BOCETO
DE UNA TEORÍA FEMINISTA DEL ESTADO SEGÚN CONNELL
OUTLINE
OF A FEMINIST THEORY OF THE STATE ACCORDING TO CONNELL
Susana
Gabriela Muñiz Moreno[1]
Connell, R. W. (1990) The
state, gender and sexual politics.
Theory and Society, 19(5), 507-544. https://www.jstor.org/stable/657562
DOI: https://doi.org/10.32870/lv.v7i60.7976
El
carácter tremendamente político de los asuntos de género, a estas alturas
incuestionable, obliga a feministas, activistas e investigadoras a escudriñar,
estudiar, interpelar y demandar al Estado, aunque sea, si fuese el caso, para
concluir que hay que reinventarlo desde cero. La relación del feminismo con el
Estado se ha hecho patente desde las campañas por el sufragio y las reformas a
las leyes de matrimonio, divorcio y propiedad, así como en las exigencias por
despenalizar el aborto y la homosexualidad, por expandir la provisión pública
de cuidados, implementar una educación no sexista, tipificar y hacer efectivas
la protección y procuración de justicia frente a la violencia sexual, garantizar
constitucionalmente la igualdad de oportunidades, desarrollar medidas
antidiscriminación y establecer acciones afirmativas, entre muchas otras. No
obstante, algunos campos del feminismo han visto con recelo e incluso se han
opuesto a este torrente de demandas en virtud de su desconfianza de los
políticos, los partidos, las burocracias y las reformas legales, dada su
tendencia a domar los impulsos radicales (Chamallas, 2013 como se citó en en
Williams, 2018, p. 247).
Los estudios han mostrado que con frecuencia los esfuerzos feministas son
marginados, trivializados, enfrentados con hostilidad o, peor, cooptados por
las agencias estatales (Chappel, 2013). El carácter patriarcal del Estado hace que,
para algunas, según Williams (2018), la mera posibilidad de una jurisprudencia
feminista sea un oxímoron (p. 247), quien añade, recordando las advertencias de
Wendy Brown (1995), que el duro precio a pagar por la protección
institucionalizada es la dependencia y aceptación de someterse a las reglas del
protector (p. 247). Pero se le considere como ineludible o como un ente que
precisamente se debe eludir, lo cierto es que el feminismo ha reconocido la
preponderancia del Estado como productor y regulador del orden de género. El
Estado está generizado no sólo en términos de su personal, sino de sus procesos
y estructuras (Chappel, 2013), lo que ha colocado al feminismo en una posición
difícil, por decir lo mínimo, ya que parece ser éste al mismo tiempo el enemigo
y el espacio de la batalla.
Esta tensión que deriva en posturas “esquizoides”, observó Catharine MacKinnon
(1983, p. 643), obedece al hecho de que el feminismo no desarrolló una teoría
del Estado propia, o bien tomó prestada la teoría liberal, que ve al Estado
como un árbitro neutral de intereses en conflicto en un marco de pluralidad, o
la teoría marxista que lo ve como un epifenómeno. Para MacKinnon, el Estado es
masculino en el sentido feminista. La ley ve y trata a las mujeres como los hombres
ven y tratan a las mujeres (1983, p. 644). El objeto de desarrollar una teoría
del Estado es para ella dilucidar si éste puede ser en alguna forma autónomo de
los intereses de los hombres o si es su expresión integral; si el Estado,
construido sobre la subordinación de las mujeres, puede servir a los intereses
de aquellas sobre las cuales erigió su poder, y si, en suma, es inherentemente
patriarcal u otra forma de Estado es imaginable.
Raewyn Connell en su texto “The state, gender and sexual politics”
(1990), reconoce que una teoría feminista del Estado no se ha desarrollado de
forma sostenida y concuerda con MacKinnon en esta necesidad con el fin de poder
hacer mejores evaluaciones de estrategia política. Buscando ofrecer un marco
más generalizado para teorizar el juego de relaciones de género y la dinámica
del Estado, Connell desarrolla esta pieza, aquí resumida, en dos ejes: primero
organiza las formas en que se ha pensado sobre el género y el Estado, y luego propone
un boceto alternativo a la noción monolítica del Estado patriarcal. En este
ejercicio parte del reconocimiento de que el Estado es complejo empírica y
teóricamente y que establecer sus límites no es fácil. Para propósitos del
texto lo define como el conjunto de instituciones actualmente sujetas a
coordinación (por medios administrativos o presupuestales) de la dirección
estatal (p. 510), enfatizando que lo ve como un proceso en lugar de una cosa, y
reconociendo la influencia foucaultiana de pensar en los procesos de
regulación. Por último, precisa que toda su teorización parte de tener en la
mira a los estados liberales asociados con las economías capitalistas
industriales del siglo xix y xx.
Las
formas en que se ha pensado sobre el género y el Estado
Connell,
en la primera parte de su texto discute los debates en torno al Estado
propiciados por las miradas liberal, marxista, conservadora y feminista
radical.
Sobre el liberalismo, hacia quien Connell dirige la mayor parte de su
crítica, sostiene que es inútil en tanto tiene muy poco qué decir del género. Los
liberales hablan de estado de derecho, ciudadanía e individuo, pero con una
noción de individuo asexuado, como los burócratas de Weber. Para ellos el
Estado es garante de derechos individuales, un árbitro neutral en el conflicto
de intereses. Pero, sostiene Connell refiriendo a Pateman, el contrato social
de Rousseau está basado en un contrato sexual implícito que requiere la
subordinación de las mujeres y la regulación del acceso sexual de los hombres a
las mujeres (p. 511). En la teoría de la justicia de Rawls, añade, el contrato
social es un contrato entre hombres, presupuestos como jefes de familias a
cargo de esposas y niños (p. 511). Nussbaum (2000) realizaría diez años después
de Connell una aguda crítica a la teoría rawlsiana en esta dirección. Sin
minimizar los aportes del feminismo liberal, continua Connell, como el haber
traído a la superficie la verdad suprimida de que empíricamente el
Estado está generizado, y haber inspirado y sostenido un acceso político
formidable, el problema de seguir anudados al liberalismo es que este feminismo
carece notoriamente de raíz.
Trata al patriarcado como un accidente, como una imperfección que necesita
ser planchada. Entiende a los hombres como categoría sobrerrepresentada en el
Estado [… pero] no da cuenta de la resistencia de los hombres excepto como una
expresión de prejuicio. Las feministas liberales hablan de “sexismo”, no de
patriarcado, y en este sentido buscan cambiar la mentalidad de los hombres […].
La teoría de roles sexuales es incapaz de entender la división del trabajo y
evade los asuntos de la fuerza y la violencia […] el individualismo subyacente
está en disonancia con los análisis sociales que el feminismo requiere. (pp. 513-514)
La
teoría marxista, por su parte, está para Connell también duramente comprometida
por su ceguera de género. La mirada al Estado como servidor a los intereses de
clase, toma la clase de una economía política que excluye la producción
doméstica. La misma noción de Estado se basa en una demarcación política de la
sociedad civil, sin escudriñar la noción público-privado que es central para
las mujeres. La “autonomía relativa” de Poulantza solo se preocupa por la
autonomía de los intereses de clase. Skocpol y Giddens colocan a la política
sexual en las orillas. En suma, la teoría marxista del Estado presupone tanto
la división del trabajo generizada, como los bastiones culturales que la
sostienen. Es un error, sostiene Connell, seguir viendo la dinámica de clases
como la causa última de la dinámica de género. Aciertan las feministas
socialistas, continúa, como Mary MacIntosh, al ver en el vínculo entre la
familia y la economía una clave teórica de la opresión de las mujeres. De
hecho, dice Connell, el Estado podría ser visto como el puente entre el
patriarcado y el capitalismo. La teoría extendida de la reproducción social de
Claire Burton avanza en esta dirección al tratar al Estado como central, pero
es problemática la tendencia del feminismo socialista a priorizar las
relaciones de clase sobre el patriarcado y al mantener a las relaciones de
género conceptualmente derivativas.
Los neo-conservadores, por su parte dice Connell, imaginan al Estado
como un sistema de control en expansión errática que necesita mantenerse a raya
(p. 512). Asumen que el trabajo gratuito o pobremente pagado de las mujeres estará
siempre ahí para asegurar la sobrevivencia y parchar el bienestar, y en los
hechos, a la concreción de este escenario dirigen sus acciones.
Finalmente, el feminismo radical con su tesis del Estado masculino da
cuenta de la profundidad con la que el Estado está conectado con los intereses
de los hombres, de cómo las leyes y los gobiernos están establecidos desde la
mirada masculina y en su beneficio, y de cómo las mujeres, como los gays, han
experimentado al Estado como un opresor directo. Esta tesis tiene dos
vertientes, según Connell, una que le ve como el sirviente del patriarcado,
como un agente para el interés social de los hombres que está constituido fuera
del Estado (p. 516), y otra que le ve como “el patriarca general”, el Estado
mismo como opresor, como emanación de una naturaleza interior de los hombres, por
lo cual debe abolirse en el interés de las mujeres. Las utopías feministas
tienden de hecho a concebir una sociedad libre de patriarcado como una sociedad
sin Estado, como prescribe la tradición anarquista. Esta posición fracasa, dice
Connell, en lidiar con la enorme escala de los asuntos de una sociedad global
que requiere capacidad de coordinación. Vivimos en un mundo de cinco mil
millones de personas, no en un mundo de villas (p. 537).
La postura radical ha dado lugar por supuesto a desarrollos más finos
como el de MacKinnon (1989), que considera que el patriarcado está embebido en
los procedimientos, en la forma de funcionar del Estado. En el caso de la violación,
por ejemplo, la objetividad legal se vuelve una institucionalización de los
intereses de los hombres (MacKinnon, 1983 como se citó en Connell, 1990, p.
517). Este desarrollo es crucial, dice Connell, porque permite reconocer el
carácter patriarcal del Estado sin caer en la teoría de la conspiración. El
Estado es un jugador activo en la política de género, un vehículo significativo,
producto y productor de la opresión y regulación sexual, pero no es
esencialmente patriarcal. Lo es históricamente, como un asunto de prácticas
sociales concretas. Esta mirada evita el reduccionismo especulativo y permite
el urgente examen del aparato del Estado, la maquinaria actual del gobierno en
términos de género.
Seis
premisas teóricas para pensar en el Estado desde el punto de vista feminista
Con esas
consideraciones, Connell propone seis premisas como punto de partida para
entender al Estado:
1) El
Estado está constituido como la institución central del poder generizado. La
dinámica de género es una fuerza mayor construyendo el Estado, tanto en la
creación histórica de las estructuras del Estado como en la política
contemporánea.
2) El
Estado es portador del género. Cada estado empírico tiene un “régimen de
género”, precipitante de conflictos sociales, vinculado (y no un mero reflejo
de) a un “orden de género” más amplio en la sociedad.
Por orden
de género, sabemos que Connell (1987) se refiere a los histórica y socialmente
construidos patrones de relaciones de poder entre hombres y mujeres que
establecen una diferencia jerárquica entre ellos, y entre distintas versiones
de masculinidad y feminidad. Captura toda la experiencia generizada a nivel
macro (Maharaj, 1995). Por régimen de género, se refiere Connell a la lista de
estructuras relevantes en una institución específica como el Estado (o la
familia, o la escuela, o la calle, etc.), de las cuales identifica tres: una
división sexual del trabajo (los hombres y las mujeres tienden a ocupar
posiciones particulares en el Estado y trabajar en formas estructuradas por el
género), una estructura de poder (las burocracias son una jerarquía generizada.
El modelo de racionalidad se conecta en formas fundamentales con la política de
género y la legitimación del dominio de los hombres) y una estructura de cathexis
(el patrón generizado de los vínculos emocionales y las cargas energéticas).
3) La
forma en la que el Estado encarna el género da causa y capacidad para “hacer”
el género. En tanto institucionalización central del poder, el Estado tiene
capacidad considerable, aunque no ilimitada, para regular las relaciones de
género en la sociedad.
4) El
Estado se involucra en el proceso histórico de crear y transformar los
componentes básicos del orden de género.
5) Dado
su poder regulatorio y creativo, el Estado tiene una apuesta mayor en la
política de género. El Estado es el foco de grupos de interés y de la
movilización de la política sexual.
6) El
Estado y las relaciones de género son históricamente dinámicas. La posición del
Estado en la política de género no es fija. Las crisis en el orden de género
permiten nuevas posibilidades políticas.
De este planteamiento teórico se deriva que el feminismo, en lugar de
rehusarse a interpelar al Estado, está obligado a hacerlo. El carácter del
Estado como institucionalización central del poder, y su trayectoria histórica
en la regulación y constitución de las relaciones de género, lo hacen inevitablemente
una arena mayor para desafiar al patriarcado (p. 537). Ciertamente, debe
abolirse la distinción cultural que reproduce la exclusión de las mujeres del
poder estatal, pero debe trascenderse el foco de la política de representación
de las liberales. Debe abolirse la distinción entre lo público y lo privado, y
superar el reduccionismo de los programas de igualdad de oportunidades
concebidos en términos de trayectoria de carrera, que alienan a las mujeres
trabajadoras. Y debe por supuesto abolirse el corazón masculinizado de la toma
de decisiones y la fuerza pública.
Bibliografía
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L. (2013). The State and
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