EL LUGAR DE LA DEPRESIÓN.
FEMINIZACIÓN
E INTERIORIZACIÓN DEL MALESTAR
DEPRESSION’S PROPER PLACE.
FEMINIZATION AND INTERIORIZATION OF DISTRESS
Renata
Prati[1]
DOI: https://doi.org/10.32870/lv.v7i61.7858
El vínculo entre las
mujeres y el campo de la locura, los trastornos y los malestares ha sido
trabajado extensa y productivamente por la tradición feminista. El objetivo de
este artículo es revisitar estas discusiones desde una mirada topológica,
entendiéndolas en términos de una disputa por el lugar propio del malestar de
las mujeres: entre problema político y trastorno psicológico, entre la esfera
pública y el espacio privado de lo más íntimo, personal e interior. El foco
está puesto en el problema de la depresión, entendida en general como un
diagnóstico psiquiátrico muy común y marcadamente feminizado. El argumento
general de este artículo es que la categoría diagnóstica de depresión opera una
feminización y una interiorización de los malestares que influyen y dejan una
marca crucial en su conformación histórica, su difusión y sus discusiones.
Enmarcado en las discusiones del giro afectivo y la tradición feminista, el
trabajo se organiza en tres partes. El primer apartado despliega el argumento
acerca de la feminización, repasando el surgimiento y expansión de la categoría
diagnóstica de depresión y sus antecedentes en la histeria. El segundo
apartado, dedicado al argumento sobre la interiorización, explora el
surgimiento de la psiquiatría moderna a fines del siglo xviii en un contrapunto con la conformación de la esfera
pública moderna. El tercer apartado regresa hacia el presente y hacia la
pregunta por el lugar del malestar, explorando ciertos puntos sensibles de los
abordajes feministas contemporáneos. A modo de conclusión, se retoma la idea de
“desarreglos afectivos” de Cecilia Macón para sugerir que, hoy, sacar a la
depresión de “su” lugar, de su encierro o de su armario, implica desafiar los
guiones establecidos sobre el lugar del malestar.
Palabras clave: giro afectivo,
malestar, depresión, histeria, politización
The
question of women and the issues of madness, disorders and distress has already
been extensively and productively discussed by the feminist tradition. The aim
of this article is to revisit these discussions from a topological perspective,
understanding them in terms of a dispute over the proper place of women’s
distress: either a political problem or psychological disorder, either in the
public sphere or in the private space of what is most intimate, personal and
interior to us. This paper focuses on the problem of depression, which is
generally understood as a very common and markedly feminized psychiatric
diagnosis. My general argument will be that the diagnostic category of
depression works to feminize and internalize the distress of women, influencing
and leaving a crucial mark on the historical constitution, dissemination, and
discussion of depression. Framed within the affective turn and the feminist
tradition, the paper is organized in three sections. The first section unfolds
the argument about feminization, briefly reviewing the emergence and expansion
of the diagnostic category of depression and its antecedents in hysteria. The
second section, devoted to the argument on internalization, explores the
emergence of modern psychiatry in the late eighteenth century and the shaping
of the modern public sphere. The third section returns to the present moment
and to the question of the proper place of distress, exploring some sensitive
spots of contemporary feminist approaches. In closing, I draw on Cecilia
Macón’s idea of “affective disarrangements” to suggest that, today, taking
depression out of its proper place, out of its confinement or its closet,
implies challenging the established plots about the location of distress.
Keywords:
affective turn, distress, depression, hysteria, politicization
Recepción: 1 de noviembre de 2023/Aceptación: 23 de
abril de 2024
—¿Alguna novedad en su casa?
—No mucho. Solo que mi esposa estuvo algo conmovida
esta tarde. Ya sabe cómo son las mujeres: una nada las perturba, sobre todo a
mi esposa. Y haríamos mal en objetarlo, ya que su organización nerviosa es
mucho más maleable que la nuestra.
Gustave Flaubert (1886/1857,
pp. 131-132)
Su vida es vana, inútil. Y esta mujer fuerte siente
que debe haber algún lugar para ella en el mundo; debe haber algo para hacer. Y
sueña.
Eleanor Marx (1886,
p. xx)
En 1886, Eleanor “Tussy”
Marx-Aveling, la hija menor de Karl Marx, publicó la primera traducción
completa al inglés de Madame Bovary. A
pesar de sus obvias distancias, hay varios paralelismos entre las historias de
Emma Bovary y Eleanor Marx; en su introducción, Eleanor no disimulaba su empatía,
su identificación incluso, aun así para nada exenta de ambivalencias. El mismo
año publicó también “La cuestión de la mujer”, ensayo pionero del feminismo
socialista, donde por ejemplo afirmaba: “Las mujeres, a semejanza de los
obreros, se han visto privadas de sus derechos como seres humanos” (Marx y Aveling, 1886). Este texto, sin
embargo, lo firmó junto a Edward Aveling. Aunque nunca se casaron legalmente
–Aveling aducía la resistencia de su anterior esposa–, el matrimonio era real
para Eleanor: usaba su apellido, pagaba sus deudas, lo cuidaba cuando se
enfermaba (y las deudas y enfermedades abundaban). El 31 de marzo de 1898, luego
de enterarse del reciente (secreto, y de dudosa legalidad) matrimonio de
Aveling con una joven actriz, Eleanor se suicidó en su casa con una dosis de
ácido prúsico que había mandado comprar a su criada: un eco final de Emma
Bovary. Todo su dinero –la herencia de Engels– fue a Aveling y su nueva mujer.
Aveling murió unos meses más tarde.
Además de
traductora y escritora free-lance de
artículos de crítica teatral y literaria, Eleanor fue una ferviente militante
socialista y sufragista. La “cuestión de la mujer” no era su preocupación
principal, como lo aclaró en una carta abierta de noviembre de 1895: “Es el
problema de los sexos y sus bases económicas lo que propuse discutir” (Marx, 2022, p. 304). Pero Eleanor escribía
esta carta, en la que convocaba a un debate público sobre estos temas,
reaccionando de forma indirecta a un escándalo reciente: una joven de clase
alta, Edith Lanchester, había sido internada contra su voluntad en un hospital
psiquiátrico por defender el amor libre y practicarlo, para colmo, con un
militante socialista de clase trabajadora. Es decir: tanto en 1886 –con Emma–
como en 1895 –con Edith–, su implicación en estos debates coincide con la
interpelación de problemas no inmediatamente económicos: la compleja relación
de las mujeres con el amor, el matrimonio, la sexualidad y, ante todo, la
locura, la enfermedad mental, nerviosa. Entre Emma, paradigma literario de la
histérica, y Edith, injustamente internada por rebelarse contra las
instituciones patriarcales, Eleanor pudo ver de cerca modos diferentes en que
los problemas de las mujeres quedaban cifrados en términos de trastornos,
reducidos y confinados a la esfera privada del hogar y, todavía más, de la
interioridad de las mujeres: sus sentimientos trastornados, su constitución
nerviosa débil, impresionable, vulnerable. Su propio suicidio se vería
tensionado entre estos guiones.
Hay muchas,
demasiadas historias como las de Emma, Edith y Eleanor, tironeadas entre el
ámbito privado de los trastornos y las quejas por amor y el terreno público de
los problemas que reclaman una discusión y una respuesta política. El vínculo
entre las mujeres y el campo de la locura, los trastornos y los malestares ha
sido trabajado ya muy extensa y productivamente por la tradición feminista. En
este artículo, mi objetivo es revisitar estas discusiones desde una mirada
topológica, como una pregunta por el lugar propio del malestar de las mujeres:
entre problema político y trastorno psicológico, entre la esfera pública y el
espacio privado de lo más íntimo, personal e interior. Me concentro, para ello,
en el problema de la depresión, ese malestar que suele entenderse como un
diagnóstico psiquiátrico (esto es, un trastorno antes que un problema) muy
común y marcadamente feminizado, pero también mucho más reciente de lo que se
suele percibir. El argumento general que recorre este artículo, en este
sentido, es que la categoría diagnóstica de depresión opera una feminización y
una interiorización de los malestares que influyen y dejan una marca crucial en
su conformación histórica, su difusión y sus discusiones, y que a su vez
también implican una devaluación y un silenciamiento de la naturaleza política
de los malestares de las mujeres.
En el primer
apartado, para desplegar el argumento acerca de la feminización, repaso
brevemente el surgimiento y expansión de la categoría diagnóstica de depresión en
y desde los Estados Unidos en cuanto fuertemente marcada por el género, y rastreo
someramente el modo en que este proceso puede remontarse hasta por lo menos la
histeria decimonónica. En el segundo apartado, dedicado al argumento sobre la
interiorización, llevo el foco a la centralidad de las metáforas de encierro en
las discusiones sobre el malestar de las mujeres, y exploro desde esa óptica
los vínculos entre dos campos de discusión en apariencia diferentes: por un
lado, el surgimiento de la psiquiatría moderna a fines del siglo xviii y, por el otro, la conformación
de la esfera pública moderna entre los siglos xvii
y xviii, ambos en Europa. Aunque
la apuesta general del artículo es de carácter filosófico conceptual, el
argumento se construye, como lo hacen patente los dos primeros apartados, desde
una metodología interdisciplinaria marcada por un diálogo crucial con la
historia y la política. Finalmente, el tercer y último apartado regresa hacia nuestro
presente globalizado y hacia la pregunta por el lugar del malestar para explorar
ciertos puntos sensibles de los abordajes feministas contemporáneos.
En los medios, en la
literatura, en los comunicados y las campañas de concientización, uno de los
puntos más repetidos sobre la depresión es que afecta más a las mujeres que a
los varones, en una proporción aproximada de 2 a 1 (Hirshbein, 2009, p. 1; Organización Mundial de la Salud, 2023). Sin
embargo, los sentimientos negativos asociados a la depresión no siempre
tuvieron esta misma marca de género; durante buena parte de la historia, de
hecho, la expresión de esas pasiones tristes fue más bien potestad de los
hombres, bajo el signo de la melancolía, un concepto de raigambre antigua y
distinguida. Si en una historia de las ideas médicas la depresión es la
heredera de la melancolía, como la historiografía en general lo ha supuesto,[2] y si tanto la depresión como
la melancolía parecen, a primera vista, referir a un mismo dolor profundo, ¿cómo
entender este contraste, esta brecha de género?
Aunque no
será una respuesta exhaustiva, en lo que sigue rastreo algunos puntos
importantes en la historia larga y conflictiva de estas dos categorías que
permitirán avanzar hacia una comprensión de esta feminización del dolor en el
desplazamiento desde la melancolía hacia la depresión. En este relato, lo
primero que es preciso reconocer es la emergencia relativamente reciente de
esta categoría. Por muy sólida y difundida que parezca –es decir, que haya
llegado a parecer–, el malestar que hoy llamamos “depresión” es una categoría forjada
en las últimas décadas del siglo pasado. Y, por muy científicos y convincentes
que suenen, sobre todo cuando encajan tan bien con estereotipos y representaciones,
los números y las estadísticas no suelen ser mucho más que condensaciones
provisorias, herramientas (o armas) de debate; en efecto, hay tanto
explicaciones como refutaciones muy variadas para la brecha de género[3]. Más que discutir los
detalles, lo interesante de este número es desarmarlo y averiguar cómo se hizo,
cómo llegó a consolidarse y aceptarse como un dato, como parte de lo que se
entiende hoy por depresión, llevando la atención al proceso de constitución de
la categoría misma, los modos en que se la define, investiga y contabiliza, lo
que no sucede nunca en el vacío.
En American Melancholy, la psiquiatra e
historiadora Laura Hirshbein reconstruyó la historia de la constitución y el
ascenso de la categoría diagnóstica de depresión a lo largo del siglo xx, en particular al calor de las transformaciones
en el discurso psiquiátrico estadounidense en la segunda mitad del siglo. En
cuanto al carácter feminizado de la depresión, Hirshbein argumentó que se forjó
a través de un proceso circular:
se creía que
las mujeres se deprimían más que los hombres, por lo que se las incluía en más
ensayos clínicos que a los hombres, y luego su mayor presencia en los ensayos
clínicos parecía confirmar que se deprimían más. (Hirshbein, 2009, p. 90
)
Los dispositivos fundamentales
de producción de verdad en la nueva psiquiatría científica –los ensayos
clínicos, las escalas y cuestionarios– implican contar “los síntomas de las
mujeres como síntomas de depresión” (Hirshbein, 2009, p. 92), de modo que la
pregunta por la brecha de género, desde este punto de vista, se muerde la cola:
si hay más mujeres que hombres con depresión es porque, en un primer lugar, la
categoría se amoldó a ellas, porque “la categoría de depresión ha sido
construida de modo tal que las mujeres encajan en ella mejor que los hombres” (Bell, 2014, p. 77). Así, la estadística dice
más sobre la depresión que sobre las mujeres o los hombres, más sobre la
historia de su definición que sobre la experiencia afectiva del malestar o las
personas que lo sienten. Si en las últimas décadas del siglo xx la depresión se revela como “una
enfermedad de la interioridad emocional de las mujeres” (Hirshbein, 2009, p. 124), firmemente arraigada en temas
típicamente femeninos como la importancia de los sentimientos y la centralidad
de las relaciones íntimas para la propia identidad y bienestar, esto es en
buena medida porque, en un giro que recuerda a la ironía nietzscheana sobre la
verdad detrás del arbusto, antes se la escondió ahí (Nietzsche, 2018, p. 57). Esto implica también que, por más que la
depresión cimente y difunda la feminización de los afectos negativos a una
escala tal vez sin precedentes, la feminización no es obra exclusiva de la
nueva psiquiatría biológica o de la maquinaria de la industria farmacéutica,
sino que forma parte de un proceso más antiguo.
Para
remontarnos entonces en busca de la asociación entre el malestar y las mujeres,
puede ser útil, en este punto, dar un breve rodeo por la feminización previa de
la ansiedad. En efecto, durante los años de la segunda posguerra el auge de la categoría
de ansiedad podría entenderse como una suerte de bisagra en el camino hacia la
depresión, en distintos sentidos. Por un lado, la distinción
entre la ansiedad y la depresión, que forma parte de los supuestos
estructurales de la psiquiatría actual –si bien la categorización independiente
no excluye la comorbilidad–, es bastante reciente; durante el grueso de su
historia habían estado estrechamente imbricadas en los humores negros de la
melancolía, entendida desde Hipócrates como un exceso de “miedo o tristeza”.
Este es, en otras palabras, otro punto de divergencia entre la melancolía
antigua y la depresión contemporánea. Por otro lado, la ansiedad también fue de
una enorme utilidad en el proceso de configuración de una nueva psiquiatría
biológica fuertemente apoyada en la psicofarmacología: los primeros fármacos
psiquiátricos en alcanzar popularidad y éxito comercial fueron los
ansiolíticos, como Miltown y Valium, bastante antes que los antidepresivos (Harrington,
2020, pp. 102-106; Metzl, 2003). Este proceso implicó un repudio explícito del
psicoanálisis, de la tradición freudiana de la melancolía y en principio
también de sus representaciones de género. Pero, como analizó Jonathan Meztl en
Prozac on the Couch (2003), esta nueva
psiquiatría científica tradujo y rearticuló de forma subrepticia las mismas
representaciones de género del paradigma psicoanalítico del que pretendía
abjurar. La ansiedad tenía sus limitaciones en este sentido, lo que probablemente
haya contribuido a que, durante las décadas de 1960 y 1970, la ansiedad fuera
perdiendo terreno frente a la depresión, hasta que finalmente, con la llegada
de una nueva generación de antidepresivos supuestamente más específicos (la del
Prozac), los ansiolíticos perdieran su posición dominante en el mercado (Greenberg,
2010, cap. 12).
En el contexto tenso de esos enfrentamientos y negociaciones, la ansiedad
era un concepto mucho más cargado de ese pasado psicoanalítico del que la nueva
psiquiatría científica quería divorciarse (Hirshbein,
2009, p. 54; Horwitz, 2010). La depresión, en cambio, precisamente
porque era un concepto desconectado de la tradición melancólica, ya fuera
hipocrática, renacentista o freudiana, parecía el terreno virgen que se buscaba
para fundar de cero, sobre bases ahora sólidas, una nueva ciencia psiquiátrica.
Con todo, el
rodeo por la ansiedad arroja indicios interesantes. Cuando tomó su lugar, de
cierto modo, la depresión retomó ciertos rasgos de la ansiedad, emparentándose
con ella de un modo distinto al que había ligado el miedo y la tristeza en la
melancolía hipocrática antigua. Para empezar, el desarrollo y la
comercialización de antidepresivos parece haber seguido la lección lucrativa de
los ansiolíticos de apuntar a las mujeres como el principal mercado. Pero,
además, puesto que la categoría actual de ansiedad es en buena medida una
encarnación moderna de las neurosis, la neurastenia y las afecciones
nerviosas que habían ido ganando importancia durante el siglo xix, representa en ese sentido un
puente que permite rastrear la historia de la feminización del malestar todavía
un poco más atrás en el tiempo,
hasta el
ascenso de la histeria, ese mal inestable, intrigante y casi siempre femenino
con el que abrí este artículo. El rodeo, entonces, desemboca en un segundo hito
del relato.
Como ya
observé, para que la categoría de depresión pudiera cimentarla en las últimas
décadas del siglo xx, pero
también para que la categoría de ansiedad pudiera explotarla en los albores de
aquella nueva psiquiatría biológica, la feminización de los malestares
antiguamente comprendidos dentro de la categoría de melancolía debía estar ya
en marcha desde antes. Según Jennifer Radden, en efecto, es en el siglo xix que se produce con claridad el
“quiebre profundo” entre “una melancolía humana, redentora, ambigua (y
masculina)” y esa aflicción “aberrante, estéril, muda (y femenina)” (2000, p. 48) que luego se llamaría depresión.
Esto resuena grosso modo con otras
dos periodizaciones influyentes, más ambiciosas y no exentas de debates. En el
primer volumen de la Historia de la
sexualidad, Michel Foucault había ubicado un poco antes, a fines del siglo xviii, el comienzo de la “histerización
del cuerpo de la mujer: triple proceso según el cual el cuerpo de la mujer fue
analizado –cualificado y descualificado– como cuerpo íntegramente saturado de
sexualidad” (2008, p. 100)[4].
En The Female Malady, Elaine Showalter
situaba hacia 1850 el punto de quiebre en la feminización de la locura, tomando
como referencia los asilos (1987, p. 52)[5]. Más
allá de los debates, la confluencia parece sugerir que por entonces se estaban
produciendo negociaciones importantes en torno al género, la locura y el
malestar.
La histeria
misma era por entonces el foco de reconfiguraciones y desplazamientos. Fue
también en el siglo xix cuando,
con los avances de la anatomía, finalmente se descartó la teoría del “útero
errante” que se utilizaba desde el pensamiento médico antiguo para definirla y
explicarla (la palabra misma proviene del término griego para “útero”). Pero
los postulados de una diferencia constitucional entre varones y mujeres no
murieron con ella. Por más que, al desligarse del útero, la histeria ahora
podía afectar en principio también a varones, ellos ya tenían disponible la
categoría de melancolía (en su versión hipocondríaca, puntualmente, guarda un
parecido notable con la histeria)[6]. Así, cuando la histeria
se desplaza desde el pensamiento médico hacia los gérmenes del psicoanálisis,
desde el útero a la mente, el postulado sexista de una “imperfección
fundamental de la mujer” se mantiene, solo que ahora sustentado, como resumieron
Barbara Ehrenreich y Deirdre English, “sobre todo por la psiquiatría, mucho más
que por la ginecología” (1988, p. 79).
En el siglo xix, entonces, la histeria era una
enfermedad en ascenso, identificada fuertemente con las mujeres tanto en el
nivel de los síntomas (que, aunque con una variabilidad enorme, solían poner el
foco en una sexualidad desordenada) como en el de las causas (Smith-Rosenberg, 1972, p. 669), y
crecientemente emplazada en el terreno de lo nervioso, emocional o psicológico,
ya no en el organismo humoral. Con la histeria, la antigua locura melancólica se
convierte en parte y de a poco en enfermedad nerviosa y, en el proceso,
adquiere también en sentidos y contextos importantes un rostro de mujer. Esta
feminización resulta crucial en la ruptura de las antiguas conexiones entre la
melancolía y sus aspectos glamorosos y ennoblecedores. Para Radden, es cuando
el malestar se feminiza (“y presumiblemente porque” el malestar se feminiza)
que sus compensaciones anteriores quedan “silenciadas, incluso eclipsadas”
(2009, p. 18). Para Bell, la causalidad funciona en la dirección contraria: la
desconexión entre melancolía y genio es lo que permite la feminización de la
melancolía y más tarde la depresión (Bell, 2014, p. 95): en su lectura las
nociones generizadas no son la melancolía o la depresión, sino más bien los
“conceptos vecinos” del genio para la melancolía masculina o –agrego– de la
histeria, la inestabilidad emocional y la debilidad nerviosa para la futura
depresión femenina. En cualquier caso, ambos perciben un vínculo estrecho entre
la feminización y la devaluación de la melancolía.
En este
punto, y para dar lugar a la argumentación del siguiente apartado, quisiera
argumentar que el vínculo trabaja en parte a través de la interiorización: al
confinar sus problemas al ámbito privado del amor, la locura y el hospital, se
silencia y descalifica a las mujeres que los
plantearon. La operación es topológica: “confinar” es un verbo de espacio. Es
por esto que la histeria ha sido, por lo demás, tan útil para menospreciar y
acallar los malestares y protestas de las mujeres, por lo que la historia de la
histeria se entreteje íntimamente no solo con la historia de las mujeres, sino
también con la historia del propio feminismo. Showalter señaló que, hacia fines
del siglo xix, no solo se abrían
nuevas oportunidades y nuevos espacios para las mujeres: al mismo tiempo, “los
médicos les advertían que ir en busca de esas oportunidades las conduciría a la
enfermedad” (1987, p. 121). En contextos
de transformación de esos roles y modelos, “la histeria puede haber servido
como una opción o táctica, para mujeres de otro modo incapaces de responder a
estos cambios, una oportunidad para redefinir o reestructurar su lugar dentro
de la familia” (Smith-Rosenberg, 1972, p. 659),
en el mejor de los casos (en el peor, el derrumbe psíquico puede haber sido más
bien una forma de escape trágico a una situación imposible). En este guion, la
histeria constituye un repertorio disponible para responder a una situación
opresiva y asfixiante, permite a las mujeres “expresar –la mayor parte de las
veces de forma inconsciente– una insatisfacción con un aspecto o varios de sus
vidas” (Smith-Rosenberg, 1972, p. 672),
aun si la mayor parte de las veces, también, ese mismo mensaje sea desestimado
como mero síntoma de una enfermedad, de una debilidad constitutiva. Ahora bien,
incluso como impugnación del orden social, la histeria aun así toma su forma de
las representaciones y espacios disponibles a las mujeres; por esto, como
concluye Smith-Rosenberg, “la histérica puede ser vista al mismo tiempo como
producto y denuncia de su cultura” (1972, p.
678). Si el drama de la histérica es su encierro en el terreno de lo
doméstico, lo íntimo y lo emocional, la siguiente pregunta es cómo llegó a
constituirse ese espacio.
Las metáforas de
encierro son ubicuas en la literatura sobre el malestar y la locura de las
mujeres, desde el útero como “animal enjaulado” hasta las amas de casa de
Bettty Friedan (2016) o la “loca del
desván” del conocido estudio de Sandra Gilbert y Susan Gubar (1998). El encierro, y el consiguiente
silenciamiento, ocupa un lugar central también en las discusiones feministas en
torno al problema más amplio del lugar propio de las mujeres en la sociedad. En
este segundo apartado, me ocuparé entonces de explorar los vínculos entre dos
terrenos de debate en principio o en apariencia diferentes: por un lado, las
transformaciones generales que tuvieron lugar en Europa a fines del siglo xviii en la comprensión y el
tratamiento de la locura y, por el otro, la conformación, entre los siglos xvii y xviii, de la esfera pública moderna como contrapuesta al
ámbito privado, sostenida en una idea de la razón como contrapuesta a los
sentimientos. Ambos son terrenos extremadamente amplios y polémicos, y los dos
estuvieron nutridos en particular por un cruce tan rico como controvertido
entre la filosofía y la historia: el primer caso, la obra paradigmática es la Historia de la locura en la época clásica,
de Michel Foucault, publicada en 1961 (2015); en el segundo, el
libro de Jürgen Habermas sobre la transformación estructural de la esfera
pública, de 1962 (1981)[7].
Por
supuesto, la partición del mundo moderno entre lo público y lo privado no nace
para reivindicar el encierro, sino enarbolando la libertad: la libertad del
pueblo frente a la monarquía y la aristocracia, la libertad del pensamiento
frente a la religión y los dogmatismos, la libertad del discurso frente a las
opresiones y tiranías. Y la libertad, también, de los locos: su libertad de las
cadenas y los castigos, pero no su libertad del asilo, ni su libertad de la
mirada psiquiátrica naciente. En este punto, puesto que un abordaje sistemático
de la literatura de los dos campos de discusión citados excedería los confines
del presente artículo, mi argumento se apoya en dos pinturas decimonónicas, muy
conocidas, donde pueden verse de forma paradigmática y poderosa estas dinámicas
de la libertad, el encierro y el género en la constitución del mundo moderno.
En el primero de estos cuadros, La
libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix, de 1830, la libertad es la
del “pueblo” (su contexto inmediato es la Revolución parisina de julio de 1830,
un alzamiento contra, entre otras cosas, restricciones de la monarquía a la
libertad de prensa); el segundo, Philippe
Pinel en la Salpêtrière, liberando a los locos de sus cadenas, pintado por
Tony Robert-Fleury en 1876, trata de la libertad en los asilos. Aunque en ambos
la figura central es una mujer a medio desvestir, son mujeres diametralmente
opuestas: la primera es una alegoría de la libertad, mientras que la segunda
representa la locura. Y ninguno de los dos parece ser consciente del problema
de género que plantean, aunque lo plantean por cierto con mucha fuerza. En el
famoso cuadro de Delacroix, la única figura femenina es la alegoría de la
libertad; en el “pueblo”, parece, solo hay varones (y un niño). En la obra de Robert-Fleury,
todos los médicos son hombres, y todos los “locos” (el masculino genérico
figura también en el título francés: les
alienés) son mujeres. En las nuevas sociedades modernas, tal como las
pintan estos cuadros, las mujeres tienen lugar solo o bien idealizadas, o bien bajo
la tutela atenta, lo que es decir encerradas –sin cadenas, eso sí–, de los
psiquiatras.
Tanto en el
nacimiento de la esfera pública como en el nacimiento de la psiquiatría, esto
es, la libertad y la razón funcionan también como herramientas retóricas que
disimulan, justifican y sostienen la exclusión de las mujeres de la esfera
pública, su encierro figurado o literal. Como señaló Joan B. Landes criticando
el guion habermasiano, la alineación del discurso masculino con lo objetivo y racional
fue “el disfraz con que lo particular (masculino) pudo ubicarse detrás del velo
de lo universal” (1995, p. 98). A su vez, el mensaje principal de la escena de
Pinel liberando a los locos es que la psiquiatría moderna se afianza en la
razón, ya no en la fuerza. Según Andrew Scull (1983),
el surgimiento del “tratamiento moral” y la posterior consolidación de la
psiquiatría moderna como disciplina científica y como profesión médica puede
pensarse en términos de un desplazamiento de un sentido a otro de la palabra
“domesticación”: se pasa de una comprensión de la locura como animalidad que
debe someterse a la fuerza (una imagen sí asociada a lo masculino, lo rabioso y
la violencia) a una comprensión de la enfermedad mental más humanizada (que
reconocía al loco como un sujeto moral y racional más cercano al niño que a la
bestia) pero también más atada a lo doméstico en el sentido de la esfera
privada y familiar, y por lo tanto también más feminizada. El pasaje de uno a
otro sentido puede entenderse, argumentó Scull, como una “internalización del
control” (1983, p. 246): el disciplinamiento ya no tiene lugar por medio de la
fuerza externa, sino que se apela a la razón, la sensibilidad y la
responsabilidad de les pacientes, que –según los principios generales del
tratamiento moral– pueden desarrollarse mejor con un trato y en un entorno
apropiado, diseñado a imagen y semejanza del hogar burgués.
En este
proceso, la razón sirve simultáneamente para desestimar los viejos abordajes de
la locura (Scull, 1983, p. 245), para dar credibilidad y autoridad a la
psiquiatría naciente y también, por último, para radicar en el interior del
sujeto tanto el problema como la solución. Paradójicamente, el carácter social
de la locura era más evidente en el paradigma de la animalidad: alguien con el
comportamiento de una bestia salvaje era incompatible con la vida en sociedad,
de modo que lo que justificaba las cadenas era ante todo el mantenimiento del
lazo social, una cuestión social y política antes que médica. En cambio, con el
tratamiento moral y la posterior consolidación de la psiquiatría científica
moderna, el problema se medicaliza: se lo ubica adentro de la persona, y se
asigna a un grupo de profesionales una jurisdicción exclusiva sobre esa clase
de personas (Scull, 1975). En el pasaje
de la locura a la enfermedad mental, los problemas quedan bajo el control
monopólico de la psiquiatría, que opera reclutando la interioridad de las
personas que están bajo su tutela. “La locura domesticada (en mi segundo
sentido) era una locura domada, de forma mucho más efectiva de lo que el siglo xviii siquiera podría haber imaginado”,
concluía Scull (1983, p. 248). Los locos se habrán librado de las cadenas, pero
no ganaron libertad: bajo la coartada de la racionalidad, su exclusión de la
esfera pública se consuma de forma mucho más sutil y persuasiva. En su encierro
doméstico, la locura se vuelve dócil; se vuelve mujer.
Estoy
empleando la idea de una interiorización del malestar, en términos generales,
para referirme a una creciente reclusión en lo privado, pero es preciso
observar que, si bien esto tiene la ventaja de reconducirnos a la tensión entre
la esfera pública y el entorno privado, también es –y por el mismo motivo– una
formulación poco precisa: como advirtió Nancy Fraser en su aporte a la
discusión sobre la tesis habermasiana, la definición de los términos “público”
y “privado” en virtud de su mutua oposición confunde los distintos sentidos de
cada uno (1990). En rigor, entonces, la “interiorización” del malestar remite
más bien a una constelación de sentidos diferentes pero emparentados y, sobre
todo, yuxtapuestos en ciertos usos retóricos, de un modo que terminan
entrelazándose, reforzándose e informándose entre sí. En primer lugar, es un
modo de señalar que los problemas se vuelven trastornos al radicarse adentro
del individuo (de su cerebro o de su psique, por el momento es indistinto), tal
como se percibe con mucha claridad en el fragmento de Madame Bovary que tomé de epígrafe (“su organización nerviosa es
mucho más maleable que la nuestra”), y forma parte explícitamente de la
definición de “trastorno mental” que maneja la psiquiatría contemporánea (American Psychiatric Association, 2014, p. 20).
En segundo lugar, la interiorización remite también a la reclusión en el ámbito
doméstico: en el hogar familiar, en principio, y en instituciones que nacieron
buscando declaradamente imitarlo, como el asilo decimonónico. Ahí, claro, sus
compañeras de encierro son las mujeres y sus emociones, lo que a su vez
profundiza su mutua identificación (lo que también se aprecia en el pasaje de Madame Bovary). Como se han ocupado de
denunciar las feministas, el sentido principal de este encierro de las mujeres y
las emociones en el ámbito doméstico es su exclusión del espacio político, de
un modo que refrenda y perpetúa su subordinación. En tercer y último lugar
–pero tal vez como corolario y refuerzo de lo anterior–, la interiorización del
malestar nombra también el proceso por el cual la profesión psiquiátrica logró
hacerse no solo de un control monopólico del heterogéneo terreno que antes se
llamaba la locura, sino también de un estatus de autonomía profesional en el
ejercicio de ese monopolio, lo que Scull llamó el derecho a desestimar por
principio toda crítica externa a la profesión (1975, pp. 218-219). Así, a
través de una “retórica de lo privado históricamente utilizada para restringir
el universo de la contestación pública legítima” (Fraser, 1990, p. 73), todo un conjunto de problemas queda excluido
del debate político sobre lo común.
Fraser
distinguió dos tipos de retórica de lo privado: una retórica de lo privado
familiar y una retórica de lo privado económico. En la historia de la locura y
la enfermedad mental ambos tipos están en obra. Aquí quisiera proponer un
tercero: una retórica de lo privado médico, que obedece también al mismo
objetivo de “emplazar ciertos asuntos en campos especializados de discusión
para blindarlos del debate público general” (Fraser, 1990, p. 73). En sus tres
sentidos, la interiorización del malestar contribuye a la exclusión de las
mujeres –y sus sentimientos– de la arena del debate público, donde se definen y
discuten aquellos problemas que conciernen a todes. Sin embargo, en materia de
política “no hay ninguna línea de demarcación dada a priori o por naturaleza”, como remarcó Fraser (1990, p. 71). La
prerrogativa que se arroga la psiquiatría no tiene un fundamento sólido, porque
la ciencia no puede definir por sí sola qué constituye un problema o un
trastorno.
Para cerrar
este apartado, quisiera agregar que la exclusión política de las mujeres y sus
sentimientos no solo es epistemológica y socialmente injusta, sino que tampoco
erradica ningún malestar. La historia de la psiquiatría moderna está puntuada
de “epidemias”, la mayoría de las veces femeninas: epidemias de histeria, de
neurastenia, de ansiedad, de personalidades múltiples, de depresión. Como
parecía intuir Eleanor en su introducción a Madame
Bovary, quizás el encierro tenga parte de la culpa (“Su vida es vana,
inútil”; 1886, p. xx). “Privadas de todo ámbito de acción significativo […],
las mujeres dependen más y más de sus vidas interiores, se vuelven más
propensas a la depresión”, escribió Showalter (1987, p. 64). Quizás, en un
círculo vicioso, la exclusión, perpetrada y perpetuada por medio del malestar
como excusa, alimente a su vez el malestar y la exclusión: el dispositivo
resulta así perturbadoramente autosustentable. Pero no infalible.
En 1980, el mismo año en
que se editaba el DSM-III, el manual
que consagraría a la nueva psiquiatría científica y su comprensión de la
depresión, Carole Pateman publicó el ensayo que luego daría el título a su
libro, El desorden de las mujeres. En
los dos textos, tan distintos, la palabra inglesa es la misma: disorder. Aunque Pateman la toma de una
traducción de Rousseau, no deja de escuchar la polisemia, porque enseguida
apunta los dos sentidos y los pone en relación: “las mujeres padecen un
trastorno [disorder] en el centro
mismo de su ser –su moralidad– que puede provocar la destrucción del Estado” (2018,
p. 35). El
“desorden de las mujeres” que, según Rousseau, es el culpable de la ruina de
todos los pueblos, ese vicio que “engendra” todos los demás, no es sino el
trastorno (supuestamente interno, endógeno) de su vida moral y afectiva. El
desorden de las mujeres son sus pasiones. En cierto modo, la historia del
feminismo le da la razón a Rousseau: los sentimientos de las mujeres han hecho
mucho por desordenar y trastornar el orden establecido.
En este
último apartado me interesa explorar, con un espíritu dilemático y abierto,
ciertos puntos sensibles de los abordajes feministas del malestar en el
contexto contemporáneo. En The Female
Malady, publicado en 1985, Showalter vaticinaba que la próxima e incipiente
revolución de la psiquiatría sería feminista (1987, p. 20), pero la revolución
que efectivamente tuvo lugar en la psiquiatría no fue feminista, sino científica
y biológica. El DSM-III no aparece ni
una vez en The Female Malady, aunque para
entonces ya llevaba cinco años circulando. Al mismo
tiempo, como observó Jeanne Marecek, la depresión de las mujeres –que por lo
demás es, como vimos, la depresión paradigmática, el molde de la categoría
misma– solo “se convirtió en objeto de la curiosidad científica porque un grupo
pionero de psicólogas feministas se negó a aceptar como normativa la
infelicidad de las mujeres” (2006, p. 301). No es casual que la categoría
feminizada de depresión tomara forma en los Estados Unidos precisamente después
de la segunda ola feminista. Aunque no surge del movimiento de mujeres, no deja
de ser un intento de responder o reaccionar al célebre pedido de Betty Friedan:
el malestar necesitaba un nombre.
La depresión
es, hoy en día, el malestar que ya tiene nombre, pero esto no necesariamente es
un logro. En 1984, bell hooks dirigió una afilada e influyente crítica al libro
de Friedan y, por extensión, a gran parte de los feminismos de segunda ola:
El feminismo en los Estados Unidos no ha brotado nunca de las mujeres
que son las principales víctimas de la opresión sexista […]. La mística de la feminidad, de Betty
Friedan, aún recibe elogios por haber allanado el camino del movimiento
feminista contemporáneo, si bien fue escrito como si esas mujeres no
existieran. […] Ella convirtió su
problema, y el problema de las mujeres blancas como ella, en un sinónimo de una
situación que afectaba a todas las mujeres. Al hacer esto, desvió la
atención de su clasismo, de su racismo, de sus actitudes sexistas hacia las
masas de mujeres estadounidenses. (2020, pp. 27-28, énfasis añadido)
La argumentación de
hooks es potente y muy necesaria. Denuncia los puntos ciegos de Friedan, sus
insensibilidades y sus prejuicios (Friedan fue también, recordémoslo,
abiertamente lesbofóbica): gran parte de las mujeres negras y pobres ya estaban
en el mercado laboral hacía rato, y el encierro doméstico era un drama solo
para las mujeres blancas, casadas, de clase media y alta, una flagrante minoría.
Con esta crítica, sin embargo, hooks también mostró, tempranamente, que no
alcanza con nombrar el dolor. No alcanza, por un lado, porque los nombres
pueden ser falsos, es decir, generalizaciones apuradas, injustas, que aplanen
las diferencias y los matices. Por otro lado, no alcanza porque los nombres se
cooptan con demasiada facilidad, sobre todo si no hay detrás un trabajo que
encuadre sus sentidos en una comprensión estructural de la opresión: “Nombrar
o exponer el dolor en un contexto en que esto no está vinculado a estrategias
de resistencia y transformación creó para muchas mujeres las condiciones para
un extrañamiento, una alienación, un aislamiento todavía más grande” (hooks,
2014, p. 32).
Esas condiciones, agregaba, son de hecho las que aprovechan discursos que se
nutren del dolor (2014, p. 33).
Hoy, sin
embargo, el nombre de “depresión” y el vocabulario de la psiquiatría y la
cultura terapéutica ya no son ajenos a las mujeres negras. Esto se debe en
parte a los esfuerzos de la propia hooks, que defendía abiertamente la
importancia de prestar atención a estos temas e incluso incursionó ella misma
en el género de la autoayuda, con Sisters
of the Yam, de 1993. En 1998, Meri Nana-Ama Danquah fue la primera mujer
negra en publicar una memoria de la depresión, que se abría en efecto con sus
reflexiones sobre las dificultades de las mujeres negras por apropiarse de este
idioma: “La depresión clínica simplemente no existía en el ámbito de mis
posibilidades o, para el caso, en el ámbito de posibilidades de cualquiera de
las mujeres negras de mi mundo” (1998, pp. 18-19). Danquah reclamó el acceso al
nombre “depresión”, en parte porque veía claro que el costo de deprimirse sin
poder hacer uso del vocabulario es la invisibilidad de su malestar. En 2017,
poco después de ser diagnosticada con depresión, Elyse Fox fundó un espacio en
Instagram, Sad Girls Club, porque,
como explicó en una entrevista: “Creo que en salud mental hay una dinámica
diferente para las mujeres de color […]. A mí me tacharon de mujer negra
enojada cuando no era el caso. Yo solo tenía un desequilibrio químico en el
cerebro” (Ross, 2017).
Hay una
distancia evidente entre el espíritu de los sesenta, o el tono de hooks y las
feministas negras que denunciaron justamente el estereotipo de la mujer negra
enojada sin dejar de reivindicar la potencia y los “usos de la ira” (Lorde,
2003), y ciertos consensos de los feminismos contemporáneos, mucho menos
reticentes a adoptar el vocabulario dominante de los discursos terapéuticos.
Pero el contraste no debería borrar los hilos más complejos que entretejen a
los feminismos y los discursos terapéuticos desde hace décadas. En
efecto, los
discursos terapéuticos neoliberales (entre los que se cuentan la nueva
psiquiatría biológica y la muy diversa industria de la autoayuda) aparecen con
fuerza en la década del ochenta, montados en cierto sentido a la ola de los
movimientos feministas y contraculturales, contribuyendo a su masificación pero
también transfigurándolos profundamente en el proceso. Se ha escrito mucho
sobre el modo en que el neoliberalismo aprovechó, resignificando, muchas de las
ideas de la contracultura norteamericana de los sesenta (Boltanski y Chiapello,
2002; Fraser, 2009), y una sospecha muy similar se ha planteado para la
relación entre los feminismos y los discursos terapéuticos, que Illouz
describió como “aliados culturales” (2010, p. 140).
Para Fraser, la “incorporación selectiva” (2009, p. 89) del feminismo por
parte del neoliberalismo ha producido una despolitización del movimiento. No es
difícil trasponer el argumento al contexto de los discursos terapéuticos:
cuando alguna forma de terapia es nuestra primera respuesta a situaciones
difíciles, cuando incluso en entornos feministas tenemos en la punta de la
lengua la palabra “depresión” para ponerle nombre al malestar, los problemas se
revierten al interior de la persona, miramos primero adentro en vez de afuera (Happonen,
2017). Al
confinar el problema y la solución al espacio privado, interior, y por tanto a
las jurisdicciones profesionales de las disciplinas psi, no solo se
invisibilizan las conexiones del malestar con las presiones externas que lo
forman, sino que también todas las respuestas al malestar, todas las nuevas
presiones que podrían surgir para resistirlo, se reenvían hacia adentro, al
trabajo de moldearse a una misma. Desde este punto de vista, el acercamiento de los feminismos
a los discursos terapéuticos representa “un retroceso en la consigna feminista
de la segunda ola ‘lo personal es político’ hacia una concepción en que ‘lo
político es personal’” (Castillo Parada, 2019, p. 406). Estas
críticas tienen mucho de cierto, pero también son insuficientes: suele perderse de vista
que estos discursos responden a una necesidad, una demanda, cumplen una función
en el mundo contemporáneo. La categoría de depresión ofrece un reconocimiento
del malestar en que muchas mujeres, y muchas feministas, se sintieron
reflejadas (Hirshbein, 2009, p. 108). Como observó Ussher, “las feministas que
rechazan toda medicalización deben enfrentarse al dilema de que, en un nivel
individual, diagnósticos como el de depresión pueden darles a las mujeres una
validación de que hay un problema ‘real’” (2011, p. 104). La gran pregunta tal
vez sea, en cambio, por qué hoy en día parece que, para reconocer la realidad e
importancia de nuestros malestares, la única alternativa disponible es la
etiqueta médica.
Ponerle nombre a un malestar es hacerlo público porque los nombres son
públicos, lo que implica, también, que hacer público un malestar es abrirlo a
la discusión, a las disputas que son la materia misma de la que lo público está
hecho. Esto vale incluso si ese nombre es un diagnóstico, con todo el peso
privatizante de este juego de lenguaje que aspira al control monopólico de la
psiquiatría como institución autorizada: el carácter público y político del
lenguaje es irreductible. Convertir
un malestar en un problema público y común es también exponerlo a la mirada,
las objeciones, los usos de otras personas, lo cual es fuente de ambivalencias:
de ahí surgen tanto las tergiversaciones de los discursos terapéuticos como
también la ampliación de las bases de los feminismos, tanto las categorías
biomédicas como las discusiones que radicalizan y enriquecen la politización
feminista del malestar personal. Y en muchos casos estas derivas no se dejan
disociar con facilidad o nitidez.
Para avanzar
en estas discusiones, hace falta complejizar la perspectiva topológica que sirve
de guía a este trabajo. Esto es, al fin y al cabo, lo que está en juego en las
tensiones entre la politización de los malestares y la psicologización de los
conflictos: cómo se entiende y se traza la frontera entre lo público y lo
privado, entre el problema y el trastorno. Ya desde la crítica más concreta de
hooks al problema sin nombre de Friedan se hacía manifiesto que el problema de
lo privado y lo público no se deja abordar bien con dicotomías simples, como el
encierro o la libertad, lo doméstico o lo político: el hecho de que las mujeres
negras ya estuvieran fuera de la casa no significaba que formaran parte de la
esfera pública. Es preciso afinar la mirada más allá de la antinomia: las
fronteras entre estos territorios, si es que siquiera existen como tales, no
son líneas claras, estables ni impermeables. La insistencia de la metáfora del
encierro no debe impedirnos reconocer que, en verdad, el encierro nunca fue
total, porque la partición de los lugares en dos grandes ámbitos nunca fue tan
prolija y ordenada: las mujeres estuvieron “afuera” ya desde el principio,
participando incluso antes de que su participación fuera reconocida
oficialmente.[8]
The Female Complaint, de Lauren Berlant, se abría con la observación provocadora
de que “todo el mundo sabe” de qué se quejan las mujeres: la queja femenina es
por el amor (2008, p. 1). Este es el cliché de la feminidad que mantiene a las
mujeres en “su” lugar: la casa, las emociones, los vínculos íntimos, la
angustia y la depresión (porque el otro punto implícito que todo el mundo sabe es que las mujeres se quejan; la narrativa de la feminidad
se define, según Berlant, por el amor y por la angustia). Lo de las mujeres es
el amor, no la justicia; lo moral, no lo político. Pero el amor y la justicia,
lo moral y lo político no pueden separarse tan prolijamente, y sospecho que eso
es parte de lo que inquieta e imanta en historias como las de Eleanor Marx. En
ese libro, parte de su “trilogía de la sentimentalidad nacional” sobre el
surgimiento de la esfera pública
estadounidense como un espacio afectivo,
Berlant describió la cultura femenina de masas como el primer “público íntimo”
masivo de los Estados Unidos (2008). Un público íntimo es una “escena
porosa y afectiva de identificación entre extrañes que promete una cierta
experiencia de pertenencia y que provee una mezcla de consuelo, validación,
disciplina y discusión acerca de cómo vivir en cuanto x”; es un espacio
“yuxtapolítico” que “prospera en las
cercanías de lo político y que a veces se cruza en una alianza política, y
otras, más raras, incluso hace algo de política”. El feminismo es a esta
cultura femenina una suerte de “vecino chusma” (Berlant, 2008, p. x), atento a
las negociaciones afectivas que tienen lugar en el público íntimo de la cultura
femenina, pero sin admitirlo, o incluso negando todo vínculo con esos géneros
menores, comerciales, cursis.
La
insistencia de Berlant en lo yuxtapolítico tiene que ver con su negativa a
pensar estas formas de lo público en términos de fracasos o defectos de la
política, y me parece una buena máxima para explorar las derivas acusadas de
despolitizadoras dentro de los feminismos. Rechazar la identificación con lo
privado sin desordenar de plano las alternativas es una falsa solución:
respetar el guion establecido –tanto por la positiva, solicitando el ingreso,
como por la negativa, denunciando la exclusión– es también refrendarlo,
suscribir una definición sesgada de lo público. Esto vale también para las
críticas de la psicologización de la política, para la idea de que plantear
discusiones políticas en lenguajes afectivos o terapéuticos es por definición
despolitizante. Aunque estas advertencias tienen mucho de acertado, en cierto
punto idealizan “lo político” como un espacio puro, que debemos mantener
incontaminado, y refrendan así un ordenamiento sesgado y contingente de lo
común. Pero, como recuerda el cliché de la feminidad, y como han denunciado las
feministas, nuestras vidas políticas y morales no están separadas: la
separación entre política y moral, público y privado, racional y afectivo, es
en sí misma una cuestión política. En este sentido, hay un punto importante
implícito en la alarma sobre los riesgos de la masificación y el devenir mainstream de los feminismos: la
evidencia de que, hoy en día al menos, o más que antes, la esfera pública no
excluye elementos que solían asociarse a lo privado sino que, por el contrario,
los incluye y los pone a funcionar de otro modo en el mercado, en la cultura de
masas, en los discursos terapéuticos, en entornos políticos e institucionales.
“Hoy, cuando lo afectivo-pasional-emocional se vuelve público, resulta
imperioso no conformarse con criticar una tradición que ha fijado la
emocionalidad a lo privado y los grupos excluidos”, señaló Daniela Losiggio (2020,
p. 144). En el caso de la depresión y la salud mental, estos procesos se
encarnan, por ejemplo, en campañas de concientización –respaldadas por
organismos o instituciones de salud o por la industria farmacéutica, o por
ambas–, en abordajes centrados en el consumo y el mercado –desde fármacos hasta
libros de autoayuda–, en la inflación general del interés por la temática. En
varios de esos contextos parece estar en alza un guion especialmente atractivo,
que en parte deriva su fuerza precisamente de sus resonancias rebeldes: es hora
de sacar del closet a la depresión, a
los problemas de salud mental en general. #HablemosdeSaludMental. Por supuesto,
esto tiene mucho de positivo, incluso de liberador, pero es importante hilar
más fino. Es primordial que nos preguntemos qué es lo que se hace público cuando
hacemos pública una depresión, y sobre todo en qué sentido de lo público se
hace público, no para restaurar el orden en una partición binaria y
tranquilizadora del terreno, sino para poder reconocer los puntos de contacto y
de transgresión. Estos pueden ser lugares riesgosos, es cierto, en los que
habrá que tener cuidado y prestar atención; pero es posible que también sean
precisamente donde pueda darse algún cambio en los modos de ordenar el mundo.
A lo largo
de este artículo, estuve planteando el problema topológico en términos de la
distinción –y la decisión– entre problemas y trastornos. En varios de los
textos visitados, la palabra inglesa complaint
desestabiliza ya disimuladamente esa distinción, aun si no siempre lo
percibimos y aunque en la traducción su polisemia se disipe. La palabra
aparece, por ejemplo, en el panfleto clásico de Ehrenreich y English, publicado
en 1973, Complaints and Disorders (traducido
al castellano como Dolencias y trastornos),
donde la acepción que destaca es la médica y material: complaint como malestar, achaque, enfermedad. En The Female Complaint, de Berlant, complaint remite a la “queja femenina”,
la expresión más bien sentimental de un sufrimiento específicamente amoroso. Y
en Complaint!, de Sara Ahmed,
traducido como ¡Denuncia! (2022), el
sentido de la palabra es el institucional, inconformista, tal vez político:
quejarse como protestar. Por más incertidumbre y ansiedad que nos genere,
deberíamos aprender de esta polisemia, en lugar de intentar estabilizarla con
líneas divisorias y espacios de incumbencia. No se trata de que no haya nada
discutible en la politización de lo afectivo o la afectación de lo político,
todo lo contrario: precisamente porque hay ahí discusiones cruciales es tan
necesario revisar los términos del debate.
Quisiera
terminar entonces con un llamado a hacer lugar, pero uno que entiende precisamente
el desorden como una forma de hacer lugar, en la línea de los “desarreglos
afectivos” de los que habla Cecilia Macón, inspirándose a su vez, en parte, en
la idea de Joan Scott de la historia del feminismo como una “circulación de
pasiones críticas” (Macón, 2021, p. 90). Si el feminismo puede entenderse
como esa circulación, también es lo que se logra con esa circulación, las
formas en que, atravesando afectos y discursos establecidos, se las ingenia
para desconfigurarlos, para desafiar los modos en que se organiza el sentir.
Macón replantea estos desarreglos como formas de “sensibilizar” (2021, pp. 218,
240; Medina, 2013), y la elección es significativa porque, en general, las
metáforas visuales dominan la discusión. Hacer público un malestar, sacarlo del
armario, suelen plantearse en términos de hacer visible (“Ahora que sí nos
ven”, entona una conocida canción de marcha). Pero sensibilizar es mucho más
que hacer visible, más que introducir un tema en una agenda política ya armada.
En este sentido, hacer público es desarmar los arreglos afectivos que ordenan
lo público. Sacar a la depresión de “su” lugar, sacarla de su encierro o de su
armario, implica desafiar los guiones establecidos sobre la ubicación y la
dirección del malestar: si el mundo nos parece horrible porque estamos tristes
o si estamos tristes porque el mundo es horrible (o las dos) no es algo que
pueda determinarse de una vez y para siempre. El lugar del malestar no está
dado, y no podemos dejarlo solo en manos de las profesiones psi: no es un
asunto privado. El mejor modo de reordenar el mundo, nuestro mundo, tampoco.
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Ussher, J. M. (2011). The Madness of Women. Myth and Experience. Routledge.
[1]
UBA/CONICET, Argentina. Correo electrónico: renataprati@gmail.com
[2]
Para un repaso, ver Sadowsky, 2021.
[3]
Para un resumen, ver Stoppard, 1988.
[4] Para las discusiones sobre las periodizaciones de
Foucault con respecto a la locura, sin embargo, ver Scull, 2008
[5]
Para una discusión de sus bases empíricas, sin
embargo, ver Busfield, 1994.
[6]
Ver Bell, 2014, p. 94.
[7]
Para un repaso de sus tesis centrales y de las
discusiones que alimentó, ver Calhoun, 1992; Landes, 1995.
[8]
Ver Macón, 2021, p. 144.