CELEBRACIÓN E INCONFORMIDAD

 

Mara Nadiezhda Robles Villaseñor[1]

Doctora en Cooperación e Intervención Social, Maestra en Políticas Públicas Comparadas; Licenciada en Economía. Profesora investigadora en la Universidad de Guadalajara y miembro del Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores (SNII).

 

DOI: https://doi.org/10.32870/lv.v0i0.8038

 

Este 2024, el Centro de Estudios de Género (CEG) de la Universidad de Guadalajara (UdeG) cumple treinta años. Mantenerse a flote a través del tiempo es un reto para cualquier entidad académica en nuestro país, pero para un centro que se dedica específicamente al análisis del género el desafío es enorme, puesto que son la reflexión, investigación y discusión de fenómenos que han sido y continúan siendo tabú, su razón de ser. Es de reconocer entonces la resistencia de los centros y programas especializados en género que, además de surgir, persisten. Su mera existencia representa la institucionalización de la agenda feminista, lo que de suyo conlleva un reconocimiento formal y una dotación de legitimidad, en el camino hacia la construcción de sociedades más justas, libres y democráticas. Mucho de lo conseguido, esto hay que decirlo, ha emanado del ahínco, convicción, trabajo, tiempo y energía de feministas particulares que, como el Atlas Farnesio, han cargado con esta empresa a sus espaldas.

Sin embargo, considero que a pesar de todo lo que hemos ganado, las feministas seguimos perdiendo. Al menos yo no estoy satisfecha. Y es que, pese a los esfuerzos por obtener el reconocimiento en la academia tradicional, el compromiso y accionar político sumamente disruptivo y crítico de sus impulsoras ha sido contrarrestado e incluso mediatizado, a través de una aceptación simulada y políticamente correcta por parte de las instituciones en todo el mundo. Este breve texto, que no es sino mi mirada al derrotero que la creación y existencia del CEG ha simbolizado, es mi esfuerzo por sostener esa hipótesis.

A inicios de los noventa, México y el mundo atravesaban por momentos sumamente relevantes. En América Latina y el Caribe se adoptó la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, la Convención Belém do Pará, que vino a significar un aporte regional trascendental en materia de creación de sistemas para proteger y defender los derechos de las mujeres. Y tan sólo un año más tarde, en 1995, se llevó a cabo la iv Conferencia Mundial sobre la Mujer en Beijing, China, que cristalizó una serie de acuerdos políticos alcanzados en las tres conferencias realizadas anteriormente (Ciudad de México, 1975; Copenhague, 1980; Nairobi, 1985), lo que se tradujo en importantes avances internacionales para alcanzar igualdad entre mujeres y hombres.

A nivel local, la Universidad de Guadalajara experimentaba en 1994 el mayor proceso de transformación de su historia reciente. Para entonces, había logrado una pacificación interna y daba inicio a la reforma que permitió descentralizar la educación superior y media superior, llevándola a las distintas regiones de Jalisco, lo que se conoce hoy como la Red Universitaria. Ello permitió, entre otras cosas, ampliar la matrícula tanto para hombres como para mujeres, pues ahora no era necesario trasladarse a la zona metropolitana para recibir instrucción profesional lo que, sin planearse de forma explícita, representó una efectiva política pública de acción afirmativa de género, pues aumentó la posibilidad de que las mujeres en el estado estudiaran la universidad.

Debo decir que, para aquellos años, las y los estudiantes que integramos la Corriente Estudiantil Independiente (CEI), una de las fuerzas fundadoras de la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) de la UdeG, fuimos pioneros en la búsqueda de medidas que permitieran alcanzar la igualdad. En 1991, yo fui la primera mujer en buscar la presidencia de la organización. Trabajamos para cambiar el paradigma de la participación política de las mujeres en el contexto universitario, puesto que no queríamos ser reconocidas como “la novia de alguien”, “la secretaria de alguien” o fungir únicamente como militantes, staff o edecanes. Las y los integrantes de la CEI propusimos el cumplimiento de cuotas de género en la FEU y la creación de la Secretaría de la Mujer, ocupada por Marisa Martínez y que, con el tiempo, pasaría a convertirse en la Secretaría de Asuntos de Género. Además, elaboramos los documentos básicos de la Federación desde una perspectiva de género. Ese conjunto de acciones afirmativas representó una batalla decisiva por la reconfiguración en el ejercicio del poder dentro de la UdeG, que hasta entonces era sexista y contundentemente patriarcal.

Esos fueron los precedentes que posibilitaron la creación del Centro de Estudios de Género, pues, si bien la UdeG en su vocación socialista reconocía desde antaño la desigualdad entre clases sociales, no reconocía la desigualdad entre hombres y mujeres, ¡mucho menos la denunciaba! Y es que, para entonces, además de la ausencia de los estudios de género en los espacios académicos, en México aún causaba revuelo declararse feminista. Hay que decirlo: a las puertas del tercer milenio, los comunistas aseguraban que si te asumías feminista estabas cayendo en un truco de la burguesía para destantear al proletariado, que, según esa visión, era el único explotado. A mí personalmente, nombrarme feminista me tomó tiempo, y no por aversión, sino por desconocimiento. Porque si bien desde los seis años yo ya me declaraba comunista, gracias a la estricta instrucción que recibí en casa y el efervescente ambiente de izquierda en que mis padres participaban, no fue sino hasta mis veintes que me reconocí feminista gracias a Candelaria Ochoa Ávalos y Alfredo Rodríguez Banda, quienes me introdujeron en esta importante lucha. Como Marta Lamas, en el feminismo encontré “una vertiente donde encauzar mi indignación por las injusticias que veía cotidianamente y me sensibilizó frente a aspectos de la subordinación sexista que la izquierda de ese tiempo no solo no entendía, sino que rechazaba y estigmatizaba” (2013, p. 210).

Así, vale decir que el Centro de Estudios de Género nació en el contexto de importantes coyunturas políticas y sociales, tanto locales como globales, que obligaron a la Universidad de Guadalajara a realizar un proceso de modernización, con el objetivo de estar a la altura de discusiones y análisis académicos de cuestiones relacionadas con la conquista de los derechos de las mujeres, el estudio de la violencia, y por supuesto, la generación de propuestas teórico/prácticas para el logro de la igualdad sustantiva. A nivel nacional existían, por supuesto, otros importantes esfuerzos: el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer de El Colegio de México, el Programa Universitario de Estudios de Género (ahora el CIEG) de la UNAM, y diversos programas de estudios sobre la condición de las mujeres en la UAM-Xochimilco (Barrancos, 2020). No obstante, para nuestra casa de estudios y la zona del occidente de México, la mera creación del Centro de Estudios de Género constituyó un hito hacia la institucionalización de las críticas feministas al status quo. En este sentido, la Universidad logró un gran acierto al caminar hacia una senda civilizatoria, que comprendiera el rol sustancial de las mujeres en todas las esferas de la vida y apostara por su plena inclusión.

Desde entonces, el Centro de Estudios de Género ha atravesado, en mi opinión, tres periodos que han sido claves para su consolidación y la visibilización de su trabajo. En primer lugar, destaco el periodo liderado por Cristina Palomar que tuvo la formidable tarea de echar a andar los esfuerzos de una entidad de reciente creación. Propuso y logró la creación de la Revista de Estudios de Género, La Ventana, en la que han escrito académicas e intelectuales de talla internacional, como Marta Lamas (2005), Carlos Monsiváis (2005), Graciela Hierro, Gabriela Cano, entre otras personas señeras. Hoy por hoy, La Ventana se constituye como una revista académica esencial para quienes tienen interés sobre los estudios de género en México y América Latina.

En segundo lugar, destaco el periodo a cargo de Candelaria Ochoa, con larga trayectoria feminista y una notable capacidad de gestión, lo que le permitió la obtención de fondos para la ejecución de múltiples foros, encuentros, conferencias y seminarios, entre otras actividades, con el fin de generar discusiones relevantes en torno a los estudios de género y su vinculación con otros espacios académicos, gubernamentales y de la sociedad civil.

Finalmente, se distingue el periodo actual del Centro bajo la coordinación de Susana Muñiz quien, desde su llegada, ha insistido en apostar por la investigación para la incidencia, a través de la producción de datos primarios sobre la población estudiantil que posibilitan estimaciones estadísticas respecto a temas como: la violencia de género contra las mujeres y la población LGBTIQ+, la construcción de masculinidades, o los vericuetos de la experiencia material y social de menstruar, maternar o interrumpir un embarazo siendo estudiante. Con su trabajo riguroso y exhaustivo, así como una extraordinaria capacidad de articulación intra-institucional, colaborando con espacios como el Centro de Estudios Estratégicos para el Desarrollo (CEED), la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), la Cátedra UNESCO de Liderazgo, Género y Equidad, entre otros, Susana ha reencendido las alertas que interpelan, o deberían interpelar, a quienes formamos parte de la comunidad universitaria de nuestra propia casa de estudios.

Pero dudo que cualquiera de sus directoras, así como de las feministas que han transitado en, desde, a través y por los costados del Centro de Estudios de Género, se detengan, miren hacia atrás y se digan a sí mismas que se encuentran satisfechas. No por falta de capacidad o empeño personal, sino por el lugar que aún ocupa el CEG en la Universidad. Sobrevivir es un triunfo, pero no radica en esto el éxito de una instancia de investigación. Un centro como éste trabaja para producir y diseminar conocimiento, y para formar recursos humanos especializados en el ámbito de su competencia. Pero, ¿tiene condiciones para conseguirlo exitosamente? Además, en donde creo que todas las feministas y me incluyo estamos inconformes, es en cómo logramos, o no, sortear los embates de la simulación institucional que permea a todas las universidades en, al menos, nuestro país.

Como diputada local y consejera universitaria, puedo dar testimonio de la absoluta necesidad de investigación rigurosa y pertinente, de actualización teórica y de asesorías académicas especializadas para la toma de decisiones. Sin una luz que oriente el quehacer de las y los representantes populares, y de las y los diseñadores y ejecutores de políticas, la ciudadanía y la comunidad universitaria están, en el mejor de los casos, a merced de la serendipia. Pero no siempre los tomadores de decisiones y representantes populares están en disposición ni deseo de seguir la luz orientadora de la academia. Ejemplo de eso es que, mientras escribo estas líneas, el Congreso del Estado de Jalisco se rehúsa a despenalizar el aborto, con todo y la existencia sobrada de argumentos académicos, científicos, técnicos, jurídicos y éticos que en este sentido le mandatan; se resiste a sancionar la violencia vicaria y redobla en sus atentados contra el derecho de las mujeres a acceder de manera paritaria a los espacios de representación popular.

Es verdad, sin embargo, que la adversidad a la que se enfrenta el feminismo institucional y académico de estos años no es la de hace tres décadas. Hoy no es tan peligroso declararse feminista o “poseedor” de la perspectiva de género. Al contrario, en algunos circuitos parece formalmente obligado hacerlo. De ahí que las instituciones enciendan luces y coloquen pendones morados el 8M, que las autoridades lamenten los terribles sucesos de la violencia y se solidaricen con las minorías, que se reformen las normativas para que el lenguaje sea incluyente y se inauguren salones con los nombres de mujeres notables.

La adversidad que hoy enfrentamos es que eso sea todo. Que mientras con la mano izquierda se firme la transversalización de la perspectiva de género, con la derecha se aprueben presupuestos pírricos para los centros de estudios, se obstaculice la consolidación de una planta académica robusta y pujante, se abandonen las bibliotecas a los limbos burocráticos, y se soslaye la necesidad de disponer de cuerpos orgánicos profesionales y estables para llevar a cabo las agendas de género.

La adversidad de hoy también está, por otro lado, en conformarse desde la academia con el dulce calor de hacer una publicación, lograr la definitividad de una plaza, obtener un reconocimiento SNII, organizar un webinar o armar un evento anual con el público perenemente leal. Se requiere el ímpetu de batalla y la insistente y vibrante (aunque pesada) inconformidad, para que la academia continúe politizando y haciendo indomable al feminismo. Por ello, las feministas, las preocupadas y estudiosas del género, luego de estos treinta años, no podemos estar satisfechas.

No basta que la teoría y los movimientos feministas operen sobre la vida de las miles de mujeres que se reconocen como tales, si, como dice Monsiváis, “no está[n] operando con esa intensidad en lo que es el pensamiento público” (2005, p. 21). Las discusiones feministas y de género, materializadas en libros, revistas o congresos, deben incidir a través de su convicción de compromiso, acción e impacto político en los espacios donde se construye el porvenir de nuestra sociedad. Para eso están.

Ante un panorama complejo y de múltiples desafíos para la igualdad, la Universidad debe abrir radicalmente sus puertas a la conquista y garantía de derechos, y con ello, requiere dotar de una mayor capacidad de acción e incidencia al Centro de Estudios de Género, a través del presupuesto, personal académico y posición que le otorga en los espacios de consulta y decisión.

Celebro estos 30 años del Centro de Estudios de Género y claro, de su revista, que hoy por hoy ha publicado ya su volumen número 60. Pero también deseo que, en los años por venir, el CEG se convierta en una entidad más “problemática”, que con su rigurosa, constante y relevante producción académica cause discusiones incómodas pero urgentes, que insista y no desista, y que se transforme en un faro que nos conduzca hacia una sociedad más civilizada, donde los derechos de las mujeres no estén constantemente en peligro.

Especialmente, a las juventudes les reitero una de las más valiosas declaraciones de Simone de Beauvoir: “No olviden jamás que bastará una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Estos derechos nunca se dan por adquiridos, deben permanecer vigilantes toda su vida”. Porque, pese a todo lo que hemos ganado, paradójicamente todavía estamos perdiendo.

Los movimientos reaccionarios, la ultraderecha, el afianzamiento voraz del capitalismo y el uso malicioso de la Inteligencia Artificial, continúan avanzando y marcando agendas a las que se suscriben un sinfín de adeptos alrededor del mundo. La simulación política continúa causando estragos en la vida de muchas personas, pues actúa bajo una terrible lógica de gatopardismo, donde aparentan cambiar todo para que todo siga igual. Es evidente que, si no otorgamos a los estudios de género el lugar que merecen en la transformación cultural de nuestra sociedad e instituciones educativas, estaremos eternamente condenados a una devastadora involución democrática.

 

Bibliografía

Barrancos, D. (2020). Historia Mínima. Los feminismos en América Latina. El Colegio de México.

Lamas, M. (2005). La ventana. Revista de estudios de género, La ventana, (Separata), 13-18. http://revistalaventana.cucsh.udg.mx/index.php/LV/article/view/7460

Lamas, M. (2013). Desde LASA. Debate Feminista, 48, 208-216. https://doi.org/10.1016/S0188-9478(16)30100-1

Monsiváis, C. (2005). Presentación de La Ventana uno y dos. Revista de estudios de género, La ventana, (Separata), 19-27. http://revistalaventana.cucsh.udg.mx/index.php/LV/article/view/7460



[1] Universidad de Guadalajara, México. Correo electrónico: mara.robles@academicos.udg.mx ORCID: 0000-0003-1560-9911.