Los
movimientos sociales desde la perspectiva feminista: pistas metodológicas para
un análisis no androcéntrico de la acción social
Social Movements From
the Feminist Perspective: Methodological Tracks For a Non-Androcentric Analysis
of Social Action
Ramón Cortés[1]
y Emma Zapata Martelo[2]
Resumen:
Los movimientos sociales tienen un papel determinante en
el espacio político. Son agentes de cambio que cuestionan y sacan a la luz los
cotos de poder que el sistema no expresa por sí mismo; sin embargo, como el
poder opera de manera reticular, los movimientos sociales no están exentos de albergar
relaciones de dominación y poder. En este contexto, a partir de la metodología
feminista y del empleo de las categorías de género como dispositivo de poder, división
sexual del trabajo, acceso al espacio público y toma de decisiones, el objetivo
de este trabajo es aportar elementos metodológicos para el análisis de los
movimientos sociales no separatistas o mixtos, cuyo principal fin no está
relacionado con romper las relaciones de poder a partir del dispositivo de
género. El análisis feminista posibilita evidenciar elementos que desde la
teoría androcéntrica del estudio de los movimientos sociales no habían sido
considerados relevantes. Obviar estos aspectos produce y reproduce, en la
mayoría de los casos, violencia política hacia las mujeres; no obstante, en
otros casos abona a invisibilizar el acoso y la violencia sexual experimentados
por las mujeres activistas.
Palabras clave: género y movimientos sociales, división sexual del
trabajo y movimientos sociales, violencia de género y movimientos sociales
Abstract:
Social movements have a determining role in the
political landscape. They are agents of change that question and bring to light
the power structures that the system does not express by itself. However, as
power operates as a network, social movements are not exempt
from harboring relations of domination and power. In this context, based on a
feminist methodology and the use of gender categories as a device of power,
sexual division of labor, access to the public space, and decision-making, the
objective of this work is to provide methodological elements for the analysis
of non-separatist or mixed social movements, whose main purpose is not related
to breaking power relations based on the gender device. The feminist analysis
makes it possible to show elements that, from the androcentric theory of the
study of social movements, had not been considered as relevant. Ignoring these aspects
produces and reproduces, in most cases, political violence against women.
Nevertheless, in other cases, it contributes to making the sexual harassment
and violence experienced by women activists invisible.
Keywords: gender and social
movements, sexual division of labor and social movements, gender violence and
social movements
Recepción: 29 de noviembre de
2020/Aceptación: 25 de febrero de 2021
Introducción
Los movimientos sociales pueden entenderse, de acuerdo
con Touraine (2006, p. 255), como “la conducta colectiva organizada de un actor
luchando contra su adversario por la dirección social de la historicidad en una
colectividad concreta”. Su función principal es sacar a la luz lo que el
sistema no dice: los cotos de silencio, violencia e injusticia siempre latentes
en los poderes hegemónicos, cuyo papel redunda en ser mediadores entre las
disyuntivas del sistema y la vida cotidiana de las personas; y se manifiestan
principalmente en lo que hacen: existir y actuar. Éstos se encuentran constituidos
por tres elementos: la identidad, el adversario y el objetivo social. La
primera hace referencia a la autodefinición del movimiento, lo que es y en
nombre de quién habla; el adversario representa el enemigo principal del
movimiento y es identificado de forma abierta y explícita; mientras que el
objetivo constituye lo que en el horizonte histórico busca obtener (Castells,
1999, p. 93; Melucci, 1999, p. 51).
Almeida (2020, pp. 17-18) señala que el estudio de los
movimientos sociales se ha incrementado de manera importante en los últimos 20
años, debido a los avances teóricos y empíricos de la sociología y otras
ciencias sociales, así como al aumento de la acción colectiva en diferentes partes
del mundo. El autor menciona que el estudio de los movimientos sociales implica
distintos conceptos, niveles de análisis y una clasificación de sus
actividades, las cuales van del nivel micro hasta el nivel macro. Sin embargo,
los estudios realizados sobre la acción colectiva centran su objeto de estudio
en los espacios formales y directivos, es decir, en el espacio público, lo que
ha llevado a las teorías de los movimientos sociales a mantener un carácter
androcentrista (Alfama, 2009, p. 128; Florez, 2014, pp. 77-78).
Como movimiento social, el feminismo ha devenido en un
tsunami, provocado por la cuarta ola del feminismo, como un fenómeno que
refleja el hartazgo de millones de mujeres ante la opresión y discriminación
históricas (Varela, 2020, p. 286), pero, sobre todo, ante la violencia sexual
(Cobo, 2019, p. 138); el feminismo recorre el mundo reconociendo y enfrentando
la crisis del capitalismo heteropatriarcal en su versión neoliberal (García,
2018, p. 17). Este empuje es la potencia feminista o el deseo de cambiarlo
todo, la cual se devela como una teoría alternativa del poder. Consiste en
reivindicar la indeterminación de lo que se puede, es decir, el desplazamiento
de los límites impuestos. Se trata de la invención común contra la expropiación,
disfrute colectivo contra la privatización y ampliación de lo que se desea como
posible aquí y ahora (Gago, 2019, pp. 13-14).
Respecto a la presencia de las mujeres en los movimientos
sociales, Alfama (2009, pp. 127-128) comenta que ésta se considera escasa,
excepto en aquellos que se declaran abiertamente feministas. Pero el problema
no reside en su baja participación, sino en la forma que ésta ocurre. Los
estudios realizados sobre la acción colectiva se centran en los espacios formales
y directivos, por lo que los aportes realizados por las mujeres se
invisibilizan en gran medida. Un enfoque más amplio ha revelado que aun cuando las
mujeres son mayoría y tienen una labor activa e importante, su presencia es
insuficiente en espacios visibles y formalizados.
Teniendo como punto de referencia la movilización
multitudinaria en la Ciudad de México el 8 de marzo, Día Internacional de las
Mujeres, y el llamado al Paro del trabajo productivo y reproductivo bajo la
consiga “Un día sin mujeres” del 9 de marzo, ambos de 2020 (Portillo y Beltrán,
2021, p. 8), y de la exploración realizada sobre trabajos que analizan
diferentes movilizaciones sociales desde la perspectiva feminista, entre los
que destacan Alfama (2009), Cortés, Zapata, Ayala y Rosas (2018),
Dunezat (2017) y Palacios (2012), entre otros, en donde la lucha de las mujeres
es determinante ante el ejercicio del poder extractivista (Navarro, 2019), o en
el que se hace frente mediante la resistencia feminista negra-afromexicana a
las políticas de invisibilización y despojo por parte del Estado (Varela, 2019),
el propósito de este artículo, mediante metodología feminista, es aportar
elementos metodológicos para el análisis de los movimientos sociales no
separatistas o mixtos, cuyo principal propósito no está relacionado con romper
las relaciones de poder de género ¾trasladadas mayormente a la arena política de lo público
por mujeres u otras identidades disidentes de los procesos de binarización de
los géneros¾ y sus objetivos están encaminados a resolver problemas ambientales,
sindicales, estudiantiles, de ciudadanía, derechos humanos, luchas campesinas e
indígenas y autonomía, entre otros.
Particularmente, la metodología feminista es una
perspectiva que pone en el centro a las mujeres, quienes hasta hace poco eran
invisibles como actoras sociales. Tiene la peculiaridad de que se aboca al
estudio y rescate de los eventos del pasado de las mujeres, que se consideran
feministas o no, hayan o no dedicado su trabajo y energía a la emancipación de
las mujeres; y también permite hacer investigación no androcéntrica, es decir,
que los enfoques y métodos que las invisiblizan son eliminados (Bartra, 2012,
p. 68; Comesaña, 2004). En este sentido, las variables metodológicas que se
utilizarán, siguiendo la propuesta de Salazar (2017, p. 52), son i) género como
dispositivo de poder entre hombres y mujeres, ii) división sexual del trabajo y
iii) acceso al espacio público y toma de decisiones.
Utilizar el enfoque feminista en el estudio de los
movimientos sociales, como señala Chávez (2017, p. 43), permite una
interpretación diferente y una mirada por, para y desde las mujeres, que
recurrentemente han sido invisiblizadas y sus voces silenciadas en estos
procesos. No incorporar esta perspectiva al estudiar la acción colectiva,
perpetúa la reproducción de los patrones de la cultura patriarcal y el poder
androcéntrico.
Así, con base en las ideas anteriores y en las categorías
mencionadas, se busca dilucidar las conexiones que permiten producir y
reproducir las desigualdades de género intra
movimientos sociales, además de desromantizarlos y pensarlos como formas que
persiguen alternativas/otras al futuro, siempre y cuando se mantengan miradas
autocríticas en ellos.
El género como dispositivo de
poder
Para pensar el poder al interior de los movimientos
sociales y su despliegue entre hombres y mujeres, recurrimos a la noción
foucaultiana de las relaciones de poder: un poder que circula transversalmente
en todas las relaciones sociales y opera de manera reticular. Tal como advierte
García (2017), las relaciones de poder son inmanentes a cualquier relación
existente en el orden de lo social; desencadenan escisiones, particiones y
desigualdades entre los sujetos, al tiempo que son efecto inmediato de esas particiones.
El poder, según Foucault, es “una vasta tecnología que
atraviesa el conjunto de relaciones sociales; una maquinaria que produce
efectos de dominación a partir de cierto tipo peculiar de estrategias y
tácticas específicas” (Ceballos, 1994, p. 31). No es algo que se adquiera,
arranque o comparta, algo que se conserve o deje escapar; el poder es ejercido
desde innumerables puntos, y en el juego de relaciones móviles y no
igualitarias (Foucault, 2007, p. 114).
Aunque el género no aparece como determinante de las
relaciones de poder en el análisis de Foucault, su propuesta del poder es
sugerente porque contempla aspectos que van de lo micro (visión microfísica del
poder) a lo macro (instituciones, normas, valores y estructuras, entre otros),
lo cual permite identificar diferentes aspectos al momento de hacer un análisis
de género (Piedra, 2004, p. 135). A través de este tipo de reflexiones, desde
el análisis feminista se ha buscado comprender el poder que se apuntala en los
privilegios de los varones como grupo, a partir de la subordinación de las
mujeres como colectivo y/o de la preeminencia de lo masculino sobre lo femenino
(Santa Cruz, 2010, p. 120).
Siguiendo con el análisis foucaultiano, pensamos el
género como un dispositivo del poder, que en palabras de Foucault es un:
[…] conjunto
decididamente heterogéneo, que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas,
decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos,
proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas; en resumen: los elementos
del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo
es la red que puede establecerse entre estos elementos. (1985, p. 128)
El género como dispositivo, explican Amigot y Pujal (2009,
p. 122), realiza dos operaciones fundamentales e interrelacionadas: por un
lado, produce la dicotomía del sexo y de las subjetividades que se vinculan a
ella; y por otro, genera y regula las relaciones de poder entre hombres y
mujeres. Esta noción permite comprender que a pesar de que el poder circula en
todas las relaciones sociales, el dispositivo de género opera de diferentes
maneras subordinando a las mujeres, hecho que se soslaya en algunos análisis
del poder. Al respecto, Scott (2013) menciona que el género es una forma
primaria de las relaciones significantes de poder; y Townsend (2002) señala que
el poder lo ejercen particularmente los hombres y los grupos de hombres sobre
las mujeres. El poder es el motor a través del cual se continúa subordinando y
excluyendo a las mujeres en una gran cantidad de sociedades, y en ocasiones se
establece por medio de la fuerza o de amenazas, pero en otras es más sutil.
Esta forma de dominación se ha hecho posible a través del
sistema patriarcal que prevalece en el mundo. Es la forma de poder históricamente
más antigua, geográficamente más abarcadora e ideológicamente más ocultadora y
menos reconocida, cuyo agente ocasional fue el orden biológico, y elevado más
tarde a la esfera económica y política, que trasciende de lo público a lo
privado. El patriarcado se sustenta en un conjunto de instituciones políticas,
económicas, sociales, ideológicas y afectivas que se producen y reproducen en
prácticas cotidianas colectivas e individuales (Carosio, 2017, p. 28; Sau, 2000,
pp. 237-238). En el mismo sentido, Segato (2016, p. 91) apunta que el
patriarcado es el pilar de todos los poderes ¾económico, político, intelectual, artístico, entre muchos
otros¾, y mientras no se
agriete definitivamente su estructura, no habrá ningún cambio relevante en la
estructura de la sociedad.
Esta forma de subordinación a través del género como
dispositivo del poder, también se produce, reproduce y circula al interior de
los movimientos sociales, y es posible entenderla por medio de la categoría
división sexual del trabajo.
División sexual del trabajo: una
mirada para desnaturalizar los roles de género
Siguiendo a Brito (2017, p. 63), a través del concepto
división sexual del trabajo se explica la asignación diferenciada de tareas,
papeles, prácticas, funciones y normas sociales a hombres y mujeres. Está
basada en el sexo de las personas, bajo supuestas características
naturales/biológicas y “diferentes”, atribuidas a cada uno de estos grupos
sociales. La división no es inocua ni aleatoria, produce graves y profundas
desigualdades e injusticias, pues contribuye a crear las condiciones para la
subordinación de las mujeres, lo cual dista de ser algo natural; forma parte de
complejos fenómenos sociales, culturales, políticos y económicos asociados a
ideales regulatorios de cómo deben ser mujeres y hombres y las relaciones que
deben acontecer entre ellas y ellos.
La división sexual del trabajo produce un conjunto de
actividades necesarias para la reproducción social de la vida, no obstante, hay
una distinción entre actividades consideradas como prestigiosas y otras
carentes de valor e invisibilizadas. Las primeras son realizadas por los
hombres y se consideran productivas, mientras las segundas son desempeñadas por
las mujeres y otros seres de la desigualdad, y se reconocen como no
productivas. En nuestra sociedad moderna, el valor que se atribuye al trabajo
productivo hace que la configuración de la identidad femenina se encuentre
ligada mayoritariamente a ser ama de casa, madre o esposa (Serret, 2008, p. 105).
Cada movimiento social implica tareas sin las cuales no podría
existir, tanto material como simbólicamente, cuya producción es el reparto
específico del trabajo militante y, en consecuencia, de las y los militantes. Este
reparto ocurre por la dominación masculina, dinámica que estructura los
movimientos y obliga a las personas movilizadas a adoptar maneras particulares
de participación (Dunezat, 2017, p. 402).
La división sexual del trabajo lleva a que los hombres
desempeñen, mayoritariamente, actividades consideradas como valiosas en los
movimientos sociales, entre ellas el pronunciamiento de discursos como líderes
y portavoces de la acción colectiva. Son ellos quienes dirigen el rumbo de la
protesta y las acciones a emprender; y aun cuando se discuta de manera grupal,
tienen la última decisión. El hecho de que sus caras y voces sean las visibles,
los hace ver como el movimiento mismo, además de que las demandas que suelen
plantear las mujeres no adquieren el carácter de urgentes, ni son consideradas
necesarias para la reproducción social del movimiento. Al ocurrir esto, las
mujeres viven un proceso de minorización, que de acuerdo con Segato (2016, p.
91) es un proceso donde a ellas se les trata como menores y sus intereses son confinados
al ámbito íntimo, de lo privado, especialmente como tema de minorías y, en
consecuencia, como tema minoritario.
De manera paralela, las mujeres que forman parte de la
acción colectiva llevan a cabo actividades relacionadas con el trabajo de cuidados,
que incluyen la preparación de alimentos y todo lo que ello implica (desde la
adquisición de insumos y materias primas hasta la limpieza de utensilios), la
crianza de los hijos e hijas, actividades de logística, incluso apoyo emocional
y otras tantas que sostienen un movimiento social.
Estas actividades son fundamentales porque permiten la
reproducción de los movimientos sociales y su continuidad en el horizonte
histórico; sin embargo, son invisibilizadas en gran medida y el enfoque
tradicional de estudio de la acción colectiva lo ha pasado por alto. Alfama
(2009, p. 121) indica que, en el campo de la participación política, un hecho por
demás relevante es la manera en que se distribuyen las tareas para el
funcionamiento diario de la protesta social, la cual se realiza según el género
de los y las activistas, y del cruce con otras categorías (la edad, la
educación y la trayectoria activista previa, como elementos importantes).
Observar las diferencias en la asignación de las tareas, ayuda a identificar cuáles
son las responsabilidades asumidas por mujeres y hombres, y qué posiciones de
poder, reconocimiento y prestigio ocupan en la estructura de la organización.
Dos elementos importantes que se formaron y aún
prevalecen en las sociedades occidentales en torno a la división sexual del
trabajo son la ficción doméstica y la
conformación de espacios sociales. La primera alude a un discurso que genera el
imaginario de que todas las mujeres, a lo largo de la historia, siempre han
sido esposas, madres y amas de casa, a partir del modelo de la mujer doméstica. La segunda son los tres espacios
conformados con base en la división sexual del trabajo: público, privado y
doméstico (Brito, 2017, p. 70).
Acceso a la toma de decisiones:
lo público, lo privado y lo doméstico
El género ha sido medular en la configuración de
espacios. Los límites impuestos culturalmente a las mujeres guardan una
correlación espacial: el lugar de las mujeres históricamente se ha ubicado en
la casa, la cocina, la iglesia, en el mercado, en las casas de prostitución y
otros; y la principal característica de estos lugares es la reclusión, la
invisibilidad y el silencio (Soto, 2017, p. 77).
Lo público es el espacio social en donde se ejerce la
ciudadanía, la discusión de los asuntos colectivos y la articulación y
funcionamiento del Estado; el espacio público es el del reconocimiento y se halla
íntimamente ligado al poder. Sin embargo, este poder tiene que ser repartido,
constituye un pacto, un sistema de relaciones de poder, una red de distribución
(Amorós, 1994; Brito, 2017, p. 73). Lo que esconde la centralidad de las
relaciones de género en la historia es justamente el carácter binario de la
estructura que torna la esfera de lo público como englobante, totalizante,
subordinando su otro residual: el dominio privado, personal; es decir, la
relación entre vida política y extra-política. Esa estructura binaria establece
la existencia de un universo y sus prácticas, saberes y verdades que son
provistos de valor universal e interés general, cuya enunciación es imaginada
como dimanado del sujeto masculino, y sus otros, pensados como dotados de
importancia particular, marginal o minoritaria (Segato, 2016, p. 23).
Lo privado posee distintos sentidos cuando se aplica a
hombres y mujeres; lo privado remite a la privacidad, al resguardo de la intimidad,
a lo propio del individuo que no puede ni debe ser limitado por la sociedad: es
el ámbito de la reflexividad y de la intersubjetividad personales, y también el
espacio del trabajo formal y reconocido. No obstante, el concepto de privado
tiene una connotación distinta para las mujeres, pues no alude a privacidad,
sino a privación. Ellas son privadas de su autonomía, de intimidad, de un
espacio que les sea propio como personas, por lo que no son consideradas
individuos, sino seres domésticos: esposas, madres y amas de casa, sujetas a la
autoridad masculina del padre/cabeza de familia/esposo (Brito, 2017, p. 73;
Serret, 2008, pp. 111-112).
Si bien en los movimientos sociales la figura del
padre/cabeza de familia/esposo no permea de manera determinante como figura de
autoridad en sus espacios, dado que en la acción colectiva confluyen personas
con diferentes trayectorias de vida, parentesco, posiciones socioeconómicas y
diversos capitales culturales, sí está presente una a la que se apela como
figura moral: el líder social. Este liderazgo encarnado es lo que Weber (2002,
p. 193) llama dominación carismática, se produce en virtud de la devoción
afectiva a la persona del señor y sus dotes sobrenaturales o carisma y, en
particular, a su poder intelectual u oratorio. Lo inusual, lo nunca visto y la
entrega emotiva que provocan, constituyen la fuente de la devoción personal. La
autoridad carismática es uno de los mayores poderes revolucionarios de la
historia, sin embargo, en su forma absolutamente pura es autoritaria y
dominadora.
La figura del líder se encuentra ligada a valores que
dentro de la cultura occidental están asociados a la masculinidad: capacidad de
control y mando, imposiciones, racionalidad, lo masculino como medida del
mundo, entre otros. Estos ideales normativos y regulatorios de lo que se
considera ser un hombre, permean en los líderes y construyen sus marcos de
interpretación, además de delinear sus imaginarios particulares, en los que se
evocan figuras míticas de la lucha social como la del guerrillero heroico o el
“hombre nuevo”, popularizado en los primeros años de la segunda década del
siglo xx por Ernesto “Che”
Guevara. Esta figura, como menciona Groosses (2001, p. 216-219), mantiene ideas
patriarcales porque no propaga un ser humano nuevo, más bien, encarna ideales
de masculinidad disciplinados, militares, y cualidades del guerrillero como
formalidad y honor, represión al miedo, control de sí mismo y héroe ejemplar y
combatiente.
El liderazgo político, expresado de manera carismática y
autoritaria, y sus diferentes matices encuadrados en la cultura propiamente
patriarcal, han restringido las posibilidades de acción de las mujeres, ya que
la preponderancia de lo masculino se evidencia también respecto de quiénes
sustentan la autoridad de las organizaciones, mayoritariamente hombres (Cortés,
Parra y Domínguez, 2008, p. 41; Vidaurrázaga, 2015, p. 15). En virtud de este
tipo de liderazgo, se produce la invisibilización y violencia política contra
las mujeres.
Para ser reconocidas como líderes al interior de la
acción colectiva, las mujeres suelen encontrar numerosos obstáculos para
acceder a estos puestos de representación política: la escasa o nula
participación de sus parejas varones en las actividades reproductivas, las
jornadas dobles o triples de trabajo, desacreditación por parte de sus propios
compañeros ¾basada en prejuicios y estereotipos para acceder a los
puestos de dirección¾, así como impedimentos internos que disuaden su
inserción en el espacio de discusión política, entre otros.
Jiménez (2012) refiere que los hombres suelen tener mayor
intervención en las asambleas y la duración de sus participaciones es más
extendida en comparación con la de sus compañeras; se infravaloran las intervenciones
de las mujeres en las discusiones y son recurrentes las interrupciones a sus
discursos, además de que sus propuestas no tienen el mismo resueno que las de
sus compañeros; existen inequidades en los roles de portavocía y
representación; las tareas que se asignan reproducen roles de género
estereotipados; se cosifica a las mujeres y se fomenta un ideal de belleza
patriarcal[3].
Estas desigualdades encontradas en los movimientos
sociales van unidas a una visión sesgada de sus propios integrantes, quienes no
pueden percibir otras formas de injusticia a las practicadas dentro de sus
filas. Su sentido de rectitud sobre su principal objetivo, usualmente los lleva
a tener una visión limitada, miope y excluyente, ya que la propia causa que
origina al movimiento resulta perentoria sobre cualquier otra. Esta
característica es evidente en el contexto de las relaciones de género, porque
la posición subordinada de las mujeres, la división sexual del trabajo, los
privilegios en la toma de decisiones y el liderazgo, están profundamente arraigados
y normalizados en el tejido de la vida cotidiana, y salen a la luz únicamente
cuando son buscados de manera consciente (Batliwala, 2013, p. 3).
Violencia sexual contra las
mujeres activistas
La violencia contra las mujeres tiene dimensiones
económicas, psicológicas, simbólicas, físicas y sexuales; y presenta varias
formas de coerción, prácticas que van desde lo más capilar e imperceptible
hasta violencias extremas como el feminicidio. Organismos internacionales como
la Organización de las Naciones Unidas reconocen la violencia de género como
una pandemia a nivel global; y México ha sido catalogado como uno de los peores
lugares para ser mujer en América Latina y en el mundo, al registrar una media
diaria de 10 mujeres asesinadas por el simple hecho de ser mujeres.
Esta violencia, ejercida mayoritariamente por hombres o
grupos de hombres, se funda en tres supuestos: disponibilidad de los seres
humanos para descargar su irritabilidad y frustración; afirmación de la
autoridad masculina sobre las mujeres como objeto de uso; y afirmación del
deseo y derecho de propiedad masculina sobre el cuerpo de las mujeres (Juliano,
2006, p. 70; Sau, 1993, p. 106).
En el caso de la violencia sexual, el uso y abuso del
cuerpo de la otra sin que participe con consentimiento y deseo compatibles,
apunta a la destrucción de su propia voluntad, cuya reducción es justamente
significada por el quebranto del control sobre el comportamiento de su cuerpo y
el agenciamiento y la apropiación del mismo por la voluntad del agresor. La víctima
es despojada del control sobre su cuerpo-espacio. Las agresiones contra las corporalidades
femeninas, y en particular las del tipo sexual, no son crímenes que obedezcan a
móviles sexuales, sino a perpetraciones ejercidas por medios sexuales (Segato,
2012; 2013, p. 20).
La violencia sexual contra las mujeres ha sido una de las
armas represivas utilizadas por el Estado, a través de sus cuerpos de seguridad,
para desmovilizar la acción colectiva. Esta lógica se sustenta en que el cuerpo
de las mujeres representa un territorio de disputa, controlable y epicentro del
honor masculino; han sido utilizados como campo de batalla y vehículos para los
mensajes patriarcales (Hernández, 2015, pp. 81-82). Tal fue el caso del Frente
de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) en San Salvador Atenco, Estado de
México, donde las mujeres y sus cuerpos pertenecientes a este movimiento contra
la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (cuya
cancelación fue decretada por el Ejecutivo Federal en enero de 2019), se
convirtieron en botín de guerra y fueron violentadas sexualmente. En este
conflicto, de las 217 personas detenidas por las fuerzas de seguridad pública,
47 fueron mujeres, de las cuales 27 denunciaron violación sexual y tortura
sexualizada (Carrillo, 2010, p. 85).
Sin embargo, la violencia sexual no siempre proviene del
exterior ¾a través del Estado y sus cuerpos represivos¾, también es ejercida por parte de sus compañeros
activistas en forma de insultos, mensajes vía dispositivos tecnológicos,
miradas lascivas, insinuaciones, tocamientos sin consentimiento y violación.
Algunas de estas agresiones fueron encontradas en el trabajo de Cortés, Zapata,
Ayala y Rosas (2018, p. 42-44), sucedidas en el Frente Amplio Opositor a Minera
San Xavier[4],
donde las mujeres activistas experimentaron situaciones de acoso mediante correos
electrónicos, incomodidad por insinuaciones corporales e incluso una agresión pederasta
hacia la hija de una activista. Algo similar aborda el trabajo de Jiménez
(2012), donde los testimonios relatan que en este tipo de espacios no se
pensaría encontrar agresiones y acoso; sin embargo, se han presentado violaciones
en casas okupas, agresiones verbales sexistas y vejatorias contra las mujeres,
así como la permisividad de las agresiones en espacios considerados como
antifascistas.
Pensar que intra
movimientos sociales el acoso y las agresiones no ocurren, es desestimar la
manera en que circula el poder en las relaciones sociales y tener una mirada
acrítica, además de romantizar este tipo de espacios y figuras como la de los
líderes sociales. Respecto al imaginario colectivo construido en torno al
acosador o violador, Biglia y San Martín (2009, p. 9) y Pichot (2014, párr. 3) señalan
que se piensa que los agresores o violadores son seres con problemas de drogas
o alcohol, con baja escolaridad, ignorantes, groseros, fracasados, que en su niñez
sufrieron maltrato: sujetos más allá de la bienpensante normalidad. Pero un
hombre que comete este tipo de agresiones no es alguien con problemas mentales,
y tampoco debe ser comparado con un paria o un psicótico que vive fuera de las
normas sociales, no es un hijo enfermo del mundo, sino un hijo sano del
patriarcado. La cultura en que vivimos avala las actitudes misóginas y de dominación
sobre el cuerpo de las mujeres.
Por otro lado, estas prácticas violentas no suelen
hacerse públicas al interior de la acción colectiva por miedo, vergüenza y
sobre todo por la desacreditación y falta de credibilidad a la palabra de las
mujeres, lo que conlleva un proceso de revictimización de las agredidas. Torres
(2004, p. 17) menciona que la denuncia de violencia contra las mujeres,
particularmente cuando es de tipo sexual, enfrenta diversas dificultades.
Existe una actitud generalizada, a partir de diferentes mitos sobre la
violencia sexual contra las mujeres, que tiende a culpar a las víctimas, sea
por su forma de vestir, por el lugar o la hora en que ocurrió la agresión, por
la relación previa con el agresor, entre otras. En el mismo sentido, Juliano
(2006, p. 68) advierte que las estructuras patriarcales llegan a
culpabilizarlas tanto, que ellas mismas tienden a desconfiar de su autopercepción
del problema, temerosas de tener un mal juicio sobre las intenciones del
agresor. Ante los hechos de acoso, violencia o agresión, son ellas quienes deben
asumir la carga de probar y comprobar los hechos, dificultando la toma de
medidas necesarias para su defensa.
Otro elemento que imposibilita la denuncia de estas
prácticas de violencia, es la amenaza exterior a la acción colectiva por parte
de sus adversarios. Es posible que haya resistencia a reconocer el maltrato por
parte de un activista, que posteriormente pueda convertir al grupo en blanco de
críticas y desacreditaciones desde otros espacios hacia el movimiento social. El
maltratador puede ampararse y justificarse bajo el supuesto de amenaza de
peligro, real o imaginaria, que conlleva su activismo, de la represión que
está recibiendo, ha recibido o podría vivir, o del estrés de su posición de superhéroe
(Biglia y San Martín, 2009, p. 12).
Las violencias señaladas anteriormente, como la violencia
simbólica, psicológica o sexual, conforman violencia política contra las
mujeres, pues están encaminadas a desmovilizar su participación en los espacios
de representación y toma de decisiones al irrumpir en el espacio público; de
ahí que su participación no se da en condiciones similares a las de sus compañeros
activistas. Este tipo de violencia, afirma Cerva (2014, p. 122), es posible
ubicarla tanto en relaciones interpersonales como en las dinámicas colectivas
que sostienen estereotipos y reproducen subordinación en función del género,
que se disfrazan bajo relaciones naturales cotidianas y son un obstáculo que
difícilmente se identifica y se nombra como tal.
A medida que se incrementa la participación de las
mujeres en la esfera política, aumenta el riesgo de que experimenten diversos tipos
de violencia, pues su incursión desafía el status quo y obliga a la
redistribución del poder (Organización de las Naciones Unidas, 2012).
Cabe destacar el propósito de las reflexiones aquí
vertidas, éstas no pretenden desestimar o desacreditar la lucha de los movimientos
sociales, sino contribuir, mediante un análisis crítico, a visibilizar y
desmontar las estructuras de poder que se urden al interior de éstos; así como ofrecer
un horizonte de lucha menos injusto desde una mirada feminista.
Coincidimos con Castells (1999, p. 93) cuando menciona
que los movimientos sociales no son buenos ni malos, y que deben entenderse
como parte de la sintomatología social. Por tanto, afirmamos que al encontrarse
en un mundo patriarcal y al ser el dispositivo de género un constitutivo de las
relaciones de poder, los movimientos sociales no pueden escapar a esta lógica
que construye el mundo social como lo conocemos. Además, creemos y proponemos
que las personas que forman parte de la acción colectiva, y sobre todo los
hombres, deben empezar a mirar sus prácticas cotidianas de poder y dominación,
ya que, como menciona Palacios (2012, p. 64), buena parte de los movimientos
sociales han considerado la dimensión económica y política como eje de
análisis, pasando por alto la dimensión cultural, y dentro de ella, la variable
de género como eje estructurante de la desigualdad social. Asimismo, no
queremos ofrecer una óptica victimista de la participación de las mujeres, pues
históricamente han demostrado agencia y capacidad de rebelión ante las
estructuras micro y macro del poder. Para muestra, enseguida hacemos mención
del desarrollo de capacidades mostradas por las mujeres al ser partícipes de la
acción colectiva.
Activismo y empoderamiento:
subvertir los órdenes de género
Como refiere Foucault (2007, p. 116), donde hay poder,
hay resistencia. En este sentido, la participación de las mujeres en los
movimientos sociales también ha implicado la ruptura de las imposiciones de
género, como la transgresión de los espacios público y doméstico, lo cual
podemos traducir como capacidad de agencia y empoderamiento. Este último, de
acuerdo con Batliwala (1997, p. 195), consiste en desafiar la ideología
patriarcal, fundada en la dominación masculina y en la subordinación de las
mujeres, para transformar las estructuras e instituciones que refuerzan y perpetúan
la discriminación de género y la desigualdad social.
Entre las acciones realizadas por mujeres para agrietar y
subvertir los ordenamientos de género, destaca su participación cada vez más
visible, aunque todavía exigua, como portavoces de discursos al frente de los
movimientos sociales e interlocutoras ante representantes de los Estados, tanto
a nivel nacional como internacional. Otros cambios no menos significativos es posible
encontrarlos en actividades intra movimientos,
como la ejecución de actividades que desafían los estereotipos de género y los
resignifican ¾actividades estereotipadas que involucran esfuerzo físico
como la albañilería o plomería¾ e incluso a nivel personal, como tomar conciencia y
percibir la desigualdad social que antes de ingresar al activismo no alcanzaba
a vislumbrarse.
Resultan interesantes estos sucesos, pues no sólo se
adquieren otras experiencias y las relaciones personales se ven ampliadas, sino
que las hace trascender del papel tradicional de mujeres esposas o amas de casa,
pasar del espacio doméstico al espacio público y reivindicarse como sujetas
políticas y capaces de desarrollar agencia en el proceso de la lucha social. Al
respecto, Vidaurrázaga (2015, p. 10) menciona que se transgreden los mandatos
del sistema sexo-género hegemónico social y se produce la participación de las
mujeres en asuntos políticos, que guardan estrecha relación con el espacio público
tradicionalmente considerado como masculino.
Por último, es importante señalar que mirar las
relaciones de poder hegemónicas que suceden al interior de los movimientos
sociales, implica evidenciar si éstos reflexionan o se autoevalúan respecto de
sus acciones y su capacidad de cuestionar y transformar sus prácticas. Asimismo,
lleva a reconocer que, al estar dentro de un sistema de poder hegemónico, pueden
contribuir a reproducir y perpetuar las relaciones de desigualdad y opresión al
interior de las organizaciones y fuera de ellas. Identificar los obstáculos,
resultados y avances que los movimientos han tenido, abona a la transformación
de sus propias estructuras, con el propósito de que resulte útil para su propia
autorreflexión y la de los otros colectivos, en la búsqueda de dar saltos
cualitativos en su accionar (Santa Cruz, 2010, p. 120).
Conclusiones
En este artículo se expuso que, mediante las variables de
género como dispositivo de poder, división sexual del trabajo, acceso al
espacio público y toma de decisiones, es posible realizar un análisis feminista
de los movimientos sociales, a través de las cuales se develan las lógicas y
mecanismos del poder patriarcal que desde un abordaje tradicional y
androcéntrico no es posible percibir. Dichos mecanismos y lógicas producen
invisiblización, silenciamiento y omisión de los aportes y participación de las
mujeres a la acción colectiva, además de ocultar las violencias que intra
movimientos sociales han experimentado.
Las variables de género como dispositivo de poder,
división sexual del trabajo y acceso al espacio público y toma de decisiones, son
elementos metodológicos que aportan luces al estudio de la acción colectiva, al
poner de manifiesto que el patriarcado como el sistema de dominio
geográficamente más extendido, el más antiguo y más sutil y normalizado, atraviesa
todas las estructuras de los movimientos sociales: espacios, acciones y, sobre
todo, relaciones sociales.
También fue posible mostrar que, persigan el objetivo que
persigan, los movimientos sociales no están exentos de reproducir en su
interior y en el horizonte histórico, ejercicios del poder al que
cotidianamente se enfrentan, ya sea por parte del Estado o de entidades
privadas y mercenarias. Con esto, no se pretende descalificar a la acción
colectiva, sino que se hace énfasis en que las relaciones de poder están
presentes en todas las relaciones y espacios sociales. Al mismo tiempo,
consideramos que los movimientos sociales son alternativas viables para
construir un futuro posible y menos distópico, siempre y cuando se mantengan
miradas autocríticas por parte de sus integrantes, especialmente los hombres.
El género como dispositivo del poder configura prácticas
y espacios definidos al interior de los movimientos sociales; es un ordenador
social que produce y reproduce intra movimientos
de diferentes tipos de desigualdades. Al tiempo que en estos espacios también
se ejerce el poder, donde las mujeres han enfrentado episodios de violencia por
parte de sus propios compañeros, han servido como una plataforma que les ha permitido
romper con el dispositivo de género que actúa como regulador del espacio
social, llevándolas al plano de lo púbico; es ahí en donde han reivindicado su
agencia como sujetas, pues las mujeres que convergen en los movimientos
sociales cuentan con diversos capitales sociales, económicos y culturales, que
producen efectos heterogéneos sobre ellas y también les han servido para pervivir
y resistir. En ese sentido, el dispositivo de género es un regulador, pero al
mismo tiempo, es un campo en el que se pueden disputar los roles tradicionales de
género, resignificándolos y subvirtiéndolos, y así agrietar y no dejar incólume
el sistema patriarcal.
Por medio de la división sexual del trabajo, es posible poner
en evidencia que en los movimientos sociales se realizan un conjunto de
actividades que se consideran naturales y propias, tanto de hombres como de
mujeres. Esta categoría de análisis nos muestra que en la acción colectiva se
reproduce una lógica sexista que considera históricamente a los hombres como
líderes “naturales” y a las mujeres como cuidadoras y encargadas del trabajo
reproductivo. Cabe señalar que, sin éstos últimos, los movimientos sociales en
sí mismos no podrían existir.
En lo que respecta a la violencia sexual y política
contra las mujeres intra movimientos sociales, son violencias que no
deben minimizarse y tampoco ponerse en duda los propios testimonios de las
mujeres, ya que con esto se abona a la dominación patriarcal. De este modo, las
mujeres no solo se enfrentan a la violencia del Estado y de agentes privados y facinerosos,
o los costos de la exclusión por parte de sus familias o de la comunidad por
haber trascendido el mandato tradicional de género, sino que además deben
afrontar la violencia de género proveniente de sus propios compañeros
activistas. Se requiere abrir espacios para cuestionar estas prácticas a fin de
hacer un análisis profundo sobre esta problemática, con el propósito de que
estos espacios no recreen otras formas de opresión que pueden agregarse a las
que dicen cuestionar en las distintas arenas políticas.
Continuar con un análisis androcéntrico enfocado en los
espacios formales, de dirección, y en las estrategias políticas que se
emprenden desde la acción colectiva, sin tomar en cuenta que los elementos
culturales y sociales del poder hegemónico patriarcal también atraviesan las
relaciones intra movimientos, sólo seguirá
abonando a invisibilizar y silenciar la violencia política, psicológica, física
y sexual experimentada por las mujeres activistas. De este modo, el compromiso
político que adoptan los movimientos sociales con las reivindicaciones de
justicia, debería implicar también ser capaces de mirar las violencias que se
generan en sus propias filas.
Por último, es preciso señalar
que quien pretenda estudiar los movimientos sociales o hacer un balance actual
de la acción colectiva desde el espacio en que se encuentre, deberá considerar ¾invariablemente¾ la perspectiva feminista.
De no hacerlo, omitirá los mismos elementos y factores que producen la
desigualdad y la exclusión, contra los que se lucha desde estos espacios.
Adoptar una perspectiva feminista por parte de los movimientos sociales es algo
urgente, ya que el feminismo proporciona una batería política, metodológica y
epistemológica que permite disputar el poder a los diferentes sistemas de
opresión que nos atraviesan, como el patriarcado, el capitalismo, el
colonialismo, el clasismo, el especismo, el capacitismo y otros.
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[1] Instituto de Investigaciones Dr.
José María Luis Mora, México. Correo electrónico: ripio13@icloud.com
[2]
Colegio de Postgraduados Campus Montecillo, México. Correo electrónico:
emzapata@colpos.mx
[3]
Un ejemplo es la frase “Mujer bonita es la que lucha”, que ha circulado
mayormente en redes sociales. Bajo esta idea, se produce una dicotomía que
sitúa a aquellas mujeres que luchan en la acción colectiva o en la vida diaria
como deseables y admirables, y a aquellas que no luchan como indeseables
o resignadas. Esta concepción dual replica nuevamente un lado válido o
socialmente aceptado y otro como no válido, construyendo ideas y espacios
antagonistas entre mujeres y, por consiguiente, abonando a la lógica patriarcal
que las contrapone y enfrenta unas a otras.
[4]
Movimiento socioambiental de oposición al proyecto
extractivo de una minera canadiense en el municipio de Cerro de San Pedro, San
Luis Potosí.