EL LUGAR DE LA DEPRESIÓN.

FEMINIZACIÓN E INTERIORIZACIÓN DEL MALESTAR

 

DEPRESSION’S PROPER PLACE.

FEMINIZATION AND INTERIORIZATION OF DISTRESS

 

Renata Prati[1]

 

DOI: https://doi.org/10.32870/lv.v7i61.7858

 

Resumen

El vínculo entre las mujeres y el campo de la locura, los trastornos y los malestares ha sido trabajado extensa y productivamente por la tradición feminista. El objetivo de este artículo es revisitar estas discusiones desde una mirada topológica, entendiéndolas en términos de una disputa por el lugar propio del malestar de las mujeres: entre problema político y trastorno psicológico, entre la esfera pública y el espacio privado de lo más íntimo, personal e interior. El foco está puesto en el problema de la depresión, entendida en general como un diagnóstico psiquiátrico muy común y marcadamente feminizado. El argumento general de este artículo es que la categoría diagnóstica de depresión opera una feminización y una interiorización de los malestares que influyen y dejan una marca crucial en su conformación histórica, su difusión y sus discusiones. Enmarcado en las discusiones del giro afectivo y la tradición feminista, el trabajo se organiza en tres partes. El primer apartado despliega el argumento acerca de la feminización, repasando el surgimiento y expansión de la categoría diagnóstica de depresión y sus antecedentes en la histeria. El segundo apartado, dedicado al argumento sobre la interiorización, explora el surgimiento de la psiquiatría moderna a fines del siglo xviii en un contrapunto con la conformación de la esfera pública moderna. El tercer apartado regresa hacia el presente y hacia la pregunta por el lugar del malestar, explorando ciertos puntos sensibles de los abordajes feministas contemporáneos. A modo de conclusión, se retoma la idea de “desarreglos afectivos” de Cecilia Macón para sugerir que, hoy, sacar a la depresión de “su” lugar, de su encierro o de su armario, implica desafiar los guiones establecidos sobre el lugar del malestar.

 

Palabras clave: giro afectivo, malestar, depresión, histeria, politización

 

Abstract

The question of women and the issues of madness, disorders and distress has already been extensively and productively discussed by the feminist tradition. The aim of this article is to revisit these discussions from a topological perspective, understanding them in terms of a dispute over the proper place of women’s distress: either a political problem or psychological disorder, either in the public sphere or in the private space of what is most intimate, personal and interior to us. This paper focuses on the problem of depression, which is generally understood as a very common and markedly feminized psychiatric diagnosis. My general argument will be that the diagnostic category of depression works to feminize and internalize the distress of women, influencing and leaving a crucial mark on the historical constitution, dissemination, and discussion of depression. Framed within the affective turn and the feminist tradition, the paper is organized in three sections. The first section unfolds the argument about feminization, briefly reviewing the emergence and expansion of the diagnostic category of depression and its antecedents in hysteria. The second section, devoted to the argument on internalization, explores the emergence of modern psychiatry in the late eighteenth century and the shaping of the modern public sphere. The third section returns to the present moment and to the question of the proper place of distress, exploring some sensitive spots of contemporary feminist approaches. In closing, I draw on Cecilia Macón’s idea of “affective disarrangements” to suggest that, today, taking depression out of its proper place, out of its confinement or its closet, implies challenging the established plots about the location of distress.

 

Keywords: affective turn, distress, depression, hysteria, politicization

 

Recepción: 1 de noviembre de 2023/Aceptación: 23 de abril de 2024

 

—¿Alguna novedad en su casa?

—No mucho. Solo que mi esposa estuvo algo conmovida esta tarde. Ya sabe cómo son las mujeres: una nada las perturba, sobre todo a mi esposa. Y haríamos mal en objetarlo, ya que su organización nerviosa es mucho más maleable que la nuestra.

Gustave Flaubert (1886/1857, pp. 131-132)

 

Su vida es vana, inútil. Y esta mujer fuerte siente que debe haber algún lugar para ella en el mundo; debe haber algo para hacer. Y sueña.

Eleanor Marx (1886, p. xx)

 

En 1886, Eleanor “Tussy” Marx-Aveling, la hija menor de Karl Marx, publicó la primera traducción completa al inglés de Madame Bovary. A pesar de sus obvias distancias, hay varios paralelismos entre las historias de Emma Bovary y Eleanor Marx; en su introducción, Eleanor no disimulaba su empatía, su identificación incluso, aun así para nada exenta de ambivalencias. El mismo año publicó también “La cuestión de la mujer”, ensayo pionero del feminismo socialista, donde por ejemplo afirmaba: “Las mujeres, a semejanza de los obreros, se han visto privadas de sus derechos como seres humanos” (Marx y Aveling, 1886). Este texto, sin embargo, lo firmó junto a Edward Aveling. Aunque nunca se casaron legalmente –Aveling aducía la resistencia de su anterior esposa–, el matrimonio era real para Eleanor: usaba su apellido, pagaba sus deudas, lo cuidaba cuando se enfermaba (y las deudas y enfermedades abundaban). El 31 de marzo de 1898, luego de enterarse del reciente (secreto, y de dudosa legalidad) matrimonio de Aveling con una joven actriz, Eleanor se suicidó en su casa con una dosis de ácido prúsico que había mandado comprar a su criada: un eco final de Emma Bovary. Todo su dinero –la herencia de Engels– fue a Aveling y su nueva mujer. Aveling murió unos meses más tarde.

Además de traductora y escritora free-lance de artículos de crítica teatral y literaria, Eleanor fue una ferviente militante socialista y sufragista. La “cuestión de la mujer” no era su preocupación principal, como lo aclaró en una carta abierta de noviembre de 1895: “Es el problema de los sexos y sus bases económicas lo que propuse discutir” (Marx, 2022, p. 304). Pero Eleanor escribía esta carta, en la que convocaba a un debate público sobre estos temas, reaccionando de forma indirecta a un escándalo reciente: una joven de clase alta, Edith Lanchester, había sido internada contra su voluntad en un hospital psiquiátrico por defender el amor libre y practicarlo, para colmo, con un militante socialista de clase trabajadora. Es decir: tanto en 1886 –con Emma– como en 1895 –con Edith–, su implicación en estos debates coincide con la interpelación de problemas no inmediatamente económicos: la compleja relación de las mujeres con el amor, el matrimonio, la sexualidad y, ante todo, la locura, la enfermedad mental, nerviosa. Entre Emma, paradigma literario de la histérica, y Edith, injustamente internada por rebelarse contra las instituciones patriarcales, Eleanor pudo ver de cerca modos diferentes en que los problemas de las mujeres quedaban cifrados en términos de trastornos, reducidos y confinados a la esfera privada del hogar y, todavía más, de la interioridad de las mujeres: sus sentimientos trastornados, su constitución nerviosa débil, impresionable, vulnerable. Su propio suicidio se vería tensionado entre estos guiones.

Hay muchas, demasiadas historias como las de Emma, Edith y Eleanor, tironeadas entre el ámbito privado de los trastornos y las quejas por amor y el terreno público de los problemas que reclaman una discusión y una respuesta política. El vínculo entre las mujeres y el campo de la locura, los trastornos y los malestares ha sido trabajado ya muy extensa y productivamente por la tradición feminista. En este artículo, mi objetivo es revisitar estas discusiones desde una mirada topológica, como una pregunta por el lugar propio del malestar de las mujeres: entre problema político y trastorno psicológico, entre la esfera pública y el espacio privado de lo más íntimo, personal e interior. Me concentro, para ello, en el problema de la depresión, ese malestar que suele entenderse como un diagnóstico psiquiátrico (esto es, un trastorno antes que un problema) muy común y marcadamente feminizado, pero también mucho más reciente de lo que se suele percibir. El argumento general que recorre este artículo, en este sentido, es que la categoría diagnóstica de depresión opera una feminización y una interiorización de los malestares que influyen y dejan una marca crucial en su conformación histórica, su difusión y sus discusiones, y que a su vez también implican una devaluación y un silenciamiento de la naturaleza política de los malestares de las mujeres.

En el primer apartado, para desplegar el argumento acerca de la feminización, repaso brevemente el surgimiento y expansión de la categoría diagnóstica de depresión en y desde los Estados Unidos en cuanto fuertemente marcada por el género, y rastreo someramente el modo en que este proceso puede remontarse hasta por lo menos la histeria decimonónica. En el segundo apartado, dedicado al argumento sobre la interiorización, llevo el foco a la centralidad de las metáforas de encierro en las discusiones sobre el malestar de las mujeres, y exploro desde esa óptica los vínculos entre dos campos de discusión en apariencia diferentes: por un lado, el surgimiento de la psiquiatría moderna a fines del siglo xviii y, por el otro, la conformación de la esfera pública moderna entre los siglos xvii y xviii, ambos en Europa. Aunque la apuesta general del artículo es de carácter filosófico conceptual, el argumento se construye, como lo hacen patente los dos primeros apartados, desde una metodología interdisciplinaria marcada por un diálogo crucial con la historia y la política. Finalmente, el tercer y último apartado regresa hacia nuestro presente globalizado y hacia la pregunta por el lugar del malestar para explorar ciertos puntos sensibles de los abordajes feministas contemporáneos.

 

1. El sexo nervioso

En los medios, en la literatura, en los comunicados y las campañas de concientización, uno de los puntos más repetidos sobre la depresión es que afecta más a las mujeres que a los varones, en una proporción aproximada de 2 a 1 (Hirshbein, 2009, p. 1; Organización Mundial de la Salud, 2023). Sin embargo, los sentimientos negativos asociados a la depresión no siempre tuvieron esta misma marca de género; durante buena parte de la historia, de hecho, la expresión de esas pasiones tristes fue más bien potestad de los hombres, bajo el signo de la melancolía, un concepto de raigambre antigua y distinguida. Si en una historia de las ideas médicas la depresión es la heredera de la melancolía, como la historiografía en general lo ha supuesto,[2] y si tanto la depresión como la melancolía parecen, a primera vista, referir a un mismo dolor profundo, ¿cómo entender este contraste, esta brecha de género?

Aunque no será una respuesta exhaustiva, en lo que sigue rastreo algunos puntos importantes en la historia larga y conflictiva de estas dos categorías que permitirán avanzar hacia una comprensión de esta feminización del dolor en el desplazamiento desde la melancolía hacia la depresión. En este relato, lo primero que es preciso reconocer es la emergencia relativamente reciente de esta categoría. Por muy sólida y difundida que parezca –es decir, que haya llegado a parecer–, el malestar que hoy llamamos “depresión” es una categoría forjada en las últimas décadas del siglo pasado. Y, por muy científicos y convincentes que suenen, sobre todo cuando encajan tan bien con estereotipos y representaciones, los números y las estadísticas no suelen ser mucho más que condensaciones provisorias, herramientas (o armas) de debate; en efecto, hay tanto explicaciones como refutaciones muy variadas para la brecha de género[3]. Más que discutir los detalles, lo interesante de este número es desarmarlo y averiguar cómo se hizo, cómo llegó a consolidarse y aceptarse como un dato, como parte de lo que se entiende hoy por depresión, llevando la atención al proceso de constitución de la categoría misma, los modos en que se la define, investiga y contabiliza, lo que no sucede nunca en el vacío.

En American Melancholy, la psiquiatra e historiadora Laura Hirshbein reconstruyó la historia de la constitución y el ascenso de la categoría diagnóstica de depresión a lo largo del siglo xx, en particular al calor de las transformaciones en el discurso psiquiátrico estadounidense en la segunda mitad del siglo. En cuanto al carácter feminizado de la depresión, Hirshbein argumentó que se forjó a través de un proceso circular:

 

se creía que las mujeres se deprimían más que los hombres, por lo que se las incluía en más ensayos clínicos que a los hombres, y luego su mayor presencia en los ensayos clínicos parecía confirmar que se deprimían más. (Hirshbein, 2009, p. 90
)

 

Los dispositivos fundamentales de producción de verdad en la nueva psiquiatría científica –los ensayos clínicos, las escalas y cuestionarios– implican contar “los síntomas de las mujeres como síntomas de depresión” (Hirshbein, 2009, p. 92), de modo que la pregunta por la brecha de género, desde este punto de vista, se muerde la cola: si hay más mujeres que hombres con depresión es porque, en un primer lugar, la categoría se amoldó a ellas, porque “la categoría de depresión ha sido construida de modo tal que las mujeres encajan en ella mejor que los hombres” (Bell, 2014, p. 77). Así, la estadística dice más sobre la depresión que sobre las mujeres o los hombres, más sobre la historia de su definición que sobre la experiencia afectiva del malestar o las personas que lo sienten. Si en las últimas décadas del siglo xx la depresión se revela como “una enfermedad de la interioridad emocional de las mujeres” (Hirshbein, 2009, p. 124), firmemente arraigada en temas típicamente femeninos como la importancia de los sentimientos y la centralidad de las relaciones íntimas para la propia identidad y bienestar, esto es en buena medida porque, en un giro que recuerda a la ironía nietzscheana sobre la verdad detrás del arbusto, antes se la escondió ahí (Nietzsche, 2018, p. 57). Esto implica también que, por más que la depresión cimente y difunda la feminización de los afectos negativos a una escala tal vez sin precedentes, la feminización no es obra exclusiva de la nueva psiquiatría biológica o de la maquinaria de la industria farmacéutica, sino que forma parte de un proceso más antiguo.

Para remontarnos entonces en busca de la asociación entre el malestar y las mujeres, puede ser útil, en este punto, dar un breve rodeo por la feminización previa de la ansiedad. En efecto, durante los años de la segunda posguerra el auge de la categoría de ansiedad podría entenderse como una suerte de bisagra en el camino hacia la depresión, en distintos sentidos. Por un lado, la distinción entre la ansiedad y la depresión, que forma parte de los supuestos estructurales de la psiquiatría actual –si bien la categorización independiente no excluye la comorbilidad–, es bastante reciente; durante el grueso de su historia habían estado estrechamente imbricadas en los humores negros de la melancolía, entendida desde Hipócrates como un exceso de “miedo o tristeza”. Este es, en otras palabras, otro punto de divergencia entre la melancolía antigua y la depresión contemporánea. Por otro lado, la ansiedad también fue de una enorme utilidad en el proceso de configuración de una nueva psiquiatría biológica fuertemente apoyada en la psicofarmacología: los primeros fármacos psiquiátricos en alcanzar popularidad y éxito comercial fueron los ansiolíticos, como Miltown y Valium, bastante antes que los antidepresivos (Harrington, 2020, pp. 102-106; Metzl, 2003). Este proceso implicó un repudio explícito del psicoanálisis, de la tradición freudiana de la melancolía y en principio también de sus representaciones de género. Pero, como analizó Jonathan Meztl en Prozac on the Couch (2003), esta nueva psiquiatría científica tradujo y rearticuló de forma subrepticia las mismas representaciones de género del paradigma psicoanalítico del que pretendía abjurar. La ansiedad tenía sus limitaciones en este sentido, lo que probablemente haya contribuido a que, durante las décadas de 1960 y 1970, la ansiedad fuera perdiendo terreno frente a la depresión, hasta que finalmente, con la llegada de una nueva generación de antidepresivos supuestamente más específicos (la del Prozac), los ansiolíticos perdieran su posición dominante en el mercado (Greenberg, 2010, cap. 12).

En el contexto tenso de esos enfrentamientos y negociaciones, la ansiedad era un concepto mucho más cargado de ese pasado psicoanalítico del que la nueva psiquiatría científica quería divorciarse (Hirshbein, 2009, p. 54; Horwitz, 2010). La depresión, en cambio, precisamente porque era un concepto desconectado de la tradición melancólica, ya fuera hipocrática, renacentista o freudiana, parecía el terreno virgen que se buscaba para fundar de cero, sobre bases ahora sólidas, una nueva ciencia psiquiátrica.

Con todo, el rodeo por la ansiedad arroja indicios interesantes. Cuando tomó su lugar, de cierto modo, la depresión retomó ciertos rasgos de la ansiedad, emparentándose con ella de un modo distinto al que había ligado el miedo y la tristeza en la melancolía hipocrática antigua. Para empezar, el desarrollo y la comercialización de antidepresivos parece haber seguido la lección lucrativa de los ansiolíticos de apuntar a las mujeres como el principal mercado. Pero, además, puesto que la categoría actual de ansiedad es en buena medida una encarnación moderna de las neurosis, la neurastenia y las afecciones nerviosas que habían ido ganando importancia durante el siglo xix, representa en ese sentido un puente que permite rastrear la historia de la feminización del malestar todavía un poco más atrás en el tiempo, hasta el ascenso de la histeria, ese mal inestable, intrigante y casi siempre femenino con el que abrí este artículo. El rodeo, entonces, desemboca en un segundo hito del relato.

Como ya observé, para que la categoría de depresión pudiera cimentarla en las últimas décadas del siglo xx, pero también para que la categoría de ansiedad pudiera explotarla en los albores de aquella nueva psiquiatría biológica, la feminización de los malestares antiguamente comprendidos dentro de la categoría de melancolía debía estar ya en marcha desde antes. Según Jennifer Radden, en efecto, es en el siglo xix que se produce con claridad el “quiebre profundo” entre “una melancolía humana, redentora, ambigua (y masculina)” y esa aflicción “aberrante, estéril, muda (y femenina)” (2000, p. 48) que luego se llamaría depresión. Esto resuena grosso modo con otras dos periodizaciones influyentes, más ambiciosas y no exentas de debates. En el primer volumen de la Historia de la sexualidad, Michel Foucault había ubicado un poco antes, a fines del siglo xviii, el comienzo de la “histerización del cuerpo de la mujer: triple proceso según el cual el cuerpo de la mujer fue analizado –cualificado y descualificado– como cuerpo íntegramente saturado de sexualidad” (2008, p. 100)[4]. En The Female Malady, Elaine Showalter situaba hacia 1850 el punto de quiebre en la feminización de la locura, tomando como referencia los asilos (1987, p. 52)[5]. Más allá de los debates, la confluencia parece sugerir que por entonces se estaban produciendo negociaciones importantes en torno al género, la locura y el malestar.

La histeria misma era por entonces el foco de reconfiguraciones y desplazamientos. Fue también en el siglo xix cuando, con los avances de la anatomía, finalmente se descartó la teoría del “útero errante” que se utilizaba desde el pensamiento médico antiguo para definirla y explicarla (la palabra misma proviene del término griego para “útero”). Pero los postulados de una diferencia constitucional entre varones y mujeres no murieron con ella. Por más que, al desligarse del útero, la histeria ahora podía afectar en principio también a varones, ellos ya tenían disponible la categoría de melancolía (en su versión hipocondríaca, puntualmente, guarda un parecido notable con la histeria)[6]. Así, cuando la histeria se desplaza desde el pensamiento médico hacia los gérmenes del psicoanálisis, desde el útero a la mente, el postulado sexista de una “imperfección fundamental de la mujer” se mantiene, solo que ahora sustentado, como resumieron Barbara Ehrenreich y Deirdre English, “sobre todo por la psiquiatría, mucho más que por la ginecología” (1988, p. 79).

En el siglo xix, entonces, la histeria era una enfermedad en ascenso, identificada fuertemente con las mujeres tanto en el nivel de los síntomas (que, aunque con una variabilidad enorme, solían poner el foco en una sexualidad desordenada) como en el de las causas (Smith-Rosenberg, 1972, p. 669), y crecientemente emplazada en el terreno de lo nervioso, emocional o psicológico, ya no en el organismo humoral. Con la histeria, la antigua locura melancólica se convierte en parte y de a poco en enfermedad nerviosa y, en el proceso, adquiere también en sentidos y contextos importantes un rostro de mujer. Esta feminización resulta crucial en la ruptura de las antiguas conexiones entre la melancolía y sus aspectos glamorosos y ennoblecedores. Para Radden, es cuando el malestar se feminiza (“y presumiblemente porque” el malestar se feminiza) que sus compensaciones anteriores quedan “silenciadas, incluso eclipsadas” (2009, p. 18). Para Bell, la causalidad funciona en la dirección contraria: la desconexión entre melancolía y genio es lo que permite la feminización de la melancolía y más tarde la depresión (Bell, 2014, p. 95): en su lectura las nociones generizadas no son la melancolía o la depresión, sino más bien los “conceptos vecinos” del genio para la melancolía masculina o –agrego– de la histeria, la inestabilidad emocional y la debilidad nerviosa para la futura depresión femenina. En cualquier caso, ambos perciben un vínculo estrecho entre la feminización y la devaluación de la melancolía.

En este punto, y para dar lugar a la argumentación del siguiente apartado, quisiera argumentar que el vínculo trabaja en parte a través de la interiorización: al confinar sus problemas al ámbito privado del amor, la locura y el hospital, se silencia y descalifica a las mujeres que los plantearon. La operación es topológica: “confinar” es un verbo de espacio. Es por esto que la histeria ha sido, por lo demás, tan útil para menospreciar y acallar los malestares y protestas de las mujeres, por lo que la historia de la histeria se entreteje íntimamente no solo con la historia de las mujeres, sino también con la historia del propio feminismo. Showalter señaló que, hacia fines del siglo xix, no solo se abrían nuevas oportunidades y nuevos espacios para las mujeres: al mismo tiempo, “los médicos les advertían que ir en busca de esas oportunidades las conduciría a la enfermedad” (1987, p. 121). En contextos de transformación de esos roles y modelos, “la histeria puede haber servido como una opción o táctica, para mujeres de otro modo incapaces de responder a estos cambios, una oportunidad para redefinir o reestructurar su lugar dentro de la familia” (Smith-Rosenberg, 1972, p. 659), en el mejor de los casos (en el peor, el derrumbe psíquico puede haber sido más bien una forma de escape trágico a una situación imposible). En este guion, la histeria constituye un repertorio disponible para responder a una situación opresiva y asfixiante, permite a las mujeres “expresar –la mayor parte de las veces de forma inconsciente– una insatisfacción con un aspecto o varios de sus vidas” (Smith-Rosenberg, 1972, p. 672), aun si la mayor parte de las veces, también, ese mismo mensaje sea desestimado como mero síntoma de una enfermedad, de una debilidad constitutiva. Ahora bien, incluso como impugnación del orden social, la histeria aun así toma su forma de las representaciones y espacios disponibles a las mujeres; por esto, como concluye Smith-Rosenberg, “la histérica puede ser vista al mismo tiempo como producto y denuncia de su cultura” (1972, p. 678). Si el drama de la histérica es su encierro en el terreno de lo doméstico, lo íntimo y lo emocional, la siguiente pregunta es cómo llegó a constituirse ese espacio.

 

2. El gran encierro

Las metáforas de encierro son ubicuas en la literatura sobre el malestar y la locura de las mujeres, desde el útero como “animal enjaulado” hasta las amas de casa de Bettty Friedan (2016) o la “loca del desván” del conocido estudio de Sandra Gilbert y Susan Gubar (1998). El encierro, y el consiguiente silenciamiento, ocupa un lugar central también en las discusiones feministas en torno al problema más amplio del lugar propio de las mujeres en la sociedad. En este segundo apartado, me ocuparé entonces de explorar los vínculos entre dos terrenos de debate en principio o en apariencia diferentes: por un lado, las transformaciones generales que tuvieron lugar en Europa a fines del siglo xviii en la comprensión y el tratamiento de la locura y, por el otro, la conformación, entre los siglos xvii y xviii, de la esfera pública moderna como contrapuesta al ámbito privado, sostenida en una idea de la razón como contrapuesta a los sentimientos. Ambos son terrenos extremadamente amplios y polémicos, y los dos estuvieron nutridos en particular por un cruce tan rico como controvertido entre la filosofía y la historia: el primer caso, la obra paradigmática es la Historia de la locura en la época clásica, de Michel Foucault, publicada en 1961 (2015); en el segundo, el libro de Jürgen Habermas sobre la transformación estructural de la esfera pública, de 1962 (1981)[7].

Por supuesto, la partición del mundo moderno entre lo público y lo privado no nace para reivindicar el encierro, sino enarbolando la libertad: la libertad del pueblo frente a la monarquía y la aristocracia, la libertad del pensamiento frente a la religión y los dogmatismos, la libertad del discurso frente a las opresiones y tiranías. Y la libertad, también, de los locos: su libertad de las cadenas y los castigos, pero no su libertad del asilo, ni su libertad de la mirada psiquiátrica naciente. En este punto, puesto que un abordaje sistemático de la literatura de los dos campos de discusión citados excedería los confines del presente artículo, mi argumento se apoya en dos pinturas decimonónicas, muy conocidas, donde pueden verse de forma paradigmática y poderosa estas dinámicas de la libertad, el encierro y el género en la constitución del mundo moderno. En el primero de estos cuadros, La libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix, de 1830, la libertad es la del “pueblo” (su contexto inmediato es la Revolución parisina de julio de 1830, un alzamiento contra, entre otras cosas, restricciones de la monarquía a la libertad de prensa); el segundo, Philippe Pinel en la Salpêtrière, liberando a los locos de sus cadenas, pintado por Tony Robert-Fleury en 1876, trata de la libertad en los asilos. Aunque en ambos la figura central es una mujer a medio desvestir, son mujeres diametralmente opuestas: la primera es una alegoría de la libertad, mientras que la segunda representa la locura. Y ninguno de los dos parece ser consciente del problema de género que plantean, aunque lo plantean por cierto con mucha fuerza. En el famoso cuadro de Delacroix, la única figura femenina es la alegoría de la libertad; en el “pueblo”, parece, solo hay varones (y un niño). En la obra de Robert-Fleury, todos los médicos son hombres, y todos los “locos” (el masculino genérico figura también en el título francés: les alienés) son mujeres. En las nuevas sociedades modernas, tal como las pintan estos cuadros, las mujeres tienen lugar solo o bien idealizadas, o bien bajo la tutela atenta, lo que es decir encerradas –sin cadenas, eso sí–, de los psiquiatras.

Tanto en el nacimiento de la esfera pública como en el nacimiento de la psiquiatría, esto es, la libertad y la razón funcionan también como herramientas retóricas que disimulan, justifican y sostienen la exclusión de las mujeres de la esfera pública, su encierro figurado o literal. Como señaló Joan B. Landes criticando el guion habermasiano, la alineación del discurso masculino con lo objetivo y racional fue “el disfraz con que lo particular (masculino) pudo ubicarse detrás del velo de lo universal” (1995, p. 98). A su vez, el mensaje principal de la escena de Pinel liberando a los locos es que la psiquiatría moderna se afianza en la razón, ya no en la fuerza. Según Andrew Scull (1983), el surgimiento del “tratamiento moral” y la posterior consolidación de la psiquiatría moderna como disciplina científica y como profesión médica puede pensarse en términos de un desplazamiento de un sentido a otro de la palabra “domesticación”: se pasa de una comprensión de la locura como animalidad que debe someterse a la fuerza (una imagen sí asociada a lo masculino, lo rabioso y la violencia) a una comprensión de la enfermedad mental más humanizada (que reconocía al loco como un sujeto moral y racional más cercano al niño que a la bestia) pero también más atada a lo doméstico en el sentido de la esfera privada y familiar, y por lo tanto también más feminizada. El pasaje de uno a otro sentido puede entenderse, argumentó Scull, como una “internalización del control” (1983, p. 246): el disciplinamiento ya no tiene lugar por medio de la fuerza externa, sino que se apela a la razón, la sensibilidad y la responsabilidad de les pacientes, que –según los principios generales del tratamiento moral– pueden desarrollarse mejor con un trato y en un entorno apropiado, diseñado a imagen y semejanza del hogar burgués.

En este proceso, la razón sirve simultáneamente para desestimar los viejos abordajes de la locura (Scull, 1983, p. 245), para dar credibilidad y autoridad a la psiquiatría naciente y también, por último, para radicar en el interior del sujeto tanto el problema como la solución. Paradójicamente, el carácter social de la locura era más evidente en el paradigma de la animalidad: alguien con el comportamiento de una bestia salvaje era incompatible con la vida en sociedad, de modo que lo que justificaba las cadenas era ante todo el mantenimiento del lazo social, una cuestión social y política antes que médica. En cambio, con el tratamiento moral y la posterior consolidación de la psiquiatría científica moderna, el problema se medicaliza: se lo ubica adentro de la persona, y se asigna a un grupo de profesionales una jurisdicción exclusiva sobre esa clase de personas (Scull, 1975). En el pasaje de la locura a la enfermedad mental, los problemas quedan bajo el control monopólico de la psiquiatría, que opera reclutando la interioridad de las personas que están bajo su tutela. “La locura domesticada (en mi segundo sentido) era una locura domada, de forma mucho más efectiva de lo que el siglo xviii siquiera podría haber imaginado”, concluía Scull (1983, p. 248). Los locos se habrán librado de las cadenas, pero no ganaron libertad: bajo la coartada de la racionalidad, su exclusión de la esfera pública se consuma de forma mucho más sutil y persuasiva. En su encierro doméstico, la locura se vuelve dócil; se vuelve mujer.

Estoy empleando la idea de una interiorización del malestar, en términos generales, para referirme a una creciente reclusión en lo privado, pero es preciso observar que, si bien esto tiene la ventaja de reconducirnos a la tensión entre la esfera pública y el entorno privado, también es –y por el mismo motivo– una formulación poco precisa: como advirtió Nancy Fraser en su aporte a la discusión sobre la tesis habermasiana, la definición de los términos “público” y “privado” en virtud de su mutua oposición confunde los distintos sentidos de cada uno (1990). En rigor, entonces, la “interiorización” del malestar remite más bien a una constelación de sentidos diferentes pero emparentados y, sobre todo, yuxtapuestos en ciertos usos retóricos, de un modo que terminan entrelazándose, reforzándose e informándose entre sí. En primer lugar, es un modo de señalar que los problemas se vuelven trastornos al radicarse adentro del individuo (de su cerebro o de su psique, por el momento es indistinto), tal como se percibe con mucha claridad en el fragmento de Madame Bovary que tomé de epígrafe (“su organización nerviosa es mucho más maleable que la nuestra”), y forma parte explícitamente de la definición de “trastorno mental” que maneja la psiquiatría contemporánea (American Psychiatric Association, 2014, p. 20). En segundo lugar, la interiorización remite también a la reclusión en el ámbito doméstico: en el hogar familiar, en principio, y en instituciones que nacieron buscando declaradamente imitarlo, como el asilo decimonónico. Ahí, claro, sus compañeras de encierro son las mujeres y sus emociones, lo que a su vez profundiza su mutua identificación (lo que también se aprecia en el pasaje de Madame Bovary). Como se han ocupado de denunciar las feministas, el sentido principal de este encierro de las mujeres y las emociones en el ámbito doméstico es su exclusión del espacio político, de un modo que refrenda y perpetúa su subordinación. En tercer y último lugar –pero tal vez como corolario y refuerzo de lo anterior–, la interiorización del malestar nombra también el proceso por el cual la profesión psiquiátrica logró hacerse no solo de un control monopólico del heterogéneo terreno que antes se llamaba la locura, sino también de un estatus de autonomía profesional en el ejercicio de ese monopolio, lo que Scull llamó el derecho a desestimar por principio toda crítica externa a la profesión (1975, pp. 218-219). Así, a través de una “retórica de lo privado históricamente utilizada para restringir el universo de la contestación pública legítima” (Fraser, 1990, p. 73), todo un conjunto de problemas queda excluido del debate político sobre lo común.

Fraser distinguió dos tipos de retórica de lo privado: una retórica de lo privado familiar y una retórica de lo privado económico. En la historia de la locura y la enfermedad mental ambos tipos están en obra. Aquí quisiera proponer un tercero: una retórica de lo privado médico, que obedece también al mismo objetivo de “emplazar ciertos asuntos en campos especializados de discusión para blindarlos del debate público general” (Fraser, 1990, p. 73). En sus tres sentidos, la interiorización del malestar contribuye a la exclusión de las mujeres –y sus sentimientos– de la arena del debate público, donde se definen y discuten aquellos problemas que conciernen a todes. Sin embargo, en materia de política “no hay ninguna línea de demarcación dada a priori o por naturaleza”, como remarcó Fraser (1990, p. 71). La prerrogativa que se arroga la psiquiatría no tiene un fundamento sólido, porque la ciencia no puede definir por sí sola qué constituye un problema o un trastorno.

Para cerrar este apartado, quisiera agregar que la exclusión política de las mujeres y sus sentimientos no solo es epistemológica y socialmente injusta, sino que tampoco erradica ningún malestar. La historia de la psiquiatría moderna está puntuada de “epidemias”, la mayoría de las veces femeninas: epidemias de histeria, de neurastenia, de ansiedad, de personalidades múltiples, de depresión. Como parecía intuir Eleanor en su introducción a Madame Bovary, quizás el encierro tenga parte de la culpa (“Su vida es vana, inútil”; 1886, p. xx). “Privadas de todo ámbito de acción significativo […], las mujeres dependen más y más de sus vidas interiores, se vuelven más propensas a la depresión”, escribió Showalter (1987, p. 64). Quizás, en un círculo vicioso, la exclusión, perpetrada y perpetuada por medio del malestar como excusa, alimente a su vez el malestar y la exclusión: el dispositivo resulta así perturbadoramente autosustentable. Pero no infalible.

 

3. El desorden de las mujeres

En 1980, el mismo año en que se editaba el DSM-III, el manual que consagraría a la nueva psiquiatría científica y su comprensión de la depresión, Carole Pateman publicó el ensayo que luego daría el título a su libro, El desorden de las mujeres. En los dos textos, tan distintos, la palabra inglesa es la misma: disorder. Aunque Pateman la toma de una traducción de Rousseau, no deja de escuchar la polisemia, porque enseguida apunta los dos sentidos y los pone en relación: “las mujeres padecen un trastorno [disorder] en el centro mismo de su ser –su moralidad– que puede provocar la destrucción del Estado” (2018, p. 35). El “desorden de las mujeres” que, según Rousseau, es el culpable de la ruina de todos los pueblos, ese vicio que “engendra” todos los demás, no es sino el trastorno (supuestamente interno, endógeno) de su vida moral y afectiva. El desorden de las mujeres son sus pasiones. En cierto modo, la historia del feminismo le da la razón a Rousseau: los sentimientos de las mujeres han hecho mucho por desordenar y trastornar el orden establecido.

En este último apartado me interesa explorar, con un espíritu dilemático y abierto, ciertos puntos sensibles de los abordajes feministas del malestar en el contexto contemporáneo. En The Female Malady, publicado en 1985, Showalter vaticinaba que la próxima e incipiente revolución de la psiquiatría sería feminista (1987, p. 20), pero la revolución que efectivamente tuvo lugar en la psiquiatría no fue feminista, sino científica y biológica. El DSM-III no aparece ni una vez en The Female Malady, aunque para entonces ya llevaba cinco años circulando. Al mismo tiempo, como observó Jeanne Marecek, la depresión de las mujeres –que por lo demás es, como vimos, la depresión paradigmática, el molde de la categoría misma– solo “se convirtió en objeto de la curiosidad científica porque un grupo pionero de psicólogas feministas se negó a aceptar como normativa la infelicidad de las mujeres” (2006, p. 301). No es casual que la categoría feminizada de depresión tomara forma en los Estados Unidos precisamente después de la segunda ola feminista. Aunque no surge del movimiento de mujeres, no deja de ser un intento de responder o reaccionar al célebre pedido de Betty Friedan: el malestar necesitaba un nombre.

La depresión es, hoy en día, el malestar que ya tiene nombre, pero esto no necesariamente es un logro. En 1984, bell hooks dirigió una afilada e influyente crítica al libro de Friedan y, por extensión, a gran parte de los feminismos de segunda ola:

 

El feminismo en los Estados Unidos no ha brotado nunca de las mujeres que son las principales víctimas de la opresión sexista […]. La mística de la feminidad, de Betty Friedan, aún recibe elogios por haber allanado el camino del movimiento feminista contemporáneo, si bien fue escrito como si esas mujeres no existieran. […] Ella convirtió su problema, y el problema de las mujeres blancas como ella, en un sinónimo de una situación que afectaba a todas las mujeres. Al hacer esto, desvió la atención de su clasismo, de su racismo, de sus actitudes sexistas hacia las masas de mujeres estadounidenses. (2020, pp. 27-28, énfasis añadido)

 

La argumentación de hooks es potente y muy necesaria. Denuncia los puntos ciegos de Friedan, sus insensibilidades y sus prejuicios (Friedan fue también, recordémoslo, abiertamente lesbofóbica): gran parte de las mujeres negras y pobres ya estaban en el mercado laboral hacía rato, y el encierro doméstico era un drama solo para las mujeres blancas, casadas, de clase media y alta, una flagrante minoría. Con esta crítica, sin embargo, hooks también mostró, tempranamente, que no alcanza con nombrar el dolor. No alcanza, por un lado, porque los nombres pueden ser falsos, es decir, generalizaciones apuradas, injustas, que aplanen las diferencias y los matices. Por otro lado, no alcanza porque los nombres se cooptan con demasiada facilidad, sobre todo si no hay detrás un trabajo que encuadre sus sentidos en una comprensión estructural de la opresión: “Nombrar o exponer el dolor en un contexto en que esto no está vinculado a estrategias de resistencia y transformación creó para muchas mujeres las condiciones para un extrañamiento, una alienación, un aislamiento todavía más grande” (hooks, 2014, p. 32). Esas condiciones, agregaba, son de hecho las que aprovechan discursos que se nutren del dolor (2014, p. 33).

Hoy, sin embargo, el nombre de “depresión” y el vocabulario de la psiquiatría y la cultura terapéutica ya no son ajenos a las mujeres negras. Esto se debe en parte a los esfuerzos de la propia hooks, que defendía abiertamente la importancia de prestar atención a estos temas e incluso incursionó ella misma en el género de la autoayuda, con Sisters of the Yam, de 1993. En 1998, Meri Nana-Ama Danquah fue la primera mujer negra en publicar una memoria de la depresión, que se abría en efecto con sus reflexiones sobre las dificultades de las mujeres negras por apropiarse de este idioma: “La depresión clínica simplemente no existía en el ámbito de mis posibilidades o, para el caso, en el ámbito de posibilidades de cualquiera de las mujeres negras de mi mundo” (1998, pp. 18-19). Danquah reclamó el acceso al nombre “depresión”, en parte porque veía claro que el costo de deprimirse sin poder hacer uso del vocabulario es la invisibilidad de su malestar. En 2017, poco después de ser diagnosticada con depresión, Elyse Fox fundó un espacio en Instagram, Sad Girls Club, porque, como explicó en una entrevista: “Creo que en salud mental hay una dinámica diferente para las mujeres de color […]. A mí me tacharon de mujer negra enojada cuando no era el caso. Yo solo tenía un desequilibrio químico en el cerebro” (Ross, 2017).

Hay una distancia evidente entre el espíritu de los sesenta, o el tono de hooks y las feministas negras que denunciaron justamente el estereotipo de la mujer negra enojada sin dejar de reivindicar la potencia y los “usos de la ira” (Lorde, 2003), y ciertos consensos de los feminismos contemporáneos, mucho menos reticentes a adoptar el vocabulario dominante de los discursos terapéuticos. Pero el contraste no debería borrar los hilos más complejos que entretejen a los feminismos y los discursos terapéuticos desde hace décadas. En efecto, los discursos terapéuticos neoliberales (entre los que se cuentan la nueva psiquiatría biológica y la muy diversa industria de la autoayuda) aparecen con fuerza en la década del ochenta, montados en cierto sentido a la ola de los movimientos feministas y contraculturales, contribuyendo a su masificación pero también transfigurándolos profundamente en el proceso. Se ha escrito mucho sobre el modo en que el neoliberalismo aprovechó, resignificando, muchas de las ideas de la contracultura norteamericana de los sesenta (Boltanski y Chiapello, 2002; Fraser, 2009), y una sospecha muy similar se ha planteado para la relación entre los feminismos y los discursos terapéuticos, que Illouz describió como “aliados culturales” (2010, p. 140).

Para Fraser, la “incorporación selectiva” (2009, p. 89) del feminismo por parte del neoliberalismo ha producido una despolitización del movimiento. No es difícil trasponer el argumento al contexto de los discursos terapéuticos: cuando alguna forma de terapia es nuestra primera respuesta a situaciones difíciles, cuando incluso en entornos feministas tenemos en la punta de la lengua la palabra “depresión” para ponerle nombre al malestar, los problemas se revierten al interior de la persona, miramos primero adentro en vez de afuera (Happonen, 2017). Al confinar el problema y la solución al espacio privado, interior, y por tanto a las jurisdicciones profesionales de las disciplinas psi, no solo se invisibilizan las conexiones del malestar con las presiones externas que lo forman, sino que también todas las respuestas al malestar, todas las nuevas presiones que podrían surgir para resistirlo, se reenvían hacia adentro, al trabajo de moldearse a una misma. Desde este punto de vista, el acercamiento de los feminismos a los discursos terapéuticos representa “un retroceso en la consigna feminista de la segunda ola ‘lo personal es político’ hacia una concepción en que ‘lo político es personal’” (Castillo Parada, 2019, p. 406). Estas críticas tienen mucho de cierto, pero también son insuficientes: suele perderse de vista que estos discursos responden a una necesidad, una demanda, cumplen una función en el mundo contemporáneo. La categoría de depresión ofrece un reconocimiento del malestar en que muchas mujeres, y muchas feministas, se sintieron reflejadas (Hirshbein, 2009, p. 108). Como observó Ussher, “las feministas que rechazan toda medicalización deben enfrentarse al dilema de que, en un nivel individual, diagnósticos como el de depresión pueden darles a las mujeres una validación de que hay un problema ‘real’” (2011, p. 104). La gran pregunta tal vez sea, en cambio, por qué hoy en día parece que, para reconocer la realidad e importancia de nuestros malestares, la única alternativa disponible es la etiqueta médica.

Ponerle nombre a un malestar es hacerlo público porque los nombres son públicos, lo que implica, también, que hacer público un malestar es abrirlo a la discusión, a las disputas que son la materia misma de la que lo público está hecho. Esto vale incluso si ese nombre es un diagnóstico, con todo el peso privatizante de este juego de lenguaje que aspira al control monopólico de la psiquiatría como institución autorizada: el carácter público y político del lenguaje es irreductible. Convertir un malestar en un problema público y común es también exponerlo a la mirada, las objeciones, los usos de otras personas, lo cual es fuente de ambivalencias: de ahí surgen tanto las tergiversaciones de los discursos terapéuticos como también la ampliación de las bases de los feminismos, tanto las categorías biomédicas como las discusiones que radicalizan y enriquecen la politización feminista del malestar personal. Y en muchos casos estas derivas no se dejan disociar con facilidad o nitidez.

Para avanzar en estas discusiones, hace falta complejizar la perspectiva topológica que sirve de guía a este trabajo. Esto es, al fin y al cabo, lo que está en juego en las tensiones entre la politización de los malestares y la psicologización de los conflictos: cómo se entiende y se traza la frontera entre lo público y lo privado, entre el problema y el trastorno. Ya desde la crítica más concreta de hooks al problema sin nombre de Friedan se hacía manifiesto que el problema de lo privado y lo público no se deja abordar bien con dicotomías simples, como el encierro o la libertad, lo doméstico o lo político: el hecho de que las mujeres negras ya estuvieran fuera de la casa no significaba que formaran parte de la esfera pública. Es preciso afinar la mirada más allá de la antinomia: las fronteras entre estos territorios, si es que siquiera existen como tales, no son líneas claras, estables ni impermeables. La insistencia de la metáfora del encierro no debe impedirnos reconocer que, en verdad, el encierro nunca fue total, porque la partición de los lugares en dos grandes ámbitos nunca fue tan prolija y ordenada: las mujeres estuvieron “afuera” ya desde el principio, participando incluso antes de que su participación fuera reconocida oficialmente.[8]

The Female Complaint, de Lauren Berlant, se abría con la observación provocadora de que “todo el mundo sabe” de qué se quejan las mujeres: la queja femenina es por el amor (2008, p. 1). Este es el cliché de la feminidad que mantiene a las mujeres en “su” lugar: la casa, las emociones, los vínculos íntimos, la angustia y la depresión (porque el otro punto implícito que todo el mundo sabe es que las mujeres se quejan; la narrativa de la feminidad se define, según Berlant, por el amor y por la angustia). Lo de las mujeres es el amor, no la justicia; lo moral, no lo político. Pero el amor y la justicia, lo moral y lo político no pueden separarse tan prolijamente, y sospecho que eso es parte de lo que inquieta e imanta en historias como las de Eleanor Marx. En ese libro, parte de su “trilogía de la sentimentalidad nacional” sobre el surgimiento de la esfera pública estadounidense como un espacio afectivo, Berlant describió la cultura femenina de masas como el primer “público íntimo” masivo de los Estados Unidos (2008). Un público íntimo es una “escena porosa y afectiva de identificación entre extrañes que promete una cierta experiencia de pertenencia y que provee una mezcla de consuelo, validación, disciplina y discusión acerca de cómo vivir en cuanto x”; es un espacio “yuxtapolítico” que “prospera en las cercanías de lo político y que a veces se cruza en una alianza política, y otras, más raras, incluso hace algo de política”. El feminismo es a esta cultura femenina una suerte de “vecino chusma” (Berlant, 2008, p. x), atento a las negociaciones afectivas que tienen lugar en el público íntimo de la cultura femenina, pero sin admitirlo, o incluso negando todo vínculo con esos géneros menores, comerciales, cursis.

La insistencia de Berlant en lo yuxtapolítico tiene que ver con su negativa a pensar estas formas de lo público en términos de fracasos o defectos de la política, y me parece una buena máxima para explorar las derivas acusadas de despolitizadoras dentro de los feminismos. Rechazar la identificación con lo privado sin desordenar de plano las alternativas es una falsa solución: respetar el guion establecido –tanto por la positiva, solicitando el ingreso, como por la negativa, denunciando la exclusión– es también refrendarlo, suscribir una definición sesgada de lo público. Esto vale también para las críticas de la psicologización de la política, para la idea de que plantear discusiones políticas en lenguajes afectivos o terapéuticos es por definición despolitizante. Aunque estas advertencias tienen mucho de acertado, en cierto punto idealizan “lo político” como un espacio puro, que debemos mantener incontaminado, y refrendan así un ordenamiento sesgado y contingente de lo común. Pero, como recuerda el cliché de la feminidad, y como han denunciado las feministas, nuestras vidas políticas y morales no están separadas: la separación entre política y moral, público y privado, racional y afectivo, es en sí misma una cuestión política. En este sentido, hay un punto importante implícito en la alarma sobre los riesgos de la masificación y el devenir mainstream de los feminismos: la evidencia de que, hoy en día al menos, o más que antes, la esfera pública no excluye elementos que solían asociarse a lo privado sino que, por el contrario, los incluye y los pone a funcionar de otro modo en el mercado, en la cultura de masas, en los discursos terapéuticos, en entornos políticos e institucionales. “Hoy, cuando lo afectivo-pasional-emocional se vuelve público, resulta imperioso no conformarse con criticar una tradición que ha fijado la emocionalidad a lo privado y los grupos excluidos”, señaló Daniela Losiggio (2020, p. 144). En el caso de la depresión y la salud mental, estos procesos se encarnan, por ejemplo, en campañas de concientización –respaldadas por organismos o instituciones de salud o por la industria farmacéutica, o por ambas–, en abordajes centrados en el consumo y el mercado –desde fármacos hasta libros de autoayuda–, en la inflación general del interés por la temática. En varios de esos contextos parece estar en alza un guion especialmente atractivo, que en parte deriva su fuerza precisamente de sus resonancias rebeldes: es hora de sacar del closet a la depresión, a los problemas de salud mental en general. #HablemosdeSaludMental. Por supuesto, esto tiene mucho de positivo, incluso de liberador, pero es importante hilar más fino. Es primordial que nos preguntemos qué es lo que se hace público cuando hacemos pública una depresión, y sobre todo en qué sentido de lo público se hace público, no para restaurar el orden en una partición binaria y tranquilizadora del terreno, sino para poder reconocer los puntos de contacto y de transgresión. Estos pueden ser lugares riesgosos, es cierto, en los que habrá que tener cuidado y prestar atención; pero es posible que también sean precisamente donde pueda darse algún cambio en los modos de ordenar el mundo.

A lo largo de este artículo, estuve planteando el problema topológico en términos de la distinción –y la decisión– entre problemas y trastornos. En varios de los textos visitados, la palabra inglesa complaint desestabiliza ya disimuladamente esa distinción, aun si no siempre lo percibimos y aunque en la traducción su polisemia se disipe. La palabra aparece, por ejemplo, en el panfleto clásico de Ehrenreich y English, publicado en 1973, Complaints and Disorders (traducido al castellano como Dolencias y trastornos), donde la acepción que destaca es la médica y material: complaint como malestar, achaque, enfermedad. En The Female Complaint, de Berlant, complaint remite a la “queja femenina”, la expresión más bien sentimental de un sufrimiento específicamente amoroso. Y en Complaint!, de Sara Ahmed, traducido como ¡Denuncia! (2022), el sentido de la palabra es el institucional, inconformista, tal vez político: quejarse como protestar. Por más incertidumbre y ansiedad que nos genere, deberíamos aprender de esta polisemia, en lugar de intentar estabilizarla con líneas divisorias y espacios de incumbencia. No se trata de que no haya nada discutible en la politización de lo afectivo o la afectación de lo político, todo lo contrario: precisamente porque hay ahí discusiones cruciales es tan necesario revisar los términos del debate.

Quisiera terminar entonces con un llamado a hacer lugar, pero uno que entiende precisamente el desorden como una forma de hacer lugar, en la línea de los “desarreglos afectivos” de los que habla Cecilia Macón, inspirándose a su vez, en parte, en la idea de Joan Scott de la historia del feminismo como una “circulación de pasiones críticas” (Macón, 2021, p. 90). Si el feminismo puede entenderse como esa circulación, también es lo que se logra con esa circulación, las formas en que, atravesando afectos y discursos establecidos, se las ingenia para desconfigurarlos, para desafiar los modos en que se organiza el sentir. Macón replantea estos desarreglos como formas de “sensibilizar” (2021, pp. 218, 240; Medina, 2013), y la elección es significativa porque, en general, las metáforas visuales dominan la discusión. Hacer público un malestar, sacarlo del armario, suelen plantearse en términos de hacer visible (“Ahora que sí nos ven”, entona una conocida canción de marcha). Pero sensibilizar es mucho más que hacer visible, más que introducir un tema en una agenda política ya armada. En este sentido, hacer público es desarmar los arreglos afectivos que ordenan lo público. Sacar a la depresión de “su” lugar, sacarla de su encierro o de su armario, implica desafiar los guiones establecidos sobre la ubicación y la dirección del malestar: si el mundo nos parece horrible porque estamos tristes o si estamos tristes porque el mundo es horrible (o las dos) no es algo que pueda determinarse de una vez y para siempre. El lugar del malestar no está dado, y no podemos dejarlo solo en manos de las profesiones psi: no es un asunto privado. El mejor modo de reordenar el mundo, nuestro mundo, tampoco.

 

Referencias

Ahmed, S. (2022). ¡Denuncia! El activismo de la queja frente a la violencia institucional. Caja Negra.

American Psychiatric Association (2014). DSM-5. Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. Editorial Médica Panamericana.

Bell, M. (2014). Melancholia. The Western Malady. Cambridge University Press.

Berlant, L. (2008). The Female Complaint. The Unfinished Business of Sentimentality in American Culture. Duke University Press.

Boltanski, L. y Chiapello, E. (2002). El nuevo espíritu del capitalismo. Akal.

Busfield, J. (1994). The Female Malady? Men, Women and Madness in Nineteenth Century Britain. Sociology, 28(1), 259-277. https://doi.org/10.1177/0038038594028001016

Calhoun, C. J. (1992). Introduction: Habermas and the Public Sphere. En C. J. Calhoun (Ed.), Habermas and the Public Sphere. MIT Press.

Castillo Parada, T. (2019). De la locura feminista al ‘feminismo loco’: Hacia una transformación de las políticas de género en la salud mental contemporánea. Investigaciones Feministas, 10(2), 399-416. https://doi.org/10.5209/infe.66502

Danquah, N. (1998). Willow Weep for Me. A Black Woman’s Journey Through Depression. A memoir.  W. W. Norton & Company.

Ehrenreich, B. y English, D. (1988). Brujas, comadronas y enfermeras. Dolencias y transtornos. LaSal.

Flaubert, G. (1886). Madame Bovary (E. Marx-Aveling, Trad.). W. W. Gibbings. (Trabajo original publicado en 1857)

Foucault, M. (2008). Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber (U. Guiñazú, Trad.). Siglo xxi.

Foucault, M. (2015). Historia de la locura en la época clásica I (J. J. Utrilla, Trad.). Fondo de Cultura Económica.

Fraser, N. (1990). Rethinking the Public Sphere: A Contribution to the Critique of Actually Existing Democracy. Social Text, (25/26),  56-80. https://doi.org/10.2307/466240

Fraser, N. (2009). El feminismo, el capitalismo y la astucia de la historia. New Left Review, (56), 87-104. https://newleftreview.es/issues/56/articles/nancy-fraser-el-feminismo-el-capitalismo-y-la-astucia-de-la-historia.pdf

Friedan, B. (2016). La mística de la feminidad. Cátedra.

Gilbert, S. M. y Gubar, S. (1998). La loca del desván. La escritora y la imaginación literaria del siglo xix. Cátedra.

Greenberg, G. (2010). Manufacturing Depression. The Secret History of a Modern Disease. Simon & Schuster.

Habermas, J. (1981). Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública. Gustavo Gili.

Happonen, T. (21 de diciembre de 2017). Making the political personal: how psychology undermines feminist activism. Feminist Current. https://www.feministcurrent.com/2017/12/21/making-political-personal-psychology-undermines-feminist-activism/

Harrington, A. (2020). Mind Fixers: Psychiatry's Troubled Search for the Biology of Mental Illness. W.W. Norton & Company.

Hirshbein, L. D. (2009). American Melancholy. Constructions of Depression in the Twentieth Century. Rutgers University Press.

hooks, bell. (2014). Talking Back. Thinking Feminist, Thinking Black. Routledge.

hooks, bell. (2020). Teoría feminista: De los márgenes al centro. Traficantes de Sueños.

Horwitz, A. V. (2010). How an Age of Anxiety Became an Age of Depression. The Milbank Quarterly, 88(1), 112-138. https://doi.org/10.1111/j.1468-0009.2010.00591.x

Illouz, E. (2010). La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de autoayuda. Katz.

Landes, J. B. (1995). The Public and the Private Sphere. En J. Meehan (Ed.), Feminists Read Habermas. Gendering the Subject Discourse (pp. 91-116). Routledge. https://doi.org/10.4324/9780203094006

 Lorde, A. (2003). La hermana, la extranjera. Artículos y conferencias. Horas y horas.

Losiggio, D. (2020). Universal y afectiva: la esfera pública en el pensamiento político feminista. Las Torres de Lucca. Revista Internacional de Filosofía Política, 9(17), 139-165. https://revistas.ucm.es/index.php/LTDL/article/view/75155

Macón, C. (2021). Desafiar el sentir. Feminismos, historia y rebelión. Omnívora.

Marecek, J. (2006). Social Suffering, Gender, and Women’s Depression. En C. L. M. Keyes y S. H. Goodman (Eds.), Women and Depression: A Handbook for the Social, Behavioral, and Biomedical Sciences (pp. 283-308). Cambridge University Press. https://doi.org/10.1017/CBO9780511841262.014

Marx, E. (1886). Introduction. En G. Flaubert, Madame Bovary (E. Marx-Aveling, Trad.). W. W. Gibbings.

Marx, E. (2022). ¡Siempre adelante! Escritos y cartas, 1866-1897. Banda Propia.

Marx, E. y Aveling, E. (1886). La cuestión de la mujer [Archivo PDF]. Germinal; Edicions  internacionals Sedov. https://www.marxists.org/espanol/
marx-eleanor/1886/1886-cuestionmujer-eleanormarxaveling.pdf

Medina, J. (2013). The Epistemology of Resistance. Gender and Racial Oppression, Epistemic Injustice, and Resistant Imaginations. Oxford University Press.

Metzl, J. M. (2003). Prozac on the Couch: Prescribing Gender in the Era of Wonder Drugs. Duke University Press.

Nietzsche, F. (2018). Contra la verdad. Ensayos tempranos. Rara Avis.

Organización Mundial de la Salud (31 de marzo de 2023). Depresión. Organización Mundial de la Salud. https://www.who.int/es/news-room/fact-sheets/detail/depression

Pateman, C. (2018). El desorden de las mujeres. Democracia, feminismo y teoría política. Prometeo.

Radden, J. (Ed.) (2000). The Nature of Melancholy. From Aristotle to Kristeva. Oxford University Press.

Radden, J. (2009). Moody Minds Distempered. Essays on Melancholy and Depression. Oxford University Press.

Ross, A. (12 de mayo de 2017). Elyse Fox: 'I Was Labeled As The Angry Black Woman —But I Just Had A Chemical Imbalance In My Brain'. Women’s Health. https://www.womenshealthmag.com/health/a19993208/mental-health-instagram/

Sadowsky, J. (2021). Before and After Prozac: Psychiatry as Medicine, and the Historiography of Depression. Culture, Medicine, and Psychiatry, 45, 479-502. https://doi.org/10.1007/s11013-021-09729-2

Scull, A. (1975). From Madness to Mental Illness: Medical men as moral entrepreneurs. European Journal of Sociology, 16(2), 218-261. https://doi.org/10.1017/S0003975600004938

Scull, A. (1983). The Domestication of Madness. Medical History, 27(3), 233-248.

Scull, A. (2008). Los endebles cimientos del monumento foucaultiano. Revista de Libros, (135), 27-30.

Showalter, E. (1987). The Female Malady. Women, Madness, and English Culture, 1830-1980. Penguin Books.

Smith-Rosenberg, C. (1972). The Hysterical Woman: Sex Roles and Role Conflict in 19th Century America. Social Research: An International Quarterly, 39(4), 652-678.

Stoppard, J. M. (1988). Depression in Women: Psychological Disorder or Social Problem? Atlantis, 14(1), 38-44. https://atlantisjournal.ca/index.php/atlantis/article/view/5083

Ussher, J. M. (2011). The Madness of Women. Myth and Experience. Routledge.



[1] UBA/CONICET, Argentina. Correo electrónico: renataprati@gmail.com

[2] Para un repaso, ver Sadowsky, 2021.

[3] Para un resumen, ver Stoppard, 1988.

[4] Para las discusiones sobre las periodizaciones de Foucault con respecto a la locura, sin embargo, ver Scull, 2008

[5] Para una discusión de sus bases empíricas, sin embargo, ver Busfield, 1994.

[6] Ver Bell, 2014, p. 94.

[7] Para un repaso de sus tesis centrales y de las discusiones que alimentó, ver Calhoun, 1992; Landes, 1995.

[8] Ver Macón, 2021, p. 144.