Salud y enfermedad desiguales: las huellas del género

 

Unequal health by gender marks

 

Iliana Espinoza Rivera[1]

América Luna Martínez[2]

 

DOI: https://doi.org/10.32870/lv.v7i61.7873

 

Resumen

La desagregación por sexo de la ocurrencia de eventos de salud permite identificar desigualdades potencialmente relacionadas con estereotipos y roles de género. El objetivo de este trabajo fue identificar improntas en el trayecto salud-padecimiento-enfermedad, así como sus posibles orígenes en construcciones sexo-genéricas, con el fin último de aportar a la construcción del estado del arte y a la comprensión crítica de dichos aspectos dentro de una investigación de corte fenomenológico.

En cuanto a los métodos, se consultaron indicadores de salud en fuentes secundarias, así como líneas teóricas que han abordado las características estereotípicamente femeninas o masculinas que pudieran dar cuenta de contrastes observados.

Se encontraron variaciones en la esperanza de vida al nacimiento, causas reportadas de enfermedad y de muerte, además de distinciones en la atención médica, para el escenario mexicano y en su contexto occidental. Se siguieron antecedentes históricos y teorías que buscan explicar factores y comportamientos vinculados con las disparidades. Se concluyó que, dadas las huellas del género en la salud y la enfermedad, es necesario continuar el estudio desde una perspectiva de género, particularmente con base en la teoría feminista, para acrecentar el conocimiento, aportar para su visibilización y posibilitar nuevos abordajes.

 

Palabras clave: mortalidad, causas de muerte, enfermedad, diferencias de género, desigualdad de género

 

Abstract

By means of gender stratification of the occurrence of health events, it is possible to identify variations that could be related to inequalities due to stereotypes and gender roles. The objective of this work was to recognize imprints in the path of health-illness-disease, as well as their possible origins in social construction of gender, with the ultimate aim of contributing to the development of the state of the art and to the critical understanding of these aspects within phenomenological research.

In terms of methods, health indicators were consulted in secondary sources, as well as theoretical lines that have addressed stereotypically female or male characteristics that could account for observed contrasts.

We found variations in life expectancy at birth, reported causes of disease and death, and some distinctions in health care for the Mexican scenario and its western context. We followed a historical background and theories that seek to explain factors and behaviors linked to disparities.

We concluded that, given the gender mark on health and disease, it is necessary to continue the study from a gender perspective, particularly based on feminist theory, to increase knowledge, contribute to its visibility, in addition to enable new approaches.

 

Keywords: mortality, causes of death, disease, gender differences, gender inequality

 

Recepción: 20 de noviembre de 2023/Aceptación: 23 de mayo de 2024

 

Introducción

Según la visión médica y epidemiológica, el conocimiento de la salud poblacional inicia a partir del estudio de la distribución de eventos de salud, es decir, del análisis de su ocurrencia en tiempo, lugar y poblaciones específicas. La mayor magnitud de algunos eventos suele conducir a la investigación de las condiciones que podrían explicarlos. Si bien, todavía hace un par de décadas se pensaba en factores concretos, en el momento actual emerge la perspectiva de los sistemas complejos, donde interviene una multitud de elementos interdependientes, conectados y en constante evolución (Malagón-Oviedo, 2017; Ríos González, 2023; Hulvej Rod et al., 2023).

        Al examinar la distribución de los principales indicadores de salud, la desagregación por sexo por lo regular revela diferencias entre ambos grupos (Ríos González, 2023). Desde una perspectiva poblacional, todavía pesan sobre esas diferencias un enfoque reduccionista y atribuciones mayores a la dimensión biológica (Schlegel-Acuña, 2023), dejando de lado el hecho de que los impactos nocivos sobre la salud de las mujeres y de los hombres pueden hallarse determinados por estereotipos, roles y relaciones desiguales de género, por lo menos de forma parcial. Solo con el estudio progresivo de dichos determinantes podrá acrecentarse el conocimiento para fortalecer acciones dirigidas a reducir estas desigualdades, por ejemplo, como parte de las políticas públicas con perspectiva de género.

El objetivo de este trabajo fue reflexionar de manera interdisciplinaria acerca de la salud de las mujeres, que puede ser diferenciada de la de los hombres por una serie de factores históricos-culturales, variables dentro de contextos particulares.

Para lograr dicho propósito, se procedió en tres fases. Primero, se localizaron en la red anuarios y estadísticas de salud propios del escenario mexicano, tanto para momentos puntuales, como a lo largo de series de tiempo. Se revisaron y se obtuvieron indicadores de salud que presentaran desagregación por sexo y diferencias sustantivas entre ambos grupos.

En segundo lugar, se analizaron líneas teóricas en torno a construcciones sociohistóricas de lo femenino y lo masculino, que se hallan entretejidas en los sistemas de creencias, incluso en la conformación identitaria, en relación con la salud, el padecimiento, la enfermedad y la muerte. No se buscó verificar ninguna hipótesis.

Durante la tercera etapa, se efectuó una nueva lectura de las diferencias observadas, a la luz de la revisión y análisis de la literatura, así como un análisis y discusión conjunta de aspectos de la realidad concreta desde una perspectiva interdisciplinaria por parte de las autoras, una epidemióloga y médica, la otra, socióloga y periodista.

 

Diferentes en enfermedad y muerte

Desde las perspectivas demográfica y epidemiológica, se observan diferencias significativas a nivel de mortalidad y morbilidad entre mujeres y hombres[3]. Si bien la dimensión biológica ha sido considerada como decisiva, desde hace varias décadas se reconoce la importancia de la determinación social y cultural (Schlegel-Acuña, 2023; Martínez Benlloch, 2003).

Entre los indicadores poblacionales más empleados, se halla la esperanza de vida al nacimiento. Al respecto y a nivel global, para 2020, se esperaron 75.6 años de vida para las mujeres, respecto de 70.8, en los hombres (Worldometers, 2022). En México, la esperanza de vida al nacimiento en 1990, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), fue de 74 años para las mujeres y de 68 para los hombres; mientras que, en 2020, fue de 78 y 72 años, respectivamente (INEGI, 2021a). Así, desde hace al menos tres décadas, las mujeres mexicanas vivieron, en promedio, seis años más que sus compatriotas hombres.

En adultos mexicanos la tasa de mortalidad de 2020 fue de 95 defunciones en mujeres, por cada 10 000 habitantes de este sexo; en contraste, se registraron 183 defunciones en hombres, por cada 10 000 habitantes de dicho sexo (World Bank Group, 2022). De acuerdo con estos datos, la razón de muerte fue de dos hombres por cada mujer. En contraste con las anteriores estimaciones, los cálculos del INEGI para ese año arrojaron, en forma general, solo 86 defunciones por cada 10 000 habitantes (INEGI, 2021b). Vale la pena mencionar que, en el recorrido histórico del panorama mexicano, el valor más bajo en la tasa de defunciones registradas se presentó en el 2000 44 fallecimientos por cada 10 000 habitantes, luego de lo cual la tendencia se mantiene en ascenso (INEGI, 2021b).

Al examinar en orden decreciente las principales causas de muerte en los mexicanos, las enfermedades no transmisibles o crónicas (ENT) ocuparon las cuatro primeras causas en 2022, tanto para mujeres como para hombres. En conjunto, estas causas básicas se relacionan aproximadamente con las tres cuartas partes del total de defunciones. Los accidentes y agresiones que resultaron en homicidio se distribuyeron de manera diferencial entre mujeres y hombres. En estos, tuvieron un mayor impacto que las causas infecciosas, en tanto que en las mujeres sucedió lo contrario (INEGI, 2023).

Las principales causas de muerte de los mexicanos en 2022 pueden ser agrupadas como lo proponen los estudios sobre carga de enfermedad y muerte: en el grupo I Covid-19, influenza y neumonía; en el II, las enfermedades no transmisibles y, en el grupo III, los accidentes y las agresiones. Si se observa lo que sucede con defunciones clasificables como del grupo III, también durante 2022, los accidentes fatales constituyeron la quinta causa de muerte en hombres, y los homicidios, la sexta causa; en tanto que en las mujeres solo los accidentes figuraron entre las principales causas de muerte, en el noveno lugar.

Las gráficas 1 y 2 (INEGI, 2023) muestran la distribución porcentual en los tres grupos mencionados, para mujeres y para hombres. En estas, la diferencia sexo-genérica más marcada es la mortalidad proporcional por accidentes y agresiones, que resultó cinco veces mayor entre los hombres, en comparación con las mujeres.

A través del tiempo, las tasas de defunciones registradas por homicidio y suicidio por cada 10 000 habitantes también mantienen cifras alejadas entre hombres y mujeres. En 2020 la tasa de defunciones por homicidio en México resultó 8.6 veces mayor en los hombres que en las mujeres. Para ese año y de manera semejante, la tasa de defunciones registradas por suicidio por cada 10 000 habitantes fue 4.8 veces mayor en los hombres, respecto de la tasa en mujeres (INEGI, 2021b; INEGI, 2023).

Por lo que se refiere a las defunciones registradas en mujeres, así como hombres, específicamente por homicidio según sitio de ocurrencia de la lesión, en datos disponibles de 2017, los mayores porcentajes del total de cada sexo ocurrieron en la calle o la carretera, donde sucedió el 60% de estas muertes en los hombres contra 43% en las mujeres. En contraste, cuando ese tipo de muertes sucedió en la vivienda particular, comprendió el 28% de los decesos de las mujeres contra 11% de las defunciones de hombres (INEGI, 2019). Esto permite interpretar que, cuando la muerte derivó de lesiones producidas por terceros, las mujeres tuvieron más del doble de posibilidades de morir en el domicilio, que los hombres.

 

Atención más pronta… a los hombres

Además de las diferencias en los perfiles de mortalidad, relacionados con enfermedad y lesiones, hay otros contrastes que operan como verdaderas formas de discriminación entre mujeres y hombres, con capacidad de alterar la atención oportuna e impactar en la gravedad de la enfermedad y su desenlace. Desde 1991, dos estudios habían encontrado un sesgo en el manejo de la enfermedad cardiovascular isquémica en los Estados Unidos, al cual se le denominó síndrome de Yentl (Healy, 1991). Este consiste en un retraso o una omisión total de tratamiento de la enfermedad cardiovascular en las mujeres, de lo cual se concluyó que «más vale ser hombre que mujer para ser atendido» ante eventos coronarios que precisan cateterización, angioplastia o cirugía coronaria (Healy, 1991).

De forma más reciente, Bairey Merz (2011) reevaluó si la situación había cambiado y demostró que las diferencias en el tratamiento persistían veinte años después, a pesar de las comunicaciones que alertaban sobre la atención desigual según el sexo, en el contexto estadunidense.

Los resultados del Informe Europeo de 1990 también aportaron para identificar que las desigualdades de salud entre mujeres y hombres, en ese continente, obedecían en cierto grado a la atención sanitaria (González Sanjuan, 2011). Después, en 2005, la Organización Mundial de la Salud (OMS), como producto de las exploraciones sobre los efectos de factores socioculturales y económicos sobre la salud, demostró el peso del género como determinante de condiciones de desigualdad en el acceso a los servicios de salud y, por ende, a la protección de la salud (Cataldo et al., 2023). Como monitor de ese tipo de relaciones, el Global Gender Gap Report comenzaría a ser publicado por el Foro Económico Mundial, a partir del año siguiente. De los cuatro subíndices que desarrolla para evaluar la paridad de género los cuales se despliegan por país, región y a nivel mundial, el tercero es relativo a la salud y la sobrevivencia (World Economic Forum, 2023).

Acerca de la atención a la salud en el contexto mexicano, Samantha Kane Jiménez (2022) destaca la opinión de Irene Tello, directora del observatorio Impunidad Cero, quien se fundamenta en el análisis de fuentes secundarias entre las cuales destacan el INEGI, El Economista, Catalyst, Guardian Insurance, International Labor Organization, LJA.mx, World Bank y Nexos. Tello estima que el sistema de salud de México, de tiempo atrás reconocido como fragmentado y deficiente, ha sufrido mayor deterioro por las políticas de salud del último quinquenio, con disminución de la calidad y accesibilidad de la atención a la salud, además de haberse adicionado una carga significativa y desproporcionada sobre las mujeres, con acentuación de la desigualdad de género.

Las marcadas diferencias en las causas de muerte de mujeres y hombres mexicanos, en años recientes y a través del tiempo, plantean la necesidad de que el análisis de los determinantes continúe y se profundice, y de incorporar las concepciones de sexo, género y otras relacionadas.

 

Acercando la lupa: la salud y la enfermedad cruzadas por el género

Se encontraron diferencias notables entre hombres y mujeres en el extremo de enfermedad y muerte del trayecto de salud. Como se ha señalado, atribuirlas a una cuestión biológica sería mantener una visión parcial, de hecho, los estudios han ido revelando relaciones inmediatas entre el género y percepciones o comportamientos que modifican el estado de salud.

El género, suma de roles determinados por el contexto social aprendido y adoptado de manera distinta por mujeres y hombres, cruza con otros sistemas de diferencias que operan de manera jerárquica, como la clase social, la edad o la proveniencia étnica (Cataldo et al., 2023). El exceso de mortalidad masculina que además es prematura y supuestamente evitable se ha vinculado a condiciones de trabajo, de vida y dificultades todavía más manifiestas conforme se desciende en la escala social. También figuran comportamientos específicos, por ejemplo, en situaciones como conducir un vehículo[4]: hacerlo bajo el efecto de bebidas alcohólicas, a exceso de velocidad o sin usar el cinturón de seguridad, en parte por un sentimiento de exagerada confianza en sí mismo, sentir la presión de buscar sensaciones extremas o por una dificultad para controlarse, entre otros estereotipos sociales determinados por la cultura patriarcal predominante, al menos en la dinámica propia de las sociedades industriales urbanas. Se han propuesto dos modelos que se pueden identificar de forma común: por un lado, el individualista que intenta valorizarse y, por otro, el fatalista negligente (Héritier, 2004), que representan la conjunción de rasgos deseables o un comportamiento válido a seguir por los verdaderos hombres del siglo xxi.

Desde los primeros estudios efectuados en Gran Bretaña, se encontró que, a pesar de que las mujeres vivieran más años, su salud era menos satisfactoria. En el caso de la salud mental, ellas presentaban un exceso de trastornos del estado del ánimo, en especial depresión y ansiedad (Williams, 2003).

Por otro lado, Pison y Meslé (2022) han expuesto contrastes entre mujeres y hombres, también en términos de análisis poblacional. Afirmaron que las mujeres son más robustas biológicamente que los hombres, pero propusieron que la disparidad se acentúa por diferencias en sus actividades y comportamientos. Los hombres toman más riesgos a través de sus vidas y adoptan comportamientos menos saludables, como fumar más y tener un mayor consumo de alcohol que las mujeres; en tanto que ellas suelen procurar un mayor cuidado de su salud y buscar atención para esta con mayor frecuencia (Pison y Meslé, 2022), probablemente en relación con la percepción de su cuerpo, la salud reproductiva y los ciclos inherentes a ella. En otras investigaciones en países europeos, el abuso de drogas, el suicidio y otros actos violentos también se habían identificado como más frecuentes entre los hombres y, al explorar las propias definiciones de los sujetos, se halló asociación entre el rol de género femenino y un pobre estado subjetivo de salud; en contraste con un relativamente buen estado subjetivo de salud para la orientación de género masculina (Williams, 2003). Sería interesante conocer si estas percepciones de menor salud han propiciado más cuidado de sí, y lo contrario, al igual que la manera en que se construyen tales percepciones.

Ciertamente, mujeres y hombres perciben su propia salud de manera distinta: ellas tienen un mejor ajuste psicosocial a la enfermedad y le atribuyen más significados positivos que los hombres (Evangelista et al., 2001). Por ejemplo, el diagnóstico de una enfermedad puede ser recibido como una necesidad de cambiar para bien, una oportunidad para hacer un alto en el camino, de que se abran nuevas puertas o se puedan vivir experiencias (Palacios-Espinosa et al., 2015).

En el terreno de la asimetría de los registros etiológicos, de causas, hay enfermedades de la mujer, no solo las que trastornan las funciones reproductivas (Egrot, 2004), sino una gama que merece la elaboración de un largo listado y un análisis específico con indagaciones sobre su verdadera existencia; baste mencionar una probable construcción de la industria farmacéutica: el síndrome climatérico. Además, crece la oferta de medicamentos dirigidos a mujeres de edades diversas, que se perciben con problemas menstruales.

Siempre en torno a las construcciones de lo reproductivo, Héritier (2004) afirma que está vigente un sentido arcaico que estipula la procreación para las mujeres, al tiempo que legitima una marcada búsqueda del placer sexual en los hombres, lo cual sustenta en parte por la amplia variedad de anticonceptivos destinados a las mujeres, en contraste con la común disponibilidad de fármacos diseñados para magnificar el placer sexual en los hombres, como Viagra © o Cialis ©. La misma autora recobra la percepción de que es natural que los hombres sucumban ante necesidades y pulsiones biológicas irrefrenables, mientras que para las mujeres pesen más las necesidades afectivas y relacionales (Héritier, 2004). Cabe mencionar que las nuevas generaciones de escritoras han reivindicado el placer sexual de las mujeres y formas muy diversas de relacionarse.

Egrot (2004) analiza la insistencia en la semiología genitourinaria y categorías de enfermedad femenina, las cuales no pueden explicarse más que desde lógicas sociales, que además convierten a la enfermedad en objeto e instrumento de poder. Clarke y colaboradores (2020) recomiendan desconfiar de los desiguales caracteres de la enfermedad y su distribución en los sexos, así como no olvidar que sus modelos están principalmente producidos por la medicalización y la nueva biomedicalización, modelo último que se apoya en las innovaciones y que genera cuerpos específicos, objetos de tecnologías y productos farmacéuticos adaptados.

Acerca de una de las primeras causas de muerte en México, la diabetes, Siddiqui y colaboradores (2013) hacen un llamado para considerarla como la enfermedad crónica con mayores desafíos desde el punto de vista del comportamiento, pues se tiene que aprender a vivir con ella y a luchar por el control, sin la esperanza de una cura y con la certeza de que las complicaciones se presentarán de manera eventual. En sus estudios, han emergido otras diferencias entre mujeres y hombres, por ejemplo, mientras que las primeras exhibieron una mayor adaptabilidad a la enfermedad, los hombres procuraron invisibilizarla en lo público. Resultados adicionales reportaron que las mujeres se mostraron más perceptivas y sensibles a su enfermedad, y fue más probable que solicitaran atención médica.

Por lo que respecta al estrés que provoca la diabetes, un trabajo etnográfico realizado en una comunidad suburbana de México encontró que los hombres contaban con el apoyo y cuidados de sus parejas y familias para afrontar mejor la enfermedad; en cambio, las mujeres, aunque se preocupaban y sufrían su condición, habían adoptado comportamientos como evitar quejarse de sus malestares, hacer todo tipo de esfuerzos para no alterar la vida de sus familiares e incluso anteponer las necesidades de otras personas a las suyas (Espinoza-Rivera, 2023).

La publicación de Torres López y colaboradores (2010) deriva de un trabajo guiado por los objetivos de identificar el contenido y la organización de las representaciones sociales sobre el concepto de salud y enfermedad en personas adultas de Guadalajara, México, así como describir diferencias entre los puntos de vista de los hombres y mujeres. En cuanto al concepto de salud, matizado por aspectos físicos, emocionales y espirituales en que la idea de limpieza fue mayormente manifiesta, pero no investigada a profundidad, la principal diferencia fue que las mujeres enfatizaron la importancia de las relaciones interpersonales y los hombres señalaron decisivo no tener vicios. En el concepto de enfermedad hubo una contraposición biológica y social, además de que las mujeres subrayaron el agotamiento relacionado con el cuidado de los enfermos piénsese en familiares con capacidades diferentes, recién nacidos y personas de edad avanzada y los hombres enfatizaron el costo económico derivado de la atención.

En otros estudios en México, Mejía (2007) describen la reticencia de los hombres para esforzarse en seguir las recomendaciones de una alimentación saludable, porque la consideran con menos sabor y contienen menos carne, y ello ocasiona un deterioro de la fuerza. Tampoco encontraron masculino hacer ejercicio sin que hubiera competencia y estimaron que podían apoyarse en las mujeres para sus cuidados, ya que ellas gozaban de más tiempo libre. Entre otros hallazgos, las mujeres prestaron mayor atención a su salud, incluyendo más asistencias a consultas médicas que los hombres, con inclinación a hacerlo solas o en compañía de otra mujer. Una coincidencia notable con otros trabajos es que manifestaron soportar los malestares de modo más callado para no molestar a los demás, para no dar lata.

Es importante indagar sobre el origen de las diferencias en el comportamiento frente a posibles riesgos o en la percepción de enfermedad y la necesidad de atención. Al respecto, se han estudiado los entrecruzamientos que se producen entre el sexo, el género y el trayecto salud-padecimiento-enfermedad-muerte. No basta escuchar lo que enuncian las voces biomédicas, sino también poner luz sobre las construcciones sociales que promueven desigualdades entre hombres y mujeres; también, adentrarse en las representaciones de la enfermedad, desde los discursos de diferentes actores (Egrot, 2004). Antes de atender a esos posibles orígenes, es oportuno hacer unas puntualizaciones sobre los conceptos en torno al género.

 

Perspectiva de género, discurso oficial y primeras objeciones

Vale la pena partir de un posible estándar en las conceptualizaciones: la información que difunde la OMS en su portal sobre género y salud. El organismo internacional define al género como una serie de características socialmente construidas, variables para cada sociedad y tiempo, que se atribuyen a las mujeres, los hombres, las niñas y los niños. Esas atribuciones incluyen normas, roles y comportamientos asociados, así como prescripciones sobre las formas de relacionarse entre ellos (World Health Organization [WHO], s. f.).

La OMS reconoce en el género, por un lado, un carácter jerárquico que produce desigualdad y coexiste con atributos sociales y económicos; por otro, señala un elemento de discriminación que interseca[5] con factores de discriminación adicionales como la edad, el nivel socioeconómico y la pertenencia étnica (WHO, s. f.).

El género es distinto del sexo, pero interactúan. En tanto que el sexo se refiere a diferencias biológicas cuyo origen yace en cromosomas, hormonas, órganos reproductivos, etcétera, la identidad de género se constituye en una persona a partir de su experiencia interna del género, es decir de su subjetividad, lo cual puede corresponder o no con el sexo designado a su nacimiento[6]. El género influye además en el acceso a la atención de la salud en cuanto a información, servicios y resultados de la atención. La desigualdad de género, con sus barreras y discriminación, despliega riesgos diferenciales entre mujeres y hombres, que se reflejan, como se ha podido constatar, en los indicadores de morbilidad y mortalidad (WHO, s. f.).

Al leer a otros autores, se advierte que este discurso se encuentra en un eje central y mantiene un tono apolítico, un discurso que soslaya la existencia de un elemento estructural el patriarcado, así como de un dominio histórico y político de los hombres sobre las mujeres[7]. Es patente, asimismo, el distanciamiento de una realidad que intente ser más objetiva, con lo cual disminuye la eficacia de lo comunicado y se afecta el diseño de políticas públicas dirigidas a coadyuvar a la disminución efectiva de estas inequidades. Por lo tanto, se precisa de opiniones más agudas, como aquellas que analizan la operación de la maquinaria que confecciona roles y estereotipos de género.

Para Guzmán Ramírez y Bolio Márquez (2010), la perspectiva de género pretende ser una visión alternativa desde donde es posible explicar los fenómenos en el orden de los géneros y que facilita los cuestionamientos de los mandatos culturales dentro de las sociedades, con el propósito de alcanzar mayor justicia y equidad. Exponen que esta perspectiva no ha estado exenta de debates, pues se le atribuye un determinismo cultural que obvia el aspecto toral del cuerpo, además de adicionar riesgos de orden político, por la potencial neutralización de las relaciones desiguales que se dan entre mujeres y hombres.

 

Raíces de las construcciones

La confección de las supuestas diferencias entre mujeres y hombres es milenaria, por parte de un modelo fuerte y coherente: el patriarcado (Héritier, 2004). A lo largo de ese tiempo las mujeres han sido segregadas del mundo público, confinadas al círculo doméstico, unidas a un matrimonio protector contra la violación recurrente y colocadas en un rol subordinado (Brownmiller, 1975). De manera contraria, como señalado unos párrafos atrás, en las diferencias en enfermedad y muerte, las mujeres mexicanas llegan a tener más del doble de posibilidades de morir dentro de su propio domicilio que los hombres (INEGI, 2019).

En el curso de la historia, las mitologías, las religiones monoteístas y la literatura han creado y recreado arquetipos, así como estereotipos, de lo femenino, que se resumen en atributos específicos. Por ejemplo, la mujer causante de perdición (Eva, Helena de Troya, Malinche), la que se caracteriza por desobediencia (Lilith) o por excesiva curiosidad (Pandora) (Luna, 2021a), rasgos que además normalizan la díada culpa/castigo.

Con el objetivo de demostrar que las características supuestamente femeninas son adquiridas mediante procesos culturales, sociales y políticos, el feminismo anglosajón impulsó la categoría de género en los años setenta. Dichas concepciones posibilitan la decodificación del significado otorgado a la diferencia de sexos y de las interacciones humanas mediadas en diferentes contextos culturales (Vélez, 2008).

El androcentrismo ha podido impactar la construcción de la identidad y la subjetividad femeninas al definir a las mujeres por su relación con los hombres, como esposa de, hija de, etc. Cada sociedad ha elaborado sus propios sistemas sexo-género, o conjunto de arreglos con que la sexualidad biológica se transforma en productos moldeados por la intervención social, entre los que destacan como ya se ha mencionado, los afines a la procreación. Puesto que los hombres han detentado el poder de crear el mundo, la mujer es construida desde su punto de vista, no como sujeto sino como objeto (Vélez, 2008), se obstaculizan su autonomía y la libertad, se subvalora lo femenino ante lo masculino.

Los cuestionamientos sobre los orígenes de la jerarquía observada entre mujeres y hombres, así como la diferenciación funcional entre ellos, provienen de algunos siglos atrás y hallan una de las primeras expresiones escritas en La Cité des Dames (1405), de Christine de Pisan. Se ha abordado la posibilidad de que, en las raíces, exista temor ante la capacidad que tienen las mujeres de dar nacimiento a otros seres, o bien, que haya recelo por esa fertilidad. De cualquier manera, resulta en la dificultad de ver que mujeres y hombres compartimos la misma humanidad. Algunas de las primeras explicaciones para las distinciones de los espacios asignados, que a continuación se exploran, las propuso Engels, a partir de la necesidad que encontró en los hombres de asegurarse hijos propios a quienes dejar sus posesiones, cuando la propiedad privada alcanzó a consolidarse; hijos que parecen inequívocos si la mujer es recluida en lo doméstico (Montero, 2007).

En diferentes momentos de la historia pueden identificarse mitos construidos en torno a las mujeres. En la época victoriana, se repetía que ellas padecían de incapacidad intelectual, a pesar de lo cual debían cumplir con funciones específicas, en que la más loable era la reproductiva. O bien, que la presencia del útero predisponía a las mujeres a afectaciones de histeria y neurastenia, cuya cura radicaba en el encierro y el aislamiento (Palacios Sierra, 2018). En la época actual persisten prácticas de ablación del clítoris, infibulación y otras formas de mutilación genital femenina, que se vinculan a uniones infantiles, tempranas y forzadas, prácticas cuyo fin es privar a las mujeres de la posibilidad de experimentar placer sexual y, así, asegurar que no sean infieles. También se defienden como costumbres que facilitan la integración de la niña en su comunidad (Quintero-Suárez y García García, 2021; Hermida del Llano, 2017).

En esos procesos, que interfieren con los de independencia y autonomía de la individuación, participan mecanismos específicos de control y dominio. Louis Althusser (1988), en análisis motivados primeramente por el pensamiento marxista, planteó una serie de tesis alrededor de lo que denominara los aparatos ideológicos de Estado (AIE). Concibió estos como «realidades que se presentan al observador bajo la forma de instituciones distintas y especializadas» y en cuya enumeración resaltan la familia, los sistemas escolares, los religiosos, los políticos, de la información y los culturales. El aparato represivo de Estado es del ámbito público y funciona por medio de la violencia; en contraste, los AIE provienen del dominio privado y funcionan mediante la ideología, con represiones atenuadas, simbólicas, a través de prácticas como la selección, la exclusión, las sanciones o la censura. Todo AIE concurre en la reproducción de las relaciones de producción y dominación es decir, las capitalistas, de explotación, que es la condición final de la producción e instruye a los grupos sobre el rol que deben cumplir, resumidos en dos tipos: de explotado y de agente de explotación. Durante esa formación social, sea capitalista o cualquier sociedad de clases, se enseñan virtudes contrapuestas, por ejemplo, sumisión y altivez. Por supuesto, dichas representaciones ideológicas se alimentan de manera que lucen naturales, como sucede con las posiciones de clase o los contrastes genéricos. Se vive, entonces, en una cierta representación del mundo elaborada a partir de una relación imaginaria con las condiciones de la propia existencia. En conclusión, Althusser equipara la ideología con una relación imaginaria con las relaciones reales, que determina el comportamiento del individuo para que participe en prácticas reguladas, propias del aparato ideológico en el cual se inscriben las ideas que él/ella ha elegido con libertad. Las ideas desaparecen bajo esas prácticas y rituales. Este planteamiento bien puede dar cuenta de la reproducción de las relacionen de dominación que nos interesan.

 

Las tres K

KinderKüche Kirsche (niños, cocina, iglesia), es el acrónimo en alemán que representa una radicalización del patriarcado durante el ascenso y predominio del nazismo en la Alemania del siglo pasado. Se trató de una estrategia para reforzar un universo punitivo encaminado a las mujeres, con límites espaciales y funcionales precisos: de la cocina a la Iglesia y con los niños de la mano. Lo anterior es un ejemplo extremo de la creación de mandatos y estereotipos para la dominación de las mujeres (Sau, 2000).

Al trasladarse a otros contextos históricos, se evidencian estrategias de dominación similares, aunque más sutiles, como las que se sirven de la multiplicación de los objetos, los bienes materiales y los servicios; nuevas expresiones de dominación bajo la ley del valor de cambio, que celebran al objeto en la publicidad (Baudrillard, 1970). Es decir, el consumo como forma activa de relación, no solo con los objetos, sino con el mundo; un consumo que impone objetos impregnados de sustancias sensoriales, de mensajes, una «organización de todo esto en sustancia significante» (Baudrillard, 1969, p. 224).

En una relectura de las autoras, la civilización industrial ha insertado eficientemente a las mujeres en la sociedad de consumo, donde la publicidad es determinante en la configuración del ser, estar y deber ser de ellas, mediante la adquisición de productos considerados femeninos. Véase la oferta de productos cosméticos, que impele a las mujeres la necesidad de ser vanidosas, lindas, jóvenes o, por lo menos, aspirar a serlo y embellecerse de acuerdo con los cánones vigentes de la cultura blanca occidental. Muchas mujeres entienden que deben arreglarse y mejorar su presentación, y en forma menos evidente, que al “arreglarse” contribuyen al prestigio del hombre de quien son pareja[8]. Se diseñan y venden prendas de lencería para que ella vista y sea más sugestiva, para mostrarse estimulantemente seductora y logre ser deseada por los hombres, en particular por el hombre de quien es su mujer.

Incluso otra variedad de productos no asociados al uso corporal, como los productos de limpieza, son ofrecidos mayormente al interés de la mujer. Sirven para que el hombre y la familia encuentren el hogar deslumbrante y aromatizado, al tiempo que acentúan el esmero en el trabajo doméstico no remunerado y señalan a la mujer como la vigilante idónea de la higiene del hogar y cuidadora de la salud de la familia. Los medicamentos de venta libre son otros recursos para brindar la caricia protectora a la familia y edificar una cuidadora que no escatima en los cuidados de los demás, aunque ella caiga enferma nos referimos a un anuncio de antigripales que, al ingerirlos, permiten que la madre se recupere pronto, después de lo cual muestra cómo ella puede continuar con las faenas domésticas y cuidados de la familia.

Los sitios turísticos y de recreo anunciados son ocasiones para administrar juiciosamente las ropas, los tiempos y el bloqueador solar, además de refrescar su imagen de compañera complaciente, de perfecta dama de compañía. Entre flashazos de histrionismo y afectación musical, se atrapan mensajes para ellas: Sensible, dependiente; débil. Mujer adorno, reproductora, juguete sexual, cuidadora. Mirar la televisión, las revistas o lo que sucede en las redes sociodigitales asalta la vista y el pensamiento con una miríada de supuestos. Hay mil mensajes telegráficos y subliminales, por ejemplo, las mujeres tienen gustos, los hombres llevan a cabo acciones, lo cual afecta la salud psico-emocional de ellas.

El resumen de las actividades y las responsabilidades de las mujeres son el cuidado de la familia, el servicio, ocuparse en prácticas de seducción, pero no de liderazgo. También hay una insistencia en los ámbitos considerados femeninos: lo familiar, lo doméstico, lo privado, de pocas oportunidades o aventuras, porque las crónicas construyen héroes y, rara vez, heroínas. La familia, los medios de comunicación y la sociedad en general tienden a alejar a las mujeres de ciertos destinos, con solo mostrarlos como antifemeninos; por ejemplo, las profesiones en las ciencias exactas o los oficios que se desempeñan en la industria de la construcción. Se las desvía del conocimiento con el aliciente de ser serviciales y mantenerse pendientes de las necesidades de los otros, antes que de ellas mismas. Incluso cuando poseen conocimientos y habilidades suelen mostrarse inseguras e inhibidas, distantes de alcanzar la autoridad subjetiva del conocimiento. Para afianzar los imaginarios, se prescinde de la visión de las mujeres y se les confiere poca credibilidad (Vélez, 2008), pero ¿cómo ha venido ocurriendo esto hasta el año 2024? Es momento de ir todavía más atrás en el tiempo y la historia personal, que se entrama con la de su grupo social: la identidad de las mujeres y los hombres es construida, desde que el transductor del ultrasonido rebusca en el útero la forma de sus genitales.

El estudio de la experiencia histórica de los sujetos evidencia regularidades acerca de una identidad femenina, particularmente articulada sobre los ejes básicos de ser madre, ser esposa o compañera, cuidadora, todo lo cual tiene consecuencias diversas en el ámbito de la salud, que es el interés de este trabajo. 

 

Identidad y subjetividad en la conformación de género

Al ir más allá de lo visible, hay que pensar en la conformación de los sujetos, en los terrenos de la subjetividad. De acuerdo con Vélez (2008), la identidad es una cualidad que funda al sujeto en una ubicación de un mundo en particular y, dada la mediación del lenguaje, puede ser comprendida como “un relato que nos hacemos de nosotros mismos” (Vélez, 2008, p. 18), que no se construye de forma arbitraria, sino determinada por marcos sociales. Es imaginaria y se apoya sobre una ilusión de coherencia, de solidez y se constituye en un elemento central de la subjetividad. La identidad mantiene implícita una lectura y relectura de un presente y un pasado, al igual que de un proyecto futuro.

Cedillo Hernández (2011) recalca que la conformación de una identidad no es posible si no existe un juego relacional en que la constitución del yo sucede después de que el otro le interpela. Es esa alteridad la que permite su delimitación y comprensión.

Por otro lado, la subjetividad se compone de dimensiones psíquica, intelectual y afectiva; consiste en una concepción particular del sujeto y del mundo: es su historia como sujeto social. La subjetividad se elabora con la participación de objetos externos que se interiorizan a través del proceso de socialización, es decir, se conforma por la experiencia y la interacción con los otros y con el mundo: la realidad se conoce gracias a la interpretación de los discursos y del contexto. Identidad y subjetividad poseen un vínculo indisoluble, así como un dinamismo a través del tiempo (Vélez, 2008).

La identidad no tiene carácter neutro, porque las atribuciones de género la influyen de manera temprana. Esta identidad genérica es primaria, se internaliza y define al sujeto en su trayecto de vida, a partir de una distinción entre lo observable a partir de contrastar la anatomía y la fisiología. Tiene un trasfondo principalmente cultural, un condicionamiento para sentir, pensar y comportarse como seres femeninos o masculinos, que es aprendido desde la infancia e impone una división en géneros, un dualismo en que se les construye como entidades excluyentes, sean complementarias o antagónicas (Vélez, 2008). Esta separación de las sociedades y las culturas en dos tipos irreductibles puede ser concebida como un dualismo crítico (Reygadas, 2019).

La mujer ha sido la Otra. Simone de Beauvoir, en El segundo sexo (2013/1949), formula que el orden de las cosas que se nos presenta como dado no es natural, desde sus análisis de perspectiva múltiple, en que incluye la biológica: ni la salud ni la muerte de las mujeres sucede simplemente de forma natural.

También para Bourdieu el mundo resulta de una construcción mental elaborada desde la hegemonía de lo masculino sobre lo femenino. Algunas de las oposiciones recurrentes son mujer-hombre, femenino-masculino, naturaleza-cultura, ámbito doméstico-ámbito público, emocionalidad-racionalidad; es decir, se constituyen múltiples órdenes simbólicos de referencia (Vélez, 2008).

En palabras del propio Bourdieu (2000), ese orden es un sistema de diferencias en que se inscriben oposiciones con suficiente concordancia para sostenerse mutuamente, para aparecer como naturales y confirmadas por la historia del mundo, que se encarnan en los cuerpos y se incorporan en los hábitos de sus agentes; la conformación de la experiencia en medio de un mundo social sexuado.

El orden masculino adquiere una apariencia de neutralidad, sin serlo, y es perpetuado por la familia, la Iglesia, el Estado, las instituciones educativas, los medios de comunicación. En esa dominación simbólica, la visión del dominador se impone y ejerce un efecto de destino en la contraparte; la opresión procura una invisibilización, con el propósito de rechazar la existencia legítima y pública de las mujeres, al respecto el sociólogo francés Pierre Bourdieu, señala:

siempre he visto en la dominación masculina, y en la manera como se ha impuesto y soportado, el mejor ejemplo de aquella sumisión paradójica, consecuencia de lo que llamo la violencia simbólica, violencia amortiguada, insensible, e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento […], un idioma (o una manera de modularlo), un estilo de vida (o una manera de pensar, de hablar o de comportarse) y, más habitualmente, una característica distintiva, emblema o estigma. (Bourdieu, 2000, p. 5)

 

Cabe mencionar que la opresión que sufren las mujeres también proviene de otras mujeres, a través de una intersección de edad, clase social, pertenencia étnica (Vélez, 2008) y su acceso al poder, así como de su fidelidad, consciente o inconsciente, al patriarcado (Luna Martínez, 2021a; Luna Martínez, 2021b), lo cual tiene un efecto diferencial en las condiciones de salud entre hombres y mujeres.

A través de este breve proceso indagatorio sobresalen diferencias en algunos indicadores de salud duros, cuando se analiza por sexo. En el examen de los determinantes para vivir más o menos años, enfermar o morir por causas específicas, se reconoce que las características biológicas han ido dejando de ser la explicación y que, más allá de los genes, los órganos genitales o las hormonas sexuales, una infinidad de estereotipos ancestrales y el peso agotador de los roles de género juegan un papel decisivo.

En este sistema con dominio histórico, la dominación masculina ha inscrito condicionamientos basados en la oposición binarista, bajo el disfraz de la neutralidad. Es un dominio que persevera en imprimir líneas de pensamiento, sentimiento y comportamiento, capaces de estimular o inhibir la expresión agresiva, distanciar o acrecentar la experiencia de enfermedad, a través de la manipulación de la identidad y la subjetividad.

 

En conclusión

En la labor de identificar huellas distintivas en la salud de las mujeres y los hombres, encontramos perfiles característicos para indicadores de enfermedad, muy en particular para los de muerte, que pueden ser vinculados con el sistema sexo-género cuando se siguen construcciones históricas que han contribuido a erigir dicho sistema, así como líneas teóricas que sustentan el análisis de la realidad concreta. Los hombres llevan vidas más breves, más arrebatadas e inmersas en hechos de violencia explícita, mientras que las mujeres viven algunos años más, pero los viven con peor calidad, sometidas a cargas de cuidados y trabajos no remunerados que las consumen y las hacen dependientes en otros aspectos, sin libertad para lamentarse, bajo restricciones para moverse fuera del ámbito de lo privado y otras formas de dominación que son legitimadas por la construcción de mitos.

Este trabajo es importante porque, más allá de evidenciar salud y enfermedad desiguales entre mujeres y hombres en el contexto occidental, y en especial en México, encuentra elementos valiosos en la historia, la perspectiva de género y en la teoría feminista para sustentar la reflexión sobre que esas diferencias tienen raíces en construcciones sexo-genéricas específicas. Se trata de un nuevo ejercicio reflexivo que contribuye a hacer más densas las conexiones entre género y enfermedad, lesión y muerte, en un momento en que continúan vigentes los discursos que refuerzan estereotipos y roles de género, ahora cada vez más asociados a determinadas formas de consumo.

A pesar de procurar la mejor revisión de indicadores de salud y el examen por lo menos a mediana profundidad de una amplia gama de construcciones socioculturales, económicas o políticas que buscan determinar los cuerpos de las mujeres y de los hombres, así como sus quehaceres, las autoras también reconocemos las limitaciones en el alcance de este trabajo. El resultado está mediado por la realidad en que ellas están inmersas: falta de subvenciones para dedicarse a la investigación y la escritura, la absorción por el trabajo asalariado en otras áreas del desempeño y los trabajos domésticos, los cuidados de la familia y de la pareja, es decir, una realidad concreta que vive también en nosotras, y nosotras en ella.

A partir de lo aquí presentado, quizá no de forma exhaustiva ni del todo novedosa, es posible, sin embargo, identificar aspectos prioritarios para emprender estudios ulteriores que contribuyan a expandir el conocimiento teórico o que resulten en implicaciones prácticas para el ejercicio de la salud pública.

La tarea no es sencilla: comienza desde replantearse la propia identidad, cuestionar el sistema de creencias y valores que nos ha formado. Más allá de continuar elaborando discursos políticamente correctos, se requiere un feminismo que sea un humanismo, una filosofía, un movimiento social profundo que luche por la igualdad en derechos de mujeres y hombres. Cada vez que pensemos, debemos pensar cómo y por qué pensamos eso, y actuar en consecuencia.

 

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[1] Universidad Autónoma del Estado de México, México. Correo electrónico: ilianaerivera@gmail.com

[2] Universidad Autónoma del Estado de México, México. Correo electrónico: americalunamtz@hotmail.com

[3] En este escrito se utiliza el término “hombres” para referirse a los pertenecientes al sexo masculino.

[4] La serie de películas estadounidenses Rápido y furioso con nueve números y directores varios, propone una construcción mediática de una masculinidad hegemónica que impacta de manera negativa la salud de los hombres.

[5] Se mantiene el verbo del español “intersecar”, “cortarse o cruzarse entre sí”, en vez de formas no reconocidas que resultan de influencia del inglés.

[6]  Respecto de la pertinencia de la categoría “género” hay un intenso debate dentro de los estudios feministas, donde destacan las aportaciones de Judith Butler, en su libro clásico: El género en disputa (1990).

[7] Diferentes teóricas feministas, entre las cuales pueden señalarse Simone de Beauvoir, Kate Millett y Gayle Rubin, visibilizaron y explicaron el patriarcado como una institución que ha implementado por milenios la subordinación histórica de las mujeres.

[8] Esto se ha convertido en una tendencia para muchas mujeres que se practican cirugías corporales reconstructivas, con el propósito de ser deseables para los hombres, véase el caso de la popular serie Sin tetas no hay paraíso.  Los efectos de esta industria sobre la salud de las mujeres merecerían ser investigados de forma amplia.