hacia nuevas geometrías. A través de estas lecturas herejes,
incómodas e inconvenientes, podemos advertir cómo el campo de sentidos que se
actualiza cuando hablamos de memoria encuentra sus torsiones a través de esas
interrupciones, que no son externas, sino internas y parten de su propio
movimiento vivo. La fecundidad de esta vía analítica permite señalar dos
procesos complementarios: por un lado, cómo dichas políticas están abiertas a
la interrogación incisiva de determinadxs sujetxs; y por el otro, cómo esas intervenciones críticas
son parte del terreno constitutivo de esas políticas y de la extensión de sus
fronteras, en tanto sus luchas invitan a ampliar los marcos de inteligibilidad
desde donde leer situaciones de injusticia.
Esta vía analítica implica, asimismo, hacer algunas precisiones
metodológicas. Si la idea de nudos invita a observar desplazamientos que surgen
dentro de una configuración específica de sentidos, surgen algunas preguntas:
¿en qué materiales situar la mirada? ¿Qué lecturas podemos articular sobre los
mismos y en vistas de qué compromisos teóricos y ético-políticos? Desde nuestra
perspectiva, centrar la atención en algunas torsiones de la configuración
hegemónica de la memoria no supone, siguiendo a Rufer
(2010), buscar evidencias en las fuentes legitimadas para restablecer una
porción no documentada del proceso-progreso de la narrativa histórica, en la
medida que ello implicaría seguir reproduciendo la ficción de una comunidad
asentada en un tiempo lineal, vacío y homogéneo. En otras palabras, lo que se
plantea aquí como problema es la cuestión del archivo: ¿qué materiales pueden constituir archivo? Rufer (2010) ofrece esta lectura:
El archivo crea silencios y
reproduce secretos; sobre ellos sólo podemos trabajar, si acaso, proponiendo el
interrogante como herramienta epistémica y política. Probablemente, en América
Latina, el orden de género y la raza sean las marcas más reticentes al archivo;
pertenecen al orden de la mirada, a la gramática (no a la superficie del
texto); y sin embargo, son algunas de las más poderosas formaciones de signo y
distinción [...] Por lo general escapan a “la fuente” y el proceder que nos
queda es desnaturalizarlos preguntando por quiénes y para quiénes habla el
archivo, qué miradas legitima, qué cuerpos acalla, qué códigos de valor sobre
los cuerpos invisibiliza, para qué secretos
perdurables trabaja y sobre qué silencios descansa su reproducción meticulosa.
(p. 169)
Nuestra
apuesta metodológica es, por lo tanto, situar la mirada en las intervenciones
de algunos activismos sexo-disidentes e indígenas que circulan en diversos
soportes ―redes sociales, revistas digitales, producciones audiovisuales―,
ejercer una escucha atenta de las voces que allí se demarcan en tanto formas
heterogéneas de archivo y materiales no autorizados por la imaginación
histórica hegemónica, a fin de identificar las tramas de saber-poder que
sostienen la actual configuración de las políticas de la memoria.
Tiempo y espacio: un nudo en torno a
la memoria
Situar los
nudos de la memoria demarcados por la intervención de algunos activismos LGBTINb+ y de mujeres indígenas implica, como punto de
partida, recortar este problema a partir de ciertas voces que se hacen escuchar
en el debate público y que, por lo tanto, no representan una totalidad
homogénea. Es por eso que no hablamos de “los” activismos LGBTINb+
e indígenas, sino de ciertas trayectorias singulares que disputan activamente
significaciones en el campo de la memoria: en relación a los primeros, nos detenemos
en los planteamientos de Eugenio Talbot Wright e Ivanna
Aguilera; respecto de los activismos de mujeres indígenas, focalizamos la
mirada en la referente del Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir,
Moira Millán.
Desde las voces de estxs activistas, podemos
observar un cuestionamiento sobre lo que ha dado en llamarse memoria encuadrada
(Rousso como se citó en Pollak,
2006), es decir, una memoria que tiene puntos de referencia: recuerdos, sitios,
prácticas, símbolos, fechas y nombres propios. En nuestro particular contexto,
estos puntos de referencia fueron construyendo un marco de inteligibilidad
respecto del pasado y el presente, y en este proceso la conversión de la causa
de los derechos humanos en política de estado es una huella imposible de
desconocer, en la medida que la articulación del nuevo lenguaje político,
llevada adelante por las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández
de Kirchner, supuso la conjugación de los idearios de inclusión, igualdad y
justicia social con las demandas de verdad, memoria y justicia (Barros y
Morales, 2017). Esta huella funcionó y sigue funcionando como anclaje de otras
miradas y lecturas que, llevando consigo trayectorias de opresión y desigualdad
particulares, se permiten una pregunta: ¿qué memoria?
Este interrogante pone en escena no sólo las condiciones de posibilidad
de su emergencia, sino que también permite señalar que la memoria es
centralmente un proceso de construcción asentado en mecanismos de selectividad
de aquello que se rememora y que, en ciertas coyunturas, se convierten en
objeto de disputa desde posiciones que impugnan sus límites, censuras, permisos
y silencios (Jelin, 2002, 2005). En este marco, este
interrogante va abriendo camino a lo que proponemos como nudo témporo-espacial de la memoria. Para avanzar en ello,
trabajaremos en dos sub-momentos que nos permitirán interpretar algunos
aspectos de la práctica política de estxs tres
referentes que nos interesa poner en diálogo, al situar de relieve las
torsiones sobre las cuales se anuda el problema del tiempo y el espacio en sus
respectivas críticas a la actual política de la memoria.
“Queremos hablar de nuestrxs muertxs”
En la trilla de un tren que nunca se
detiene/ En la estela de un barco que naufraga/ En una olilla, que se
desvanece/ En los muelles los apeaderos los trampolines los malecones/ Hay Cadáveres.
Néstor Perlongher
Podríamos
decir que referirnos hoy al cruce entre memoria y disidencias sexo-genéricas
anticipa al menos dos reflexiones que traen consigo una serie de prácticas de
dislocación: la primera de ellas está vinculada a una imagen progresivamente
popularizada en ciertos segmentos de la militancia LGBTINb+
y de derechos humanos, y refiere a la figura del “30.400”. Sobre la misma, por
ahora diremos brevemente que se relaciona, en nuestra interpretación, con una
dislocación de ciertos márgenes espaciales en un sentido amplio del término. La
segunda reflexión que nos permitimos anticipar se alza sobre la idea de que
esta intersección entre memoria y disidencias implica, a su vez, un
cuestionamiento de los recortes selectivos de la configuración temporal de la
narrativa histórica, expandiendo la misma en dos direcciones: hacia el pasado,
mucho antes del inicio del golpe de estado de 1976, y hacia el presente, mucho
después de la reapertura democrática de 1983. Para decirlo de otro modo: de la
pregunta en torno al cruce entre memoria y disidencias sexo-genéricas, nacen
nuevas intersecciones que re-escriben las coordenadas espaciales y temporales
que recortan el actual encuadramiento de la memoria, y se habilita con ello un
conjunto otro de miradas posibles y necesarias en torno a las políticas de las
memorias (esta vez, en plural).
En distintas comunicaciones públicas, tanto Ivanna
Aguilera como Eugenio Talbot Wright, asumen una posición que interpela la
figura de lxs 30.000 desaparecidxs
asociada a la última dictadura cívico-eclesiástico-militar[7].
Ambxs, retomando una hebra en la trama de los
activismos sexo-disidentes, se apropian del número 400 para articular la
impugnación a una política que, desde su mirada, invisibiliza
ciertas corporalidades, subjetividades y sexualidades no-heteronormadas.
Al inscribir su militancia activamente bajo la figura de “lxs
30.400”, retoman los vectores de género y sexualidad olvidados por ciertos
ejercicios de memoria (Theumer, Trujillo y Quintero,
2020). Esta figura trasciende ampliamente los meros límites de la unidad de
cómputo que mediría numéricamente una cantidad específica. Más bien, se erige
como una acción estrictamente política; esto es, que no se basta con asumir una
interpretación particular sobre la realidad, sino que además, esa
interpretación implica en sí misma una ruptura profunda y tajante que tensiona
una referencia asumida como común, en este caso, la de una memoria compartida de lxs 30.000 desaparecidxs.
A su vez, es preciso resaltar que la figuración “400” no es caprichosa,
muy por el contrario, proviene de las entrañas del debate en materia de
derechos humanos y disidencias sexuales en el país. Fue Carlos Jáuregui, en
1987, quien recuperando una conversación tenida con un miembro de la CONADEP[8],
el Rabino Marshall T. Meyer[9],
refirió:
Es muy
difícil precisar si alguna persona desapareció a causa de ser homosexual. No
hay información ni ―desgraciadamente― la habrá nunca. Como sabemos, los
asesinos se cuidaron de borrar el mayor número de huellas posible […] El dato
estadístico no es oficial […] pero uno de los integrantes responsables de la
CONADEP afirma la existencia de, por lo menos, 400 homosexuales integrando la
lista del horror. El trato que recibieron, nos informó, fue similar al de los
compañeros judíos desaparecidos: especialmente sádico y violento. En su
totalidad fueron violados por sus moralistas captores. (Jáuregui, 1987,
170-171)
En esta afirmación,
lo que Jáuregui pone de relieve es la punta de lanza de una política del número
walshiana, noción que le debemos a María Moreno
(2018). Esta escritora, analizando los textos de denuncia contra la dictadura
que el periodista y militante Rodolfo Walsh escribía a finales de los setenta,
nos muestra que este último, “leyendo entre líneas las publicaciones de la
prensa oficial, hacía sus cálculos hasta conseguir una información de alto
impacto que utilizaba con la fuerza de una figura retórica como en su Carta a
la Junta Militar” (Moreno, 2017). Mediante una escritura que permite figurar
cantidades, nos muestra cómo el número en Walsh colisiona contra los márgenes
de la aritmética y, políticamente, la desborda:
El número es para él una figura
retórica, es cierto, pero no es verdad ni mentira, es inmensurable pero no
exagera: aumenta. Y podría decir que aumenta porque, siempre en los cálculos de
Walsh, se trata de denunciar y hacer justicia. (Moreno, 2018, p. 110)
Es decir,
habida cuenta del contexto de terrorismo de estado imperante en la época, este
gesto se presenta como una acción política contundente, que denuncia las
atrocidades del gobierno golpista: “[q]uince mil
desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de
desterrados son la cifra desnuda de ese terror” (Walsh, 1977, párr. 6). Los textos
de Walsh nutren sin dudas el campo actual de la defensa de los derechos humanos
y, a su vez, dejan una huella en la cual el número, los números, laten con una indiscutible politicidad y funcionan como una figura retórica cuya
fuerza es imposible desconocer. Un ejercicio semejante encontramos en el 400
que retoma Jáuregui, a partir del cual ciertxs
activistas contemporánexs de la disidencia sexual
profundizan una política del número con el 30.400.
Cabe mencionar que las 400 personas detenidas y desaparecidas a las
cuales Meyer se refería, se encontraban en el marco de los inicios de la
investigación que la CONADEP estaba realizando, llegando a ser un total parcial
aproximado de 10.000 personas detenidas y desaparecidas identificadas en aquel
momento. Esto da la pauta de que el número 400 en sí, apenas representa una
fracción de la cantidad total de personas que por su orientación sexual,
expresión o identidad de género podrían haber sido detenidas, agravadas las
torturas en función de ello, o finalmente desaparecidas y/o asesinadas. Por
tanto, la reivindicación por otro modo de contar
―en un sentido narrativo―, y contar
―en un sentido cuantitativo no literal―, forma parte de un gesto eminentemente
político. O dicho en términos de Rancière, estamos hablando aquí de la emergencia de la política
misma en la medida que se instituye el conflicto acerca de “la existencia de un
escenario común, la existencia y calidad de quiénes están presentes en él”
(Rancière, 2007, p. 41). Tal
como refiere Eugenio Talbot Wright (2019):
Estamos aún
tratando de recuperar nuestra historia reciente resignificando términos,
sentidos, apropiándonos de símbolos y construyendo los propios. 30.400 no es
una cifra en disputa. Es un símbolo que cuenta que, aún hoy, las historias de
vida de nuestres compañeres
están ausentes de los libros, espacios y sitios de memoria. (párr. 17 y 18)
En absoluta
sintonía con este planteo, Ivanna Aguilera resalta el
carácter de símbolo y la configuración política del 30.400. Independientemente
de las claridades habidas o por haber en relación a las declaraciones de Meyer,
Aguilera nos permite comprender que la referencia a esa cifra funciona como
figura que vertebra una lucha política más compleja, puesto que apunta a una
“memoria LGTB” que permitiría poner
de manifiesto que la sexualidad disidente de la heteronorma
funcionó como causal de detención, desaparición, tortura y/o asesinato:
Hablamos de 30.400 como una cuestión
simbólica y un número político […] Es urgente reconstruir la memoria LGTB porque la disidencia sexual debe
ser visibilizada como lo que fue, un causal de desaparición. No se trataba sólo
de que militaras en alguna organización, te podían matar por puto, torta o
travesti. Sin embargo, en los documentos de cada 24 de Marzo no se habla
de nosotres, no hay diversidad en los palcos ni en
los escenarios. Queremos
hablar de nuestros muertos. (Aguilera como se citó en Cabral, 2019, párr. 6)
¿Qué dice la
última parte de esta intervención? “Queremos hablar de nuestrxs
muertxs”, esgrime la referente. En efecto, la proposición
compuesta de dos verbos ―querer y hablar― a la vez que representa un sujeto
elíptico (nosotras, las disidencias sexuales, “las que queremos hablar”), trae también consigo un sintagma
nominal que sostiene a un sujeto expreso, en este caso colectivo, una ausencia
que se presentifica: lxs muertxs propixs. Podríamos pensar
que en el mismo acto de puesta en palabras de un deseo (“querer hablar”), Ivanna Aguilera erige la primera de las dislocaciones que,
decíamos anteriormente, esta crítica construye: la que opera sobre los límites
simbólicos del espacio.
En este sentido, se señala una intención de narrar una memoria, un
duelo, un conjunto de elementos que se presentan como ausencias en los
discursos hegemónicos sobre el pasado reciente. Al hacerlo, a través de la
figura de lxs 30.400, Aguilera y Talbot Wright están
denunciando las fronteras espaciales que habilitan las posibilidades de
construcción de los sentidos compartidos sobre la memoria, en tanto toman por
asalto los lugares que no les fueron reservados para hablar y, desde allí,
disputan el derecho a construir una memoria común y desafían los márgenes en función
de los cuales se define la legitimidad de una voz. Disputando tales ideas,
expanden las fronteras del encuadramiento hegemónico de la memoria y se
inscriben como sujetxs políticxs
con capacidad narrativa. Intervienen sobre las geografías pre-establecidas, y
con la ayuda de una figuración numérica ―tan cara a la causa de los derechos
humanos en nuestro país― nutren el campo de producción de sentidos sobre la
memoria. En definitiva, ensayan un pasaje por el cual acuñar una memoria trans, travesti, homosexual, lesbiana, intersex
y más; y a su vez, denuncian que negar lo político de un cuerpo que le rehúsa a
la norma es “invisibilizar que el hetero cis
género es un régimen obligatorio que administra las posiciones y las
violencias dentro de un campo social que es, estructuralmente, desigual y
jerárquico” (Talbot Wright como se citó en Villafañe, 2020, párr. 17).
Producida la primera de las reflexiones, tomaremos algunos elementos que
ambxs referentes proponen y que, interpretamos,
producen la segunda dislocación, en esta oportunidad, temporal. De este modo,
observamos cómo esta dimensión temporal emerge cuando presentan el problema de
la memoria en relación a las violencias contra los cuerpos y subjetividades LGBTINb+, las cuales cobran particular espesura alrededor
de la última dictadura militar pero no se reducen a ese marco temporal, ya que
la anteceden y permanecen más allá de ésta. En este sentido, Ivanna Aguilera plantea:
[L]as
políticas de persecución hacia el colectivo LGTB empezaron de manera
sistemática y generalizada en la dictadura de Félix Uriburu.
Se ejecutó un plan de exterminio con prácticas similares o peores a las
implementadas por los nazis desde la dictadura de Onganía.
(Aguilera como se citó en Ludueña y Gutiérrez, 2019,
párr. 8)
En
consonancia, Talbot Wright arroja una inferencia en torno a las prácticas de invisibilización contra la población sexo-disidente en el
campo de los derechos humanos, sosteniendo que la misma no es visibilizada por
el machismo existente, aunque “Desde los años ‘30 se vienen perpetrando ataques
y persecuciones contra el colectivo LGBT+ desde el Estado. Corrió mucha sangre.
Y seguimos enterrando compañeras’.” (Talbot
Wright en Ludueña y Gutiérrez, 2019, párr. 15).
En estos dos fragmentos encontramos con absoluta
nitidez esa continuidad represiva a la cual venimos haciendo referencia. Lxs dos referentes están dislocando el encuadramiento
temporal de la memoria en dos direcciones: hacia un pasado que se remonta a la
pre-dictadura, y hacia un presente que llega hasta nuestros días. De la
primera, específicamente cuando refieren a la dictadura de Uriburu
iniciada en septiembre de 1930. Vale decir que la misma se constituyó como la
primera de varias acontecidas en Argentina, y en ese marco, al presentarla como
antesala de las prácticas de detención, desaparición y asesinato de la última
dictadura militar, tanto Aguilera como Talbot Wright están expandiendo las
fronteras del tiempo, al menos, 46 años antes. Pero, a su vez, expresan esa
vigencia en un presente continuo: “seguimos enterrando compañeras”.
Sin desconocer la lucha y referencia debida a los
organismos de derechos humanos, Talbot Wright, quien fuera integrante de HIJOS[10],
propone ir más allá del reconocimiento, abonando una reflexión epistémica sobre
la memoria, en tanto sugiere otros modos de conocer y re-conocer las memorias
señalando que “debemos entender la memoria como un proceso dinámico que debe
incorporar y no estar excluyendo cosas. Debe incorporar problemáticas,
incorporar sujetos que fueron y están siendo víctimas de un estado que sigue
ejerciendo prácticas de exterminio” (Talbot Wright, como se citó en
Villafañe, 2020, párr. 8).
Por su parte, Ivanna Aguilera advierte la
continuidad de las prácticas contra la población LGBTINb+
más allá de la dictadura, bajo otras modalidades o incluso hasta con las mismas
figuras producidas durante el gobierno de facto, como lo fueron las razzias, las detenciones y los asesinatos. Esto lo hace
apelando a la categoría de genocidio
que, antes que ser usada en su sentido jurídico, es más bien valorada para
remarcar las violencias que atraviesan y han atravesado a dicha población.
Mediante este ejercicio resemantizador que Aguilera
nos propone, se habilitan nuevas interpelaciones y complejidades en el marco de
los nudos de la memoria:
Entre el 83’ y el 90’ y chirolas
tuvimos un genocidio espantoso hacia la población trans
y travestis. La policía empleaba a efectivos que habían quedado de la dictadura
que formaban diferentes grupos como los “cazamariposas”. (Aguilera, como se citó en Cabral, 2019, párr. 4)
Podemos dar
cuenta de cómo desde estas narrativas, que también leemos como políticas de la
memoria, se rearticula un complejo vivo de críticas y
significaciones que disputan otro modo de contar
y contar (en el doble sentido
presentado más arriba) la historia
que produce una memoria compartida. Si asumimos que los planteos de Ivanna Aguilera y Eugenio Talbot Wright pueden ser
analizados como provocadores de dos dislocaciones ―una espacial y una temporal―,
podremos referir entonces que lo que presentan en torno al problema entre
memoria y disidencias sexo-genéricas es un
continuum témporo-espacial
cis/heterosexista represivo.
Esto permite indicar entonces que: en primer lugar, como anticipamos
anteriormente, la represión perpetrada por el estado contra la población LGBTINb+ antecede a la dictadura militar de 1976, y a su
vez se extiende hasta el presente, más allá de la recuperación del estado de
derecho (dimensión temporal); y en segundo lugar, que las demarcaciones
geográficas en el espacio simbólico de los lugares de enunciación habilitados
―y por consiguiente vedados― para la construcción de una memoria LGBTINb+, siguen dando cuenta de su estatuto problemático
cada vez que una crítica en torno a la figura de lxs
30.000 es puesta en agenda (dimensión espacial).
“Doblemente desaparecidxs”
Familias enteras eran desmembradas,
separadas sin poder juntarse jamás. Madres que perdían a sus hijos, hombres que
jamás volverían a ver a sus esposas y sus niños. Fue un tiempo de oscuridad y
dolor, así lo afirmaban nuestros mayores. Si no morían de hambre, morían de
pena.
Moira Millán
En el caso
de Moira Millán, disputar el encuadramiento de la memoria supone instituir, en
primer lugar, la pregunta sobre el marco temporal bajo el cual se tematiza la
violencia de estado. Desde su particular lugar de enunciación, hablar de la
memoria supone cuestionar la asociación exclusiva del terrorismo de estado con
la última dictadura militar, en la medida que esto implica circunscribir dicha
violencia a una etapa de la historia que deja por fuera otros periodos en los
que se desarrollaron prácticas igualmente condenables. En este marco, el uso de
la categoría de genocidio[11]
en muchas de sus intervenciones le permite realizar una impugnación directa al
estado y a la variable temporal de la memoria encuadrada, porque se reclama el
reconocimiento de prácticas de sometimiento, explotación, deportación,
apropiación de niñxs y desestructuración comunitaria
y/o familiar que se llevaron a cabo en el proceso de conformación y
consolidación del estado-nación desde fines del siglo xix hasta mediados del siglo xx.
Como hemos mostrado en otro trabajo (Soria, en prensa), las denuncias
que lleva adelante esta lideresa en el terreno de la memoria remarcan, una y
otra vez, la persistencia de una maquinaria estatal que instituye una
temporalidad hegemónica, desde donde quedan opacadas ciertas prácticas estatales
y visibilizadas otras. En relación a esto, desde sus declaraciones, el
genocidio está ligado al racismo, precisamente porque la crítica al marco
temporal que asocia la memoria a la dictadura de los setenta implica denunciar
que tal asociación se debe a una estructuración racista de nuestra sociedad, es
decir, a la imposibilidad de valorar como memorables otras muertes y otras
desapariciones. El racismo estructural se vincula con la imposibilidad de ver y
reconocer otras formas del genocidio que reclaman un estatuto diferente en la
memoria compartida. En una entrevista, Moira Millán señala esta imposibilidad
de reconocer el genocidio de los pueblos indígenas:
En Argentina pasan muchas cosas. Hay
una resistencia. Nosotras decimos que hubo un proceso de argentinización que se
hizo a través de un genocidio. No quieren ser el resultado de un laboratorio
sangriento, nadie quiere pensarse así a sí mismo. La perspectiva decolonial no interpela a los patriotas. Se habla de lo decolonial para la invasión de Europa a América. A veces
para el imperialismo de Estados Unidos y hasta ahí. A partir de la desaparición
y asesinato de Santiago Maldonado en Wallmapu[12]
una parte de la población argentina descubrió que había un conflicto por
tierras en el sur del país, que ese conflicto estaba interpelando el latifundio
creado por grandes empresarios, muchos de ellos extranjeros. (Millán, como se
citó en Fornaro, 2020, párr. 12)
Estas
palabras señalan la dificultad de tematizar como genocidas un conjunto de
prácticas que, desde ciertas narrativas asociadas a la historia nacional, no
pueden ser vistas como tales por su valor en la constitución del estado-nación.
Si bien no puede desconocerse que la historia nacional ha experimentado
importantes revisiones, esto no ha significado necesariamente que las prácticas
y los hechos ligados a los momentos constitutivos de la nación sean englobados
por el concepto de genocidio. Es por eso que Moira Millán denuncia la
imposibilidad de enmarcar en esta categoría muchas de las prácticas que ella
enuncia como “parte de un laboratorio sangriento”, pues hacerlo implicaría la
desestabilización de las fibras más íntimas de un imaginario nacional en el que,
todavía, los componentes indígenas representan una excepción normalizante, es decir, expresan un estereotipo construido
por el poder soberano del estado que los identifica como potencial amenaza a la
integridad nacional (Delrio, Escolar, Lenton, Malvestitti y Pérez,
2018)[13].
La disputa por la memoria se cifra, por lo tanto, como lucha por la
ampliación de los márgenes de lo recordable y por la resignificación
de los eventos que se recuerdan, y esto se lleva a cabo mediante una relectura
de la historia desde dos claves: racismo y genocidio. Esta ampliación y resignificación constituyen, en efecto, una apuesta de
lectura a contrapelo que resulta en dos efectos complementarios: por un lado,
la desestructuración de una imagen de nación argentina blanca y europeizada;
por otro lado, la reinscripción de las trayectorias indígenas en el pasado y en
el presente. Esta reinscripción echa luz no sólo de las prácticas del pasado
que hicieron de lo indígena un objeto de persecución y represión, sino que
también desarma el supuesto de extinción al hacer escuchar una voz en el
presente que puede ser también instancia legítima y autorizada de la narración
histórica. Al cuestionar la ficción de una Argentina “venida de los barcos”,
Moira Millán lo dice de este modo: “hay que hacer un trabajo mucho más profundo
[...] para poder volver a recuperar la verdad histórica, el reconocimiento de
la existencia de las naciones indígenas, y se pueda volver a construir una
narrativa distinta” (Millán, como se citó en TeleSURtv,
2019).
Esta insistencia por ampliar los márgenes temporales en relación a los
cuáles una práctica estatal es definida como genocida no se circunscribe, sin
embargo, a la simple cuestión de re-encuadrar los hechos del pasado, sino que
se trata de una disputa desde y por el presente, en el sentido de que genocidio
no es sólo lo que pasó sino lo que sigue pasando: “megaminería,
hidroeléctricas, fracking,
robo de tierras comunitarias, violencia institucional, racismo, persecución
judicial, hostigamiento, violencia parapolicial, feminicidios y femicidios, infanticidio indígena, violación de derechos
constitucionales, todas ellas prácticas y políticas genocidas que se perpetúan
por más de 500 años” (Millán, 2019a). Desde esta
perspectiva, entonces, podemos interpretar que no se trata sólo de una disputa
por otra versión de la historia, sino de una disputa en la que un sujetx políticx busca hacerse lugar en el presente para, desde
allí, rearticular radicalmente la relación entre
pasado, presente y porvenir.
Esto último permite poner de relieve la dimensión espacial que se
vincula a la dimensión temporal que venimos describiendo, y que da forma a lo
que hemos llamado nudo témporo-espacial de la
memoria. Desde los márgenes ―aquellos a los que históricamente fueron
expulsados los cuerpos racializados de la nación―
irrumpe esta voz que impugna la cartografía hegemónica y redirecciona
sus ficciones constitutivas al centro de discusión. Desde este lugar de
enunciación, el espacio funciona como metáfora de un gesto que se hace lugar,
que conmueve los lugares comunes (¿sagrados?) de la comunidad política. Cuando
Moira nos dice “el territorio tiene memoria” condensa la fuerza de ese gesto,
mueve, empuja, disloca, desarma el orden de lo posible, desordena y resitúa las
piezas de la memoria compartida. En oportunidad de la conmemoración del 24 de
marzo[14]
en 2019, afirmaba:
Dos
genocidios, el primero impune, ni siquiera cuestionado por los gobiernos que se
han sucedido en el poder, el segundo hoy lo recordamos, y gran parte de la
sociedad argentina lo condena. No así la campaña genocida de Julio Argentino
Roca, quien hasta hoy tiene emplazado un gran monumento que le rinde honor […]
Pero los territorios tienen memoria y es cíclico, todo vuelve a repetirse sino se
repara, eso es justicia. Para nosotros los pueblos originarios nunca hubo
memoria, verdad y justicia. Es por ello que el genocidio continúa […] Hace un
tiempo visité por primera vez el Museo de la Memoria, allí hay una computadora
en donde se puede escribir el nombre de algún desaparecid@
y enseguida te aparece esa persona en la nómina con sus datos personales, edad,
actividad política y el día de su desaparición, yo escribí seis nombres
mapuches, de los que sé año y circunstancias en los que fueron desaparecidos,
por el relato de sus familiares, algunos de ellos trabajadores, otros
luchadores por sus territorios, e incluso puse el nombre de una lamngen[15]
que durante la dictadura fue arrastrada, torturada y encarcelada por un tiempo
y luego liberada. Para mi sorpresa, éstos nombres no estaban en los 30.000, me
dolió como un puñal en mi espíritu, ellos están doblemente desaparecidos […]
¿La lista de los treinta mil es sólo de víctimas blancas? (Millán, 2019b, párr. 1-3)
Las
desapariciones son también indígenas, recuerda Moira, y con ello hiere la idea
de nuestrxs
desaparecidxs asociada a lxs
30.000. Y en la medida que esa pieza no encuentre su lugar, la memoria
compartida permanecerá, no incompleta, sino injusta. En otras palabras, no se
trata de completar, sino de desarmar el encuadramiento mismo de la memoria: sus
espacios, sus nombres, sus marcos de inteligibilidad, sus dispositivos de
visibilidad. ¿Quién y qué se narra en la historia compartida? ¿Mediante qué
procedimientos se instituye la visibilidad de los cuerpos torturados y
desaparecidos? En estas preguntas, que resuenan como eco de la experiencia de
Moira en el Museo de la Memoria, la figura de lxs desaparecidxs como término que condensa el horror de un
tiempo histórico es implosionada, pero se trata de
una implosión que no busca su destrucción, sino más bien exponer sus cimientos
y sus materiales, para desde allí situar dentro de sus fronteras a otrxs desaparecidxs.
En este aspecto, la metáfora del espacio permite nombrar el ejercicio de
una práctica que presiona por hacerse lugar dentro del terreno de las
desapariciones que recordamos como comunidad política, pero en este caso, más
que un cómputo, lo que se reclama es la posibilidad de contar el horror y el
dolor, otros horrores y dolores que también hablan de desapariciones. Es como
si en ese ejercicio se reclamara la extensión de una longitud o de una
geometría ―la de lxs desaparecidxs―,
para redefinir las fronteras que permitan llorar otras víctimas que, luego de
la pregunta retórica de “¿la lista de los treinta mil es sólo de víctimas
blancas?”, ya no pueden remitir únicamente a la conocida imagen de “los
militantes de los 70”.
A modo de cierre (o notas sobre el
espacio y el tiempo entre nudo y nudo)
Retomando la
imagen de nudo que supo ofrecernos Juileta Kirkwood para pensar el devenir feminista, y teniendo en
cuenta que esa evocación permite entender la relación entre crecimiento y
transformación, en este apartado de cierre quisiéramos detenernos en la
fecundidad de esa imagen para problematizar la(s) política(s) de la(s)
memoria(s) en el tiempo que vivimos. Cuando hablaba de nudos, la pensadora
chilena mencionaba troncos, plantas, crecimientos y proyecciones; en este
sentido, tanto árboles como plantas comparten una característica común: todo
nudo es, a la vez, un rincón naciente. Es sabido que de los nudos que las
plantas tienen en sus tallos, nacen brotes nuevos; que al espacio de tallo que
existe entre un nudo y otro, se lo denomina entre-nudo, y que por tanto, todos
los tallos de una planta están unidos por nudos y entre-nudos; y a su vez
sabemos que, bajo ciertas condiciones, de los nudos de algunos árboles ―incluso
los caídos― si son puestos en agua lo más probable es que broten nuevos tallos.
Asimismo, si se corta un nudo de un árbol, muy probablemente, el árbol muera
también.
De ahí la vitalidad del nudo, su carácter imprescindible para el
movimiento vivo de aquello que, a pesar de tener una orientación, depende de
los “cursos indebidos” que los mismos van trazando, porque en esa dependencia
radica la reorientación de una geometría que no tiene prefigurado su sentido.
Estas ideas-imágenes provocan, en efecto, un modo de pensar la política de la
memoria en nuestro particular contexto: su actual configuración, lejos de
representar una parcialidad o una lectura incorrecta de los derechos que ella
abarca, es producto de articulaciones hegemónicas abiertas a disputas y resignificaciones. Los particulares anudamientos en torno
al espacio y el tiempo que proponen Eugenio Talbot Wright, Ivanna
Aguilera y Moira Millán son precisamente eso: nudos incómodos, pero necesarios,
para re-pensar la política de la memoria en clave de disidencias sexo-genéricas
y antirracistas.
A partir de nuestra interpretación de las intervenciones de estxs tres activistas, intentamos mostrar cómo sus lecturas
a contrapelo en el campo de la memoria exponen al espacio y al tiempo como
nudos que funcionan a modo de pliegues, desde los cuales germina una pregunta:
¿qué memoria? La dimensión del espacio se juega allí donde ―cada unx a su modo― el cuerpo se pone en escena, se anima a
habitar el espacio de lo instituido como compartido para ensayar la
interrupción de lo que Rancière (2007) llamó la
geometría de la comunidad política, esto es, el reparto de las “partes” de la
comunidad. Al ocupar el espacio público e impugnar el ordenamiento espacial de
los derechos, las voces de Eugenio Talbot Wright, Ivanna
Aguilera y Moira Millán, introducen una ruptura del orden sensible. En otras
palabras, hacen política en la medida
que “desplaza[n] a un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia[n] el
destino de un lugar; hace[n] ver lo que no tenía razón para ser visto, hace[n]
escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar” (Rancière,
2007, p. 45).
Ese hacer política es, también, hacerse sujetxs
políticxs; porque mientras desplazan los lugares
sagrados de la memoria se desplazan ellxs mismxs hacia otros sitios, aquellos que no les estaban
asignados y que, sin embargo, ocupan para llenarlos con una voz que reclama su
derecho a decir. Con ello, el gesto es doble: cambian la cuenta de las partes
de la comunidad política para, al mismo tiempo, poder contar que algo más
cuenta. ¿Qué es lo que cuenta? Esos cuerpos no heteronormados
y no blanqueados que reclaman su lugar en la memoria compartida, un reclamo que
no se hace desde el discurso multicultural de celebración y aceptación de la
diversidad, sino desde la dislocación de los tiempos de la historia y los
espacios habilitados de la comunidad política. En este sentido, la disputa va
más allá de la simple incorporación de las historias menores a la memoria
compartida, en la medida que se desarma la manera de temporalizar, de hacer los
cortes y periodos temporales, para desde allí hacer entrar otros tiempos, los
de las experiencias de injusticia.
De este modo, estxs activistas no buscan
instituirse como voces dentro del discurso de la diversidad, sino como voces
con derecho a contar. De allí que hablar de “lxs
30.400” y de “lxs doblemente desaparecidxs”
sea mucho más de lo que a simple vista parece, pues su efecto es trazar una
herida en el campo de sentidos de “la” memoria ―en singular―, introducir una
torsión, un nudo, un rincón naciente, que hace posible entonces hablar de
memorias, nuevamente en plural. Ya sea marcando la ficción de raza o de género,
las luchas de Moira Millán, Ivanna Aguilera y Eugenio
Talbot Wright se hermanan en este ejercicio provocado desde los márgenes hacia
un centro ―El Centro―, para provocar esa “ráfaga” que, tal como lo supo apuntar
Benjamin, puede iluminar nuestro presente..
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[1] Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y
Sociedad, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CIECS-CONICET y UNC), Argentina. Correo electrónico: a.sofia.soria@gmail.com
[2] Instituto de
Humanidades, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (IDH –
CONICET) y UNC. Argentina. Correo electrónico: pascual.scarpino@unc.edu.ar
[3] Adoptamos el uso de la “x” como
ejercicio político de un lenguaje inclusivo, a fin de no reducir las
pertenencias y/o identidades sexo-genéricas al esquema binario varón-mujer.
[4] Para sostener esta afirmación, nos valemos del concepto
de contextualismo radical (Grossberg,
2006, 2009) y de una particular relectura del concepto de articulación (Hall,
2010). En este marco, la noción de contexto supone partir del postulado de
prioridad de la relación, es decir, que ninguna práctica o evento pueden ser
pensados por fuera de una serie de relaciones y/o articulaciones históricas y
políticas.
[5] Nuestro lugar de lectura dialoga con, y se inspira
en, el trabajo de Barros y Quintana (2020). Al pensar los desplazamientos
impensados de los activismos de derechos humanos en nuestro país, estas autoras
puntualizan el valor heurístico de la categoría de promesa política del performativo de Butler y Athanasiou
(2017), para señalar las significaciones no prefiguradas de antemano que se
alojan en lo político.
[6] Utilizamos
el acrónimo LGBTINb+ para referir, respectivamente, a
personas que se autoperciben lesbianas, gays, bisexuales, travestis, transexuales y transgéneros, intersex, no-binaries y/o toda aquella asunción identitaria
que pone en discusión el patrón moderno de cis/heterosexualidad.
Tal como refirió Vaggione (2008): “Aunque como toda
sigla reduce la multiplicidad de identificaciones, ésta ha sido históricamente
incluyente y por eso tiene variaciones.” (p. 13).
[7] El
número 30.000 corresponde a la cantidad oficialmente estimada de personas
detenidas, desaparecidas y/o asesinadas que implicó la última dictadura
cívico-eclesiástico-militar, en el marco del terrorismo de estado y el plan
sistemático de detención, desaparición y tortura.
[8] La Comisión Nacional sobre la
Desaparición de Personas fue un órgano descentralizado, dependiente del Poder
Ejecutivo Nacional, creado en 1983 por el entonces presidente Dr. Raúl
Alfonsín. Tuvo como objetivo investigar las desapariciones perpetradas durante
la última dictadura militar. En la CONADEP participaron personalidades de
distintos sectores, y el informe final titulado Nunca Más fue entregado a la presidencia de la nación en septiembre
de 1984, el cual permitió probar la existencia del plan sistemático de
desaparición, tortura y muerte desarrollado por el terrorismo de estado.
[9] El Rabino Marshall T. Meyer fue una
figura destacada a nivel internacional por su decidida apuesta por la defensa
de los derechos humanos en general, y de la comunidad judía en particular.
Reconocido por amplios sectores de la política internacional, desde su
radicación en la Argentina se dedicó a la defensa de la democracia y el repudio
a las dictaduras acaecidas en Nuestra América. Fue el único miembro extranjero
de la CONADEP, y también quien propuso que el título del informe final llevara
el lema que utilizaban lxs sobrevivientes del Gueto
de Varsovia de la Alemania nazi: Nunca
Más.
[10] Organización de derechos humanos
argentina de “Hijos e Hijas
por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio”, de la cual
forman parte principalmente hijxs de desaparecidxs de la última dictadura en el país.
[11] En
el contexto de reapertura democrática, muchas organizaciones y militancias
indígenas comenzaron a usar los conceptos de genocidio y etnocidio en sus
reivindicaciones políticas. Por su parte, la academia también comenzó a
discutir las implicancias y alcances de estos conceptos para dar cuenta de la
relación entre estado y pueblos indígenas. No obstante, tal como mostraron Delrio, Escolar, Lenton, Malvestitti y Pérez (2018), el término genocidio ha
enfrentado mayores resistencias porque su sentido popularizado lo asocia al
exterminio físico, y esto implicaría el radical cuestionamiento a los
imaginarios que sostienen la conformación del estado-nación. Para una
aproximación detallada de estos debates, se pueden consultar los trabajos
reunidos en Delrio, Escolar, Lenton
y Malvestitti (2018) y Lenton
(2011).
[12] En mapuzungun, este término
evoca, en general, el territorio habitado por el pueblo Mapuche-Tehuelche antes
de las campañas militares y del proceso de institución de las fronteras
nacionales.
[13] En los últimos años hemos observado
cómo diversas situaciones de conflictividad han propiciado construcciones
políticas y mediáticas que promueven la idea de los pueblos indígenas como
amenaza. Recordemos, por ejemplo, cómo durante el gobierno de Mauricio Macri se propició la idea de determinadas militancias
mapuche como “terroristas” (Briones y Ramos, 2018; Lenton,
2017; Muzzopappa y Ramos, 2017a; 2017b; Soria, 2019).
Asimismo, en el actual contexto de pandemia global y de aislamiento social
obligatorio, no son pocas las construcciones estigmatizantes
que surgieron en torno a lxs indígenas como
transmisores del virus o las situaciones de violencia institucional que
encontraron justificación en una supuesta violación de la cuarentena
obligatoria (La Nación, 2020; Página 12, 2020; Huerquen
Comunicación, 2020).
[14] El 24 de marzo de 1976 es la fecha en que se inició
la última dictadura militar en Argentina. En el año 2002, por Ley N° 25.633, se
instituyó como Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, en
conmemoración de las víctimas de los actos de terrorismo de estado.
[15] En mapuzungun, hermana.