Claudia Sandoval Zamorano[1]
Araceli Jiménez Pelcastre[2]
Resumen
El presente trabajo está centrado en exponer las razones por las que el estudio de los espacios de miedo desde las ciencias sociales es clave para entender la violencia y la segregación espacial generada por atravesamientos de género, entendiendo que esta segregación produce desigualdades que se reproducen en las universidades. Se expone un panorama general sobre la violencia contra las mujeres en México y en las Instituciones de Educación Superior (IES) del país, posteriormente se abordan aspectos teóricos que ayudarán a entender las razones por las que es de suma importancia situar a las emociones en los estudios sobre la construcción social de las relaciones en general y de las violencias en particular. Después de exponer estos conceptos, se destacan sus posibilidades para estudiar las dinámicas en los espacios educativos, en específico, las universidades, ámbito que hasta ahora ha sido poco abordado con este enfoque.
Palabras
clave: estudios de género, Instituciones de Educación
Superior, educación, emociones, violencia
Abstract
From the perspective of feminist
studies, this article pretends to discuss the reasons why the study of spaces
of fear in Social Sciences is key to understanding violence and spatial
segregation, generated by gender intersections, understanding that this
segregation produces inequalities that are reproduced in the Universities. A
general overview of violence against women in Mexico and higher education
institutions is presented, later theoretical aspects are addressed that will
help to understand the reasons why it is of the utmost importance to place
emotions in the studies on the social construction of relationships in general
and violence. After presenting these concepts, its possibilities for studying
the dynamics in educational spaces, specifically, Universities, are
highlighted, an area that until now has been little addressed with this
approach.
Keywords: gender studies, Universities, education, emotions, violence
Recepción: 10 de octubre de 2021/Aceptación: 6
de diciembre de 2021
Preámbulo
Paula Soto (2016) abordó la concepción de las emociones como un fenómeno colectivo, indicando que no pueden separarse del entorno social, el político y la cultura; lo que produce nuevo interés en lo que se denominan Geografías emocionales. En ellas se hace especial énfasis en las interacciones afectivas entre las sociedades, el tiempo y su vínculo con los lugares. Esto significa que las personas, en determinado momento, tienen experiencias de violencia y experimentan diversas emociones como el asco, el dolor, la tristeza, la confusión, la repugnancia o el miedo que, a su vez, provocan conductas que las llevan a denunciar, guardar silencio y/o buscar o no apoyo. A pesar de la importancia que reviste el componente emocional en nuestras vidas ¿por qué se habla tan poco al respecto en las investigaciones académicas?
El estudio de las emociones se ha relegado por ser consideradas parte de la vida cotidiana y, por lo tanto, las investigaciones científicas han estimado que no son trascendentales porque empañan la objetividad que tradicionalmente se exige (Guitart, 2012; Rebollo, Hornillo y García, 2006). Es desde la teoría feminista que se cuestiona el posicionamiento político y ciudadano de los cuerpos, además de la divinización de la racionalidad. Esta última ha sido pieza clave para excluir del estudio y la producción científica a las mujeres y todo aquello que se considera femenino, dejando al centro a los varones con ciertas características, mismos que se han convertido en la medida del mundo y en representantes de la humanidad. Desde el enfoque feminista ha sido necesario repensar las teorías biológicas y apostar por estudios que además se alejen de la construcción binaria, de la dualidad cartesiana sujeto-objeto y de la correspondencia del sistema sexogenérico hombre-masculino/mujer-femenina (McDowell, 1999).
Ante tal escenario, Patricia
Ticineto Clough hacia 1990 planteó el concepto del giro afectivo (Clough y Halley, 2007), para llamar la
atención sobre la importancia de las emociones como área de investigación y
como fuentes de información. Dentro del giro afectivo las emociones son consideradas
como prácticas culturales que corresponden a determinadas sociedades, trascendiendo
a las expresiones psicológicas en sí mismas. El giro afectivo es compatible con
las propuestas epistemológicas feministas (Harding, 1996) y con las nociones
que aporta el denominado giro corporal (Sheets-Johnstone, 2009).
El giro corporal en los estudios de las ciencias sociales comenzó hacia el final del siglo xx, entendiéndolo como un objeto central de atención personal y también como un asunto social clave. Lefebvre mencionó que “El espacio no es un objeto científico descarriado de la ideología o de la política; siempre ha sido político y estratégico.” (1976, p. 46), esto significa que los espacios se construyen a través de procesos sociales e históricos y el cuerpo no está exento de estos atravesamientos. El cuerpo también es un lugar, que además se construye a partir del discurso público y de las prácticas que ocurren en diversas ubicaciones geográficas.
Una de las consideraciones más importantes al hablar del estudio del cuerpo es el paso del cuerpo a la corporeidad o encarnación. La primera se refiere a la presencia física, mientras que la segunda hace referencia a la dimensión simbólica, que incluye el estudio de las emociones. En este sentido, la importancia de incluir el papel del cuerpo en relación con el espacio significa alejarse de enfoques objetivistas o naturalistas, que contraponen la mente y el cuerpo (Aguilar, 2014). Elsa Muñiz (2010) apuntó de manera crítica, que en los enfoques tradicionales de hacer ciencia “la naturaleza corresponde al cuerpo, a femenino y a objeto, como cultura corresponde a la razón, a masculino y a sujeto, por tanto, el sujeto vinculado a la razón es quien estudia al objeto-cuerpo ligado a la naturaleza” (p.18). Al respecto Linda McDowell (1999) sostuvo que la división cuerpo y mente ha sido un factor crucial para ubicar a las mujeres como diferentes e inferiores a los varones.
En cuanto al concepto de afecto, su utilización ha significado adoptar una perspectiva que parte de la ontología relacional, en la que la realidad aparece como un flujo dinámico de fuerzas, por lo que es posible pensar en la superación de la dicotomía cartesiana y entender al cuerpo en constante movimiento, que está en contacto con otros cuerpos que sienten, humanos y no humanos. Desde esta misma postura, es posible pensar en las emociones y los afectos como fenómenos similares con algunas diferencias: las primeras son susceptibles de ser nombradas y se socializan, los segundos existen y circulan a través de las relaciones de los cuerpos (De Riba, 2020).
Desde luego, las prácticas sexuales y del cuerpo están socialmente construidas e involucran relaciones aparentemente naturales que distinguen lo normal de lo anormal; esto significa que tienen historia y geografía (McDowell, 1999). Estas construcciones, a su vez, tienen lugar dentro de dinámicas de poder que median el placer y la sexualidad de las expresiones y que subvierten o se alejan de la heteronorma (Foucault, 1979). En consecuencia, el estudio del espacio a través del tiempo, ayuda a entender que la segregación de los lugares también está relacionada con procesos de jerarquización sexual que tienen su origen en esencialismos biológicos (Del Valle, 1996), por ello, es de suma importancia resaltar el papel del cuerpo en la experiencia de los lugares y la forma en la que se relacionan los sujetos, porque es en el cuerpo en donde se construye y expresa la identidad y en donde se pueden ubicar también las emociones.
La violencia
contra las mujeres en México y en las universidades
Dos de las encuestas más importantes para conocer el panorama de la violencia que sufren las mujeres en el país son, por un lado, la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) y por otro, la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU). De acuerdo con los resultados de la ENDIREH (INEGI, 2020), realizada en 2016, seis de cada 10 mujeres mexicanas mayores de 15 años han sufrido un incidente de violencia de cualquier tipo. Esto se traduce a 19.1 millones de mujeres. Con respecto al estado civil, los grupos de mujeres separadas, divorciadas o viudas son las que mayor violencia presentan, seguidas por las mujeres solteras y por último, las casadas o en unión libre. Los ámbitos en los que se presentan las violencias son en la comunidad, con la pareja y en el trabajo. Sin embargo, el ámbito escolar se ubica apenas por debajo del laboral; de este se reportan 26.6% de incidencias y del escolar 25.3%. En el caso del nivel escolar, se muestra que las mujeres que más reportan haber vivido violencias, son quienes completaron el grado superior de educación, seguidas por el medio superior y al final la educación básica.
Con respecto al apoyo o la denuncia, los porcentajes revelan que el 48.2% de las mujeres hablaron del tema con alguien y el resto decidió no contarle a nadie. En primer lugar está la búsqueda de apoyo con alguien de la familia, seguido por amigas. Sólo el 14.9% buscó apoyo con personal de Psicología o Trabajo social y el 66.8% de las mujeres encuestadas no sabía en dónde podía solicitar ayuda en caso de sufrir violencia (INEGI, 2020).
Las prácticas de violencia contra las mujeres existen dentro y fuera de las universidades, al respecto es importante considerar que “las instituciones educativas no sólo proveen espacios para conductas y enseñanzas de reproducción, sino también representan una fuente de contradicciones que a veces las hacen disfuncionales de la ideología e intereses dominantes.” (Giroux, 1985 en Calvo y Jiménez, 2019 p. 27). En este sentido, se debe entender que los espacios educativos no están exentos de la reproducción de la ideología dominante, sino que son centrales para continuar la desigualdad y la discriminación por etnia, orientación sexual, identidad de género y estrato social.
Este punto es clave para reconocer que, en el estudio de las violencias contra las mujeres y otros grupos, que Gayatri C. Spivak (1988) denominó como subalternos —es decir, grupos que se alejan del discurso hegemónico, donde la fuerza de las autoridades coloniales tiene mucho mayor alcance y organización—; resulta pertinente la deconstrucción de las formas de hacer investigaciones centradas en la objetividad de los datos.
De esta forma, se permiten nuevas visiones en el estudio de la percepción del espacio, desde el cuerpo que siente, además de considerar que las personas ocupan distintos lugares en lo social y en lo geográfico, no por casualidad, sino producto de sus atravesamientos de género, edad, etnia, orientación sexual, religión y más. Los espacios educativos no escapan de estas dinámicas. De ahí la importancia del enfoque feminista de las emociones para las investigaciones sociales en su conjunto y para las que abordan el estudio de las violencias en particular.
En el caso mexicano, es importante resaltar que los proyectos de educación superior comenzaron a incluir la presencia de las mujeres, primero como estudiantes y posteriormente como académicas, a partir del siglo xix (Buquet, 2016). Las universidades, al ser consideradas como espacios de prestigio y que, aparentemente, están diseñadas para mantener un principio de meritocracia, sustentado además en la división sexual del trabajo; construyen un discurso particular: las mujeres son incapaces de destacar en disciplinas como las ingenierías o matemáticas porque son menos dedicadas e inteligentes que los varones (Buquet, Cooper, Mingo y Moreno, 2013). Este discurso y el estatus de las IES generan un clima en el que el abordaje de la violencia de género, su visibilización y su intervención se maneja de forma superficial, es decir, las medidas a favor de la equidad de género se convierten en una simulación que esconde, detrás de un discurso políticamente correcto, la negativa de las autoridades y las comunidades universitarias en reconocer sus actitudes y conductas violentas contra las mujeres (Mingo y Moreno, 2015; Garcés, Santos y Castillo, 2020).
Algunos de los enfoques que han servido para estudiar dicha violencia desde las ciencias sociales han contemplado distintas dimensiones del discurso sexista en la universidad, como lo simbólico, el imaginario colectivo y las identidades de género (Buquet, 2016), en donde se sostiene que la correspondencia aparentemente natural de las mujeres y los cuidados, ha feminizado las profesiones de servicio. También se han introducido discusiones sobre la aparente inclusión de las mujeres en las instituciones, pero se les niega el acceso a puestos estratégicos o de toma de decisiones, mientras que la presencia de mujeres en el personal de apoyo y limpieza es común (Buquet, Mingo y Moreno, 2018). Por otro lado, encontramos la oportunidad de pensar en la tolerancia a la violencia de género en la cotidianidad de las universidades (Mingo y Moreno, 2017), sin embargo, lo que es imposible negar es que estas interacciones violentas suceden y son susceptibles de ser estudiadas desde distintos enfoques.
Es por ello que el estudio de la violencia de género al interior de las universidades se ha convertido en un tema relevante para diversas disciplinas en el mundo: entre algunos de los estudios sobre las violencias en las universidades de otros países, se retoma una investigación realizada en Chile, en la Región sur, que gira en torno a la violencia de pareja, en donde se encontró que el 57% reporta haber vivido violencia psicológica y el 26% violencia física por parte de su pareja, la investigación compiló respuestas de hombres y mujeres, pero no se analizaron los datos con perspectiva de género (Vizcarra y Poo, 2009). Este ejemplo permite reflexionar sobre la importancia de los enfoques que se eligen para el análisis de la información.
Una de las autoras españolas más conocidas, que trabaja el tema de la violencia de género es Victoria Ferrer, en su trayectoria de varias décadas ha realizado investigaciones en el ámbito universitario (Ferrer, Bosch, Ramis y Navarro, 2005; Ferrer y Bosch, 2014; Navarro, Ferrer y Bosch, 2016). Otra autora connotada en el tema es Rosa Valls, quien participó en el proyecto “Violencia de género en las universidades españolas” (Valls, Torrego, Colás y Ruíz, 2009), siendo esta investigación la primera a nivel nacional que buscaba analizar la existencia de la violencia de género, para proponer medidas que se encaminaran a erradicarla. A diferencia del trabajo de Vizcarra y Poo (2010), Valls observó que uno de los principales retos que se presentaron en el proyecto, era la dificultad que tenía el estudiantado para identificar la violencia de género. Un aspecto comúnmente normalizado en las relaciones cotidianas.
Además, Valls mencionó que en investigaciones anteriores encontró que el mito del amor romántico está presente en las mujeres universitarias y que las ideas tradicionales de las relaciones amorosas deben trabajarse, para alcanzar relaciones saludables entre la población universitaria (Valls, Torrego, Colás y Ruiz, 2009). Lo anterior se suma a la constante violencia que ejercen los estudiantes varones a sus contrapartes o los profesores que aprovechan sus posiciones de poder para agredir a sus alumnas y compañeras, creando un clima sexista que se vive incluso al interior de los salones de clase. La autora señaló que la percepción general sobre el abordaje de la violencia de género es deficiente en las investigaciones, ya que la falta de información, la apatía y la complicidad en actos violentos al interior de las instituciones, son percibidos como actos normales por el estudiantado.
Otro estudio español, de Santos, Bas e Iranzo (2012) se divide en cinco fases y tiene por objetivo trabajar con el personal docente sobre la prevención y detección de la violencia de género. Durante estas fases se hizo un diagnóstico sobre la situación; se identificaron las prácticas, a nivel nacional e internacional, que contribuían al objetivo del estudio; se aplicó un plan de formación del personal docente y el alumnado; y se elaboró un informe final de actividades. Es notorio que este tipo de estudios se preocupan directamente por la violencia de género y se preguntan por la capacidad del alumnado para reconocerla y los recursos disponibles para prevenir y actuar frente a ella, además de abordar la formación del profesorado.
En México se encuentran investigaciones sobre inseguridad y violencia en instituciones de educación superior como la Universidad Nacional Autónoma de México (Barreto, 2017; Buquet, Cooper, Mingo y Moreno, 2013; Mingo y Moreno, 2015, 2017; Buquet, Mingo y Moreno, 2018), la Universidad Autónoma Metropolitana (Montesinos y Carrillo, 2011), la Universidad Autónoma de Chapingo, en dónde la discriminación, la violencia de género en las aulas y la violencia de pareja, han sido temas de investigación (Zamudio, Andrade, Arana, y Alvarado, 2017; Castro y Vázquez, 2008; Vázquez y Castro, 2008), la Universidad Autónoma de Guanajuato (Varela, 2020a), la Universidad Autónoma de Tlaxcala (Flores-Hernández, Espejel-Rodríguez y Martel-Ruiz, 2016) que se enfocó en las implicaciones tácitas del currículum oculto de género, encontrando la presencia de un discurso de inclusión y cero tolerancia a la violencia, pero en la práctica, la violencia y la discriminación estuvieron presentes en las aulas. En la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo existen trabajos sobre acoso a las mujeres, violencia en el noviazgo (Huerta, 2020), dependencia emocional (Del Castillo, Hernández, Romero e Iglesias 2015), y sexismo en el currículum oculto (Calvo, 2018).
La preocupación por estudiar las violencias en las IES en México, ha dado lugar en los últimos años a foros académicos en universidades públicas y privadas, donde se discuten las formas en las que se puede erradicar la violencia de género en su interior. Es por ello que el estudio de las emociones es pertinente, en tanto que toma en consideración que el ocultamiento de las denuncias de acoso en las IES son comunes, ya que su revelación implica una gran carga emocional. Si solo se consideran los casos denunciados, no se estará atendiendo de manera adecuada este problema que se encuentra sobreextendido en las universidades. Aun cuando existan los canales para hacerlo, la cantidad de denuncias es bajísima, comparada con la incidencia del problema.
¿Por qué se denuncia poco? Porque revelar implica exponer y nombrar las situaciones desagradables y exponerse a ser revictimizadas. El miedo a denunciar no solo tiene que ver con la vergüenza a esta exposición, sino por las consecuencias, que se piensa, pueda acarrear. Con respecto a los factores que favorecen la ruptura del silencio, se pueden señalar las redes de apoyo que impulsan a hacerlo y que garantizan que se evitará el aislamiento social, porque ante todo, son éstas las fuentes de contención emocional para las alumnas que han sido víctimas de violencias. De ahí emana la importancia de abordar los espacios de miedo en las universidades, como se expone a continuación.
Los espacios
de miedo
Las emociones organizan el pensamiento y la conducta individual, de tal forma que se pueden establecer relaciones con las demás personas. Esta organización depende de los procesos de socialización en los que se comparten las fuentes de estímulos agradables o amenazantes que pueden ser psicosociales, económicas, culturales, espirituales, políticas, etc. De acuerdo con Kurt Riezler (1944) el miedo nace de la percepción de una amenaza real o imaginaria, en la que el sujeto es consciente de la existencia de un peligro. Si no hay evaluación de un estímulo como amenazante, aunque exista peligro, este no es objeto de miedo. Por consiguiente, además de la dimensión individual, es posible hablar de una dimensión colectiva del miedo (Barrera, 2010).
Para Sarah Ahmed (2017) “el miedo es una experiencia corporizada” (p. 114), lo que hace es establecer distancia entre cuerpos que se leen con distintos atributos, es decir, un cuerpo se puede percibir como de hombre, de mujer, negro, blanco, discapacitado, anormal, etc., a partir solamente de su imagen. Estas imágenes están profundamente vinculadas con la repetición de estereotipos, que separan unos cuerpos de otros y posicionan a algunos como más valiosos o deseables que otros.
Existe una importante discusión sobre la diferencia entre el miedo y la angustia, sin embargo, uno de sus vínculos más interesantes se relaciona con el estatus del objeto. “El objeto que tememos no está simplemente ante nosotros, o enfrente de nosotros, sino que causa una impresión en nosotros en el presente, como un dolor anticipado del futuro” (Ahmed, 2017, p. 109). En este sentido, existe una dimensión temporal entre el miedo y el objeto que es imposible ignorar: el miedo se siente, aunque el objeto no esté presente. De hecho, para Heidegger (como se citó en Ferrer, 2013), es esta ausencia la que determina la constitución del miedo, es decir, la emoción no tiene sólo un objeto que pueda contenerlo, sino que ésta se mueve y la angustia crece a medida que los objetos se acumulan.
La contención del miedo en un objeto puede ser de carácter provisional. Puede también contenerse en los cuerpos y justificar la violencia hacia ellos. Ahmed (2017) observó que el racismo y por ende el sexismo, pueden leerse a partir de estos principios: los cuerpos de los otros amenazan con absorber el yo, constituyen un peligro para la supervivencia, por lo que es posible la aparición de discursos que apelen a la conservación individual o colectiva de aquellos cuerpos que se identifican como similares y que mediante el uso de prácticas violentas creen conservarse y afianzarse.
El estudio de los espacios de miedo desde el enfoque feminista se ha centrado,
sobre todo, en el cuestionamiento de la división del espacio público y privado,
además de la aparente correspondencia natural con ciertas actividades; mientras
que el trabajo doméstico y de cuidados se feminiza, los lugares de ocio y de
poder se relacionan profundamente con la masculinidad (Fernández, 1995). En
este mismo sentido es importante recuperar el concepto de “imaginarios urbanos”
(Lindón, 2007) que hace referencia a la forma en que las percepciones del
espacio se transforman en representaciones y estas a su vez en imaginarios. Es
en los imaginarios en donde se expresan supuestos que se naturalizan, se
entrelazan con el sentido común y, por lo tanto, son difíciles de cuestionar.
En esta misma línea de pensamiento, los espacios de miedo se construyen
socialmente en lugares y momentos. La desurbanización y el amurallamiento
generalmente contribuyen al imaginario del miedo y acentúan la desconfianza en
las demás personas.
Sobre el estudio de las violencias contra las mujeres en el espacio público, Mercedes Zúñiga (2014) señaló que este es el lugar en donde coinciden las relaciones de poder y el ejercicio de la libertad individual y colectiva. Por ejemplo, en América Latina, el contexto social está atravesado por la violencia relacionada con el narcotráfico y conflictos políticos, en consecuencia, de manera cotidiana, el cuerpo de las mujeres es el primer espacio que sufre invasiones y agresiones. De este modo, las mujeres se sienten en un doble juego en el espacio público, por un lado, visibles como objetos de deseo para la mirada masculina y, por otro, invisibles como sujetas de derechos. Producto de la inseguridad que viven las mujeres, las recomendaciones apelan a la protección individual, como evitar el contacto con desconocidos o modificar sus horarios y rutas de tránsito, pero no se habla de intervenir en los agentes que producen las violencias.
De acuerdo con Rita Segato (2019), la repetición de las violencias conduce a su normalización, dichos actos se convierten en promoción de la poca empatía y el gozo narcisista y consumista. Esta Pedagogía de la crueldad tiene su origen en la pauperización del empleo y el salario, en el que las personas y sus cuerpos se convierten en mercancía, en donde no hay lugar para la empatía, los vínculos afectivos o la exploración de las emociones. En este sentido, es importante mencionar que, en el sistema patriarcal, es la masculinidad la que tiene mayor relación con la enseñanza de la violencia y la crueldad, mientras que las mujeres y otros grupos que no operan bajo los principios de la masculinidad hegemónica, se convierten en objetos disponibles y prescindibles:
El ataque y la explotación sexuales de las
mujeres son hoy actos de rapiña y consumición del cuerpo que constituyen el
lenguaje más preciso con que la cosificación de la vida se expresa. Sus
deyectos no van a cementerios, van a basurales (Segato, 2019, p.11).
Las violencias,
entonces, se convierten en la “forma natural de transacción, es la interacción
social cotidiana, que se materializa tanto en lo público como lo privado”
(Blanco, 2014, p. 414). Las violencias se
objetivizan, dando lugar a la “necropolítica” que se define como “[el] poder de
dar muerte con tecnologías de explotación y destrucción de cuerpos, tales como
la masacre, el feminicidio, la ejecución, la esclavitud, el comercio sexual y
la desaparición forzada (…)” (Estévez, 2018, p. 10).
Ana Falú (2009) mencionó que, al interior
de los hogares, la violencia casi siempre está dirigida a las mujeres y en el
espacio público, a pesar de que son los hombres las principales víctimas de
robo y asalto, son las mujeres quienes se sienten más amenazadas. Esto
contribuye a la culpa que sienten ellas cuando son víctimas de algún delito,
por circular por lugares considerados inapropiados o utilizar determinada
vestimenta. La internalización cultural del espacio público como masculino, la
segregación espacial, la pauperización de las zonas de clases bajas, entre
otras condiciones, aumentan la sensación de inseguridad en grupos ya de por sí
vulnerables.
Una de las consideraciones más importantes al hablar sobre seguridad, es
el concepto de cohesión social, de acuerdo a Lucía Dammert (2012), estos
estados sociales comparten dos características centrales: no son unívocos, ni
estáticos. La relación que se establece entre ambos es de orden colectivo, esto
significa que una sociedad cohesionada es, por lo tanto, una sociedad segura y
eso a su vez tiene efectos en lo individual. Por otro lado, la desconfianza en
las instituciones y en los otros se convierte en un obstáculo para la cohesión,
resultando en estigmatización y fragmentación.
Otra consideración es que la percepción de
las mujeres en el espacio público no es la misma que la de los varones.
Mientras que la presencia de ellos puede ser considerada positiva y normal,
basta con pensar en el término “mujer de la calle” para cuestionar el lugar de
las mujeres. Este término hace referencia a la explotación sexual de las
mujeres, en consecuencia, cuando forman parte del espacio público, los varones se
sienten con el derecho a emitir juicios violentos sobre sus cuerpos, como los
llamados piropos, tocamientos y otras formas de violencia sexual. La
segregación tampoco es aleatoria, el espacio doméstico no es un lugar de
repliegue, sino de reclusión, es clave dejar de pensar en los hogares como
lugares seguros para las mujeres. Lo mismo pasa con las universidades, son
espacios donde frecuentemente ellas tienen que convivir con sus agresores y
donde tienen mayor probabilidad de sufrir violencia por parte de varones
conocidos que por un extraño en la calle (Delgado, 2007). Sabido es que, en el
ámbito escolar, las violencias son generadas por estudiantes, por docentes,
directivos y demás personal administrativo que labora en las instituciones.
Importancia del estudio de las emociones en las
universidades
De acuerdo con Ana Buquet (2016) la participación de las mujeres en las universidades ha sido gradual, en la actualidad siguen existiendo dificultades para su acceso y su permanencia por razones de género. En este sentido, es a través de la investigación, la formación de recursos humanos y la docencia que se pretende reducir la brecha que existe entre varones y mujeres en las IES. Por un lado, transversalizando asignaturas con enfoque de género y diseñando programas especializados, y por otro, generando la producción de conocimientos científicos con enfoque de género, además de implementar medidas positivas para la participación de las mujeres y la visibilización de las violencias por razones de género.
Algunas de las Instituciones de Educación Superior que cuentan con protocolos de atención y prevención de la violencia de género en México son: la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, la Universidad Autónoma Metropolitana, la Universidad Veracruzana y las Universidades Autónomas de Aguascalientes, San Luis Potosí, Nuevo León, Estado de México, Querétaro, Morelos, Quintana Roo, Tlaxcala y Guerrero. Mientras que algunas como la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la Universidad Autónoma de Guadalajara, la Universidad de Guadalajara, la Universidad de Colima, la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, entre otras, no cuentan con protocolos parciales o totales para la atención de casos de violencia de género (Varela, 2020b).
Para que estos protocolos resulten efectivos es necesario que se asuma, por parte de cada institución, la obligación de prevenir, investigar y sancionar la violencia de género. Es importante recordar que al interior de las IES existen distintas jerarquías y relaciones de dominación que colocan a las personas en lugares con menor o mayor incidencia en los protocolos institucionales. Ninguna institución es igual a otra, es por ello que se deben tomar algunos aspectos básicos en consideración, para entonces adaptar las medidas de prevención e intervención a su estructura interna y su situación actual.
Por un lado, conocer cuáles son las herramientas legales y administrativas con las que se cuenta en cada universidad y por otro, indagar sobre las formas en las que está operando la violencia de género en la institución. La visibilización es parte fundamental para avanzar hacia la erradicación de las violencias, pero también es importante una estructura clara, una comunicación eficiente y la prescripción de sanciones, determinadas con base en el tipo de violencia. Dichos elementos son piezas clave para que se realice el seguimiento adecuado a los casos y se acompañe a las víctimas (Jongitud, 2017).
Es importante advertir que los casos por violencia de género dejen de ser considerados como casos aislados y reconocer los esfuerzos de alumnas, docentes y trabajadoras por hacer frente a esta situación, sumándose a procesos de contención emocional o generando defensas ante el sistema que las oprime. La creación de redes de apoyo entre mujeres, fundamentadas en la sororidad, han sido pieza clave para llamar la atención sobre las violencias contra las mujeres en las IES. Se ha observado que en muchas ocasiones, los sistemas institucionales carecen de las herramientas y el personal necesario para comprender y atender a las víctimas de las violencias ocurridas en el interior o generadas por varones vinculados a ellas.
De acuerdo con Rocío Castillo (2020) la sustitución del miedo por la rabia feminista “permite notar un desplazamiento del sujeto de un lugar de opresión (de la opresión del miedo) a uno de acción habilitado por la rabia” (p. 13). Generalmente, el miedo se relaciona mucho más con la feminidad, y la valentía se considera como su contraparte masculina. No obstante, las mujeres también utilizan la valentía, enfrentando las adversidades del entorno, no solo para la denuncia y el enfrentamiento a sentimientos y emociones displacenteros, sino también para el rechazo a la victimización y la posibilidad de trabajar para la recuperación y resignificación del cuerpo, la agencia y la autonomía. Precisamente, el estudio de las emociones “se centra en mostrar cómo los discursos emocionales configuran, desafían o refuerzan las estructuras sociales” (Rebollo, Jiménez, Sabuco y Vega, 2013, p. 46).
Las reacciones colectivas en las universidades, a raíz de la violencia de género, toman diversas formas de expresión, como los tendederos, que han aparecido en instituciones de nivel medio superior y superior, cuyo nombre se debe a su similitud con el ejercicio de lavar ropa y suspenderla sobre lazos o hilos; en este caso, las mujeres, generalmente de forma anónima, escriben sus testimonios y los nombres de profesores, alumnos y administrativos que ejercieron violencia sobre ellas. Estos tendederos permiten visibilizar las violencias y nombrar a los agresores. Como respuesta, algunas instituciones optan por dar seguimiento a las denuncias, mientras que otras se mantienen al margen e incluso solapan las reacciones de los agresores, enunciando que no son “formas adecuadas de denuncia”.
En todo caso, hay reacciones que se producen en los espacios escolares y se vinculan al cuerpo de las mujeres en tanto que encarnan los feminismos de la cuarta ola (Aguilar, 2020; Álvarez, 2020; Canora, 2020; Varela, 2021). Feminismos comprometidos con poner un alto a las violencias, lo que significa, desde la visión de los violentadores, que ellas representan la pérdida de los privilegios masculinos y la idea estereotípica de que la reivindicación de la importancia de la vida de las mujeres, significa que una balanza que no existe, se inclinará hacia algún lado, donde ellos serán entonces el blanco de las violencias. Ese miedo, en esa línea de pensamiento, exacerba las respuestas violentas por parte de algunos varones, como la aparición posterior a estas reacciones de grupos de agresión contra mujeres al interior de las universidades.
Frente a la situación de la pandemia debe notarse cómo, a pesar del confinamiento, los grupos feministas en las IES continúan activos porque la violencia no pasa exclusivamente en el espacio físico, sino que también lo hace en la virtualidad y de la misma forma provoca sentimientos de miedo, vergüenza y rechazo. El estudio del miedo en las universidades se constituye así, en un enfoque que permite poner en relieve no sólo las configuraciones espaciales, sino también las simbólicas, que hacen que las mujeres se sientan vulnerables e inseguras.
Es innegable que la incomodidad manifiesta ante los actos de violencia, tiene efectos en la vida cotidiana y en las instalaciones de las universidades. Si las IES pretenden alcanzar la equidad de género y la inclusión de grupos diversos, deben evaluar su situación actual y considerar que los espacios han sido construidos bajo la noción de miedo, donde las mujeres se han visto perjudicadas desde todos los tiempos y ya es hora de producir cambios. En aras de una ciencia objetiva se han descartado las emociones y todo lo que pueden aportar al realizar los análisis sobre las violencias en contra de las mujeres, así como las propuestas que pueden incidir para la atención de este problema social.
Conclusiones
En los últimos años, los movimientos feministas han encontrado nuevas formas de ocupar espacios, generar redes de activistas y nuevas estrategias para desarticular los discursos que ocultan y normalizan las violencias contra las mujeres. Las universidades no han sido la excepción, desde 2018 se pudo ver cómo los grupos estudiantiles se posicionaron en contra de la violencia de género y se sumaron para visibilizarla y acompañarse en el proceso de romper el silencio. Incluso, una vez que inició el confinamiento en marzo de 2020 y que continúa hasta la escritura de este artículo, estos grupos siguen utilizando los tendederos virtuales y se organizan pequeñas movilizaciones para hacer pintas y enviar mensajes a las autoridades universitarias: la pandemia no hace que olvidemos.
A través de este recorrido hemos podido notar que la violencia de género existe al interior de las universidades y se expresa de distintas maneras, la creencia de que las IES están exentas de estas prácticas por ser lugares de conocimiento o asumir que los protocolos de prevención, intervención y sanción de la violencia de género pueden tener resultados favorables e inmediatos, sin hacer cambios en la forma de entender la violencia de género, son ejemplos de prácticas que sostienen discursos que repercuten en la vida personal de las mujeres y en la forma en la que se relacionan con otras personas, con ellas mismas y con la institución.
Con respecto a los movimientos feministas en los últimos años, Nuria Varela señala que la formación de redes feministas en diversas latitudes y su interconexión, ha mostrado ser una vía efectiva para visibilizar el problema de las violencias en contra de las mujeres a nivel internacional, “al mismo tiempo irradiar hacia sus sociedades el reconocimiento obtenido en estos espacios globales y, de esta manera, presionar sobre los límites culturales y políticos que las sociedades nacionales imponen al desarrollo de las agendas políticas de los movimientos sociales.” (Varela, 2019, p. 178).
La importancia de recuperar las experiencias y las emociones de las mujeres, radica entonces en encontrar nuevas formas de entender la manera en la que ocupamos y sentimos el espacio y nuestros propios cuerpos. La investigación feminista abre la posibilidad de preguntarnos por la manera en la que se han desatendido las emociones en el ejercicio del conocimiento científico, recuperar su valor epistemológico y desarticular la concepción de El Investigador como alguien que observa sin involucrarse y sin sentir. Con esto se pretende apelar a la discusión en torno a los conocimientos situados (Haraway, 1995) y retar las dicotomías mente-cuerpo y razón-emoción.
El distanciamiento emocional en las investigaciones no garantiza que los estudios estén libres de prejuicio. A lo largo de la historia hay ejemplos de estudios científicos que se adscriben al paradigma positivista y que emiten conclusiones atravesadas por pensamientos sexistas y racistas, por mencionar algunos (Eddo-Lodge, 2017). De la misma forma, invisibilizan el impacto que tienen las investigaciones entre los agentes que participan en la investigación. En contraposición, los estudios feministas permiten cuestionarse los atravesamientos ciudadanos y políticos de quién investiga, cómo investiga, cómo analiza la información y a quién beneficia con sus conclusiones.
Precisamente, el estudio de los espacios de miedo en las universidades, a partir del enfoque feminista de las emociones, permite conocer las experiencias de las mujeres que ocupan y sienten los espacios, además de hacer notar cómo el diseño de los programas educativos, los protocolos de prevención de la violencia de género y las infraestructuras universitarias aún están lejos de considerar la vida de las mujeres y sus necesidades.
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